“¡Ay de ustedes, fariseos
hipócritas, que descuidan lo esencial de la Ley, la justicia, la misericordia y la
fidelidad!” (Mt 23, 23-26). Dentro de
todos los “ayes” de Jesús, este es el que se dirige directamente a la falta más
grave cometida por los fariseos: el olvido de “lo esencial de la Ley”, la “justicia”, la
“misericordia” y la “fidelidad”.
Mientras los fariseos se
creían justos y puros –fariseo significa precisamente “puros” o “apartados”, es
decir, que no están contaminados con el contacto con los impuros- porque
cumplían escrupulosamente los preceptos de la Ley, Jesús los desenmascara y les reprocha
duramente su falta principal, la ausencia de misericordia, de caridad y de
compasión, lo cual conlleva la injusticia cometida hacia el prójimo y la infidelidad
a la Ley mosaica.
Los escribas y fariseos son
merecedores de los “ayes” de Jesús –anticipo del “ay” eterno con el que el alma
se lamentará el haber perdido a Dios para siempre- no por ser religiosos, ya
que Jesús les dice explícitamente que eso se debe hacer –cumplir
extrínsecamente la religión, sino porque han vaciado a la religión de
contenido: por concentrarse en el cumplimiento externo, han descuidado y dejado
de lado “lo esencial” de la Ley,
su núcleo, su esencia, su corazón, que es la misericordia y la compasión.
Lo que Jesús nos quiere
hacer ver es que lo que da valor a la práctica religiosa no es la mera
observancia externa, sino ante todo y principalmente la adoración interior al
Dios Verdadero, Uno y Trino, que se debe traducir exteriormente en el
cumplimiento de los deberes extrínsecos religiosos, sumados a la misericordia y
a la compasión para con el prójimo más necesitado.
Se puede decir entonces que
la práctica perfecta de la religión está formada por estos tres elementos:
adoración en el corazón al Dios Trino, práctica de los deberes externos de la
religión –asistencia a Misa, cumplimiento de los preceptos, oraciones vocales y
mentales-, y obras de misericordia, corporales y espirituales.
De estos tres elementos, el
que determina la existencia o no de una religiosidad verdadera, es el primero,
la adoración a Dios con el corazón contrito y humillado, ya que eso es lo que
lleva al amor del prójimo por la caridad. Sólo así la oración y el cumplimiento
extrínseco de las normativas religiosas no solo tiene sentido, sino que alcanza
su máxima perfección y su fin último, que es la unión en el Amor del alma con
Dios.
Y lo contrario también es
verdadero: si falta la caridad, falta la esencia de la religión católica; si
falta el amor al prójimo, toda la estructura religiosa queda vacía y hueca,
como un árbol sin fruto, con raíces secas, que se mantiene en pie por inercia,
pero del que solo permanecen la corteza y unas pocas ramas.
“¡Ay de ustedes, fariseos
hipócritas, que descuidan lo esencial de la Ley, la justicia, la misericordia y la
fidelidad!”. Los “ayes” de Jesús dichos contra los escribas y fariseos hace
veinte siglos, se repiten en el tiempo cada vez que un bautizado se olvida que
la esencia de la religión católica es la misericordia y la compasión, y
maltrata a su prójimo, y lo escucharán quienes se condenen, por la eternidad,
ya que es el lamento del Hombre-Dios al comprobar que la dureza de corazón hizo
vano su sacrificio por muchos que no quisieron convertirse.
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