“Ustedes
son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Jesús describe a sus discípulos, diciendo qué es lo
que son, en relación al mundo: son “sal” y “luz”. Utiliza dos elementos con los
que los hombres entramos en contacto cotidianamente y que son los que, casi
inadvertidamente, dan sabor y color a la vida de todos los días. En efecto, la
sal hace que los alimentos adquieran la plenitud de su sabor; sin sal, los
alimentos, aún los más elaborados, se vuelven insípidos. Con la luz sucede algo
similar: por ella es que podemos ver la realidad que nos rodea en todo su
esplendor, con toda la escala cromática; sin luz, o con escasa luz, no solo no
se pueden apreciar los colores, sino que todo se vuelve oscuro, con una negrura
cuya densidad aumenta a medida que disminuye la luz. Los cristianos, dice
Jesús, somos –o al menos deberíamos ser- “sal” y “luz” de la tierra, que den
condimento e iluminen esta vida terrena a nuestros hermanos, a nuestros
prójimos, a todo aquel con el que nos encontramos. Cada hombre lleva su cruz, y
el cristiano debe ser como el Cireneo, que ayude a llevar esa cruz, y es en eso
en lo que consiste ser “sal” y “luz”. Pero el cristiano no es, por sí mismo, sal y luz; no hay nada en él, en su
naturaleza humana, que lo haga tener estas condiciones, porque él mismo está
bajo el yugo del pecado y arrastra consigo las consecuencias del pecado
original. ¿En qué momento se convierte en “sal” y “luz”? Cuando recibe la vida
nueva, la vida de la gracia, la vida que viene de lo alto, del Sagrado Corazón
de Jesús traspasado en la cruz. Es la Sangre de Jesús la que, cayendo sobre el
corazón del cristiano, lo sala y lo ilumina, lo convierte en “sal de la tierra”
y “luz del mundo”, porque quitando las tinieblas del pecado y la amargura de la
tiranía de las pasiones, el alma, por la Sangre de Cristo que le concede la
gracia santificante, se convierte en una imagen viviente de Cristo, que es
Quien Es en sí mismo Sal y Luz para la humanidad.
“Ustedes
son la sal de la tierra (…) ustedes son la luz del mundo”. Por último, ¿en qué
consiste esta función de “salar” e “iluminar”? Lo dice el mismo Jesús: “(…) debe
brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que
ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”. La “luz
que hay en ustedes” es la luz que Él nos comunica con su gracia, porque por la
gracia participamos de Él, que es “Luz del mundo”, y esta luz, que es la
participación a la santidad y el amor divinos, se muestra al mundo no tanto con
palabras, como con obras: “a fin de que ellos vean sus buenas obras”. En otras
palabras, la función de salar e iluminar el mundo, hecha posible por la
presencia de la gracia en el alma, se verifica en las obras de misericordia. Y,
viendo estas obras de misericordia hechas por los cristianos, “sal de la tierra
y luz del mundo”, “glorificarán al Padre celestial”, de quien procede toda
bondad.
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