(Domingo
XIII - TO - Ciclo C – 2016)
“Te
seguiré adonde vayas” (Lc 9, 51-62). Al
pasar Jesús, un hombre le dice, de modo espontáneo, que “lo seguirá adonde vaya”;
a otros dos, en cambio, es Jesús quien formula la llamada a seguirlo: “Sígueme”.
En este Evangelio, por lo tanto, se trata acerca del llamado a seguir a Jesús,
aunque también de las condiciones y disposiciones espirituales que suponen esta
decisión.
¿De
qué tipo de seguimiento se trata? ¿Del seguimiento a Jesús en la vida consagrada,
o en la vida matrimonial? Podríamos decir que se trata de ambos, agregando,
además, un tercer llamado a seguir a Jesús, y es el llamado personal e
individual –universal- de Jesús a la santidad, a todos los hombres. Es decir,
en este Evangelio estarían retratados todos los hombres y sus estados de vida a
los que Jesús elige y llama para que estén con Él: los llamados a la vida
consagrada, los llamados a la vida matrimonial, y los que son llamados a -independientemente
de qué camino eligen-, a ser santos, que es la llamada universal de Jesús a
todo hombre.
Ahora
bien, el hecho de seguir a Jesús tiene exigencias, que suponen abandonos y
despojos, de los cuales nadie está exento, pues abarca tanto a la vida
consagrada, como a la vida matrimonial, o al llamado personal a la santidad. Jesús
advierte, sea a quienes espontáneamente se ofrecen a seguirlo –“Te seguiré
adonde vayas”, le dice uno-, sea a quienes Él llama en persona –“Sígueme”, le
dice a los otros dos- en qué consisten estos abandonos y despojos, necesarios
para su seguimiento. Como dijimos, ya sea que se trate a la vida consagrada, la
vida matrimonial, o un llamado personal que no sean estos estados, el llamado de Jesús
implica siempre, en todos los casos, un llamado a la santidad, que significa
dejar atrás la vida del hombre viejo, dominado por el pecado y la
concupiscencia, para comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, nacido “de lo
alto, del agua y del Espíritu”.
Jesús
se detiene en advertir cuáles son las condiciones en las que deben vivir quien
lo siga: dejar el mundo –este abandono está significado en aquel que tiene que
“enterrar a sus muertos”-; dejar la familia biológica –tomado en forma literal, es sólo para los
consagrados- para vivir en la familia de los hijos de Dios –esto
está representado en el que le pide despedirse de su familia- y, sobre todo, la
disposición del alma a vivir la pobreza y a cargar la cruz, lo cual está significado
en la frase de Jesús: “El Hijo del hombre no tiene dónde reposar su cabeza”. Al
decir, esto, Jesús advierte que quien lo siga debe vivir la pobreza, pero sobre
todo, que debe estar dispuesto a subir con Él a la cruz, porque es ahí en donde
se cumplen sus palabras: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la
cabeza”. En la cruz, con sus manos y pies clavados por gruesos clavos de
hierro y con su cabeza coronada por una corona de gruesas, filosas y duras
espinas, Jesús no tiene cómo ni dónde reclinar la cabeza, sin disponer ni
siquiera de un breve instante de descanso y consuelo en todo el tiempo que dura
su dolorosa agonía. Entonces, estas condiciones de vida y disposiciones del
alma son ineludibles para cualquier estado de vida, en el seguimiento de Jesús.
“Te
seguiré adonde vayas”. Sea cual sea nuestro estado de vida, todos estamos
llamados a seguir a Jesús, pero lo primero a tener en cuenta es que el
seguimiento de Jesús es por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, un camino difícil, áspero, en subida, estrecho, que
finaliza en la muerte del propio yo egoísta, del hombre viejo dominado por las
pasiones; un camino en el que no se debe mirar para atrás; un camino en el que
las únicas posesiones materiales son el leño de la cruz y la corona de espinas; un
camino en el que no tiene cabida el mundo y sus atractivos; un camino en donde
no hay lugar para reposar la cabeza, porque se está crucificado con Cristo crucificado.
“Te
seguiré adonde vayas”. Jesús va, con la Cruz, por el Camino del Calvario. La
única manera y el único camino para seguir a Jesús, es el Camino de la Cruz.
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