sábado, 22 de junio de 2019

Solemnidad de Corpus Christi



(Ciclo C – 2019)

          La Solemnidad de Corpus Christi se originó en un milagro eucarístico: en la localidad de Orvieto-Bolsena, durante la consagración -es decir, en el momento en el que el sacerdote pronuncia las palabras de la transubstanciación-, el pan se convirtió en un trozo de músculo cardíaco sangrante y esta sangre fue tan abundante, que llenó el cáliz, lo rebalsó y manchó el corporal. Este milagro era la respuesta del cielo ante la crisis de fe del sacerdote que celebraba la misa, el cual, si bien era un buen sacerdote, piadoso y devoto, sin embargo tenía dudas acerca de lo que la Iglesia enseña sobre la Eucaristía, esto es, que por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Como el sacerdote tenía dudas de fe, el cielo decidió realizar este milagro, para que se viera de forma visible lo que sucede de modo invisible: invisiblemente, insensiblemente -es decir, sin ser captados por los sentidos-, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, se produce un milagro que se llama “transubstanciación”, por el cual las substancias del pan y del vino se convierten en las substancias del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esto es lo que sucede, en cada Santa Misa, de modo invisible, sin que nosotros nos percatemos sensiblemente de ello. Pero por el hecho de que no lo veamos, no quiere decir que no ocurra. La Santa Misa es un misterio sobrenatural, inalcanzable para los sentidos y también para la razón, puesto que solo por la razón iluminada con la luz de la fe se puede llegar a aceptar la realización del milagro de la conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Teniendo esto en cuenta, podemos decir que en Bolsena se produjo un milagro dentro de un milagro, y el milagro principal no fue que el pan se convirtiera en músculo cardíaco visible y el vino en sangre; el milagro principal ocurre en cada Santa Misa, porque en cada Santa Misa se produce el milagro de la transubstanciación, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. Es decir, en cada Santa Misa se produce el Milagro de los milagros, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor y esto sucede de modo invisible, pero real; lo que sucedió en Orvieto-Bolsena es que, en este caso, se produjo un milagro visible, además del milagro invisible: lo que sabemos sólo por la fe, en Orvieto-Bolsena se hizo visible y así el sacerdote y los fieles pudieron comprobar, con sus propios ojos, cómo el pan se convertía en el Corazón de Cristo y el vino en su Sangre Preciosísima.
          Entonces, cuando asistamos a Misa, recordemos el milagro que dio origen a la Solemnidad y procesión de Corpus Christi, pero sepamos que, aunque no vuelva a producirse un milagro similar, esto es, la aparición visible del Cuerpo y la Sangre de Jesús, esta conversión sucede, realmente, de modo milagroso, aun cuando no seamos capaces de observarla con los sentidos. Cuando asistamos a Misa, recordemos el milagro de Orvieto, pero sepamos que ese mismo milagro sucede, invisiblemente, por las palabras de la consagración en cada Santa Misa y sepamos que no tenemos necesidad de que vuelva a producirse un milagro visible: basta con que se haya producido una vez, para que esto confirme lo que la Iglesia nos enseña en su Magisterio: que por las palabras de la consagración el pan se convierte en el Corazón Eucarístico de Jesús y el vino en su Sangre.
          Por último, recordemos otro elemento importante del Milagro de la Santa Misa: cuando decimos que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, tengamos en cuenta que ese Cuerpo y esa Sangre pertenecen a una Persona, Jesús de Nazareth, el Verbo de Dios encarnado, de manera tal que cuando comulgamos su Cuerpo y bebemos su Sangre en la Eucaristía, no recibimos a un Cuerpo y a una Sangre que no pertenecen a nadie, sino que son el Cuerpo y la Sangre que pertenecen a la Persona del Hijo de Dios: en otras palabras, la Dueña de ese Cuerpo y de esa Sangre es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo y es esto lo que comulgamos, el Cuerpo y la Sangre de la Persona y, con ellos, a la Persona en Sí misma. Esto quiere decir que cuando el sacerdote, al presentar la Hostia consagrada al fiel para que comulgue dice: “El Cuerpo de Cristo”, está diciendo en realidad: “Lo que estás por recibir en tu cuerpo y en tu corazón es a la Segunda Persona de la Trinidad, Dios, Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús; al comulgar el Cuerpo de Cristo, estás por hacer ingresar en tu alma al Cordero de Dios, Jesús de Nazareth; por lo tanto, prepara tu corazón, ábrele las puertas de tu corazón, haz de tu corazón un trono, un altar y un sagrario, en donde Cristo Jesús, que ingresa en tu alma por la Eucaristía, sea adorado y amado de forma exclusiva, en el tiempo y en la eternidad”. Cuando comulgamos, no comulgamos una “cosa”, es decir, un cuerpo y una sangre que están aislados, sin pertenecer a nadie: comulgamos y recibimos en nuestros corazones al Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para que nos alimentemos de su Cuerpo y de su Sangre sacramentados. 


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