miércoles, 19 de febrero de 2020

Jesús cura a un ciego




Jesús cura a un ciego (cfr. Mc 8, 22-26). En el momento en el que Jesús llega a Betsaida, un ciego le suplica que lo toque para quedar curado. Jesús le pone saliva en los ojos y le impone las manos y el ciego comienza a ver, aunque a medias, ya que ve a los hombres “como si fueran árboles”. Luego Jesús le vuelve a imponer las manos y es entonces cuando el ciego recupera completamente la visión. Es decir, la curación se produce en dos etapas. Además del milagro real, efectivamente sucedido en el tiempo y en el espacio y del que fue beneficiario una persona determinada, en la curación del ciego de Betsaida debemos ver un elemento simbólico: en su curación está representada la conversión de toda alma. En efecto, esto es así porque la ceguera representa, simbólicamente, al alma que no puede ver, sobrenaturalmente, por la fe, los misterios de la vida del Hombre-Dios Jesucristo: se trata de almas que, por decisión propia o porque no recibieron la gracia, no creen en el Hombre-Dios y su misterio salvífico de redención y por eso mismo discurren por la vida como ciegos espirituales. La curación en dos etapas, puede significar a su vez la conversión que se da en forma gradual, paulatina, por etapas, a diferencia de la conversión que se da en forma instantánea.
En relación a Jesús y a su misterio salvífico de muerte y resurrección, ¿somos como el ciego de Betsaida? ¿Voluntariamente rechazamos la gracia de la conversión y por lo tanto estamos ciegos ante el Misterio de los misterios de Dios, que es la Presencia Real de Jesús en la Eucaristía? Si lo somos, es por decisión propia, porque todos los bautizados hemos recibido la gracia santificante en el bautismo. Si somos como ciegos, nos humillemos ante Jesús Eucaristía y, como el ciego de Betsaida, le pidamos la gracia de que nos conceda poder contemplarlo, por la fe, en el misterio eucarístico, para luego seguir contemplándolo y adorándolo por toda la eternidad.


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