(Domingo
III - TC - Ciclo B – 2022)
“Si no se convierten, todos ustedes perecerán” (Lc 13, 1-9). Jesús advierte a sus
discípulos y a todo aquel que lo escucha, que es necesaria la conversión; de lo
contrario, quien no se convierta, perecerá, es decir, morirá. Entre otros,
utiliza un hecho que había sucedido hacía poco, el desplome de una torre, en la que habían
fallecido dieciocho personas. Utiliza este ejemplo, porque era creencia general
–como lo es también ahora- que si alguien sufría una desgracia –en este caso,
la muerte por aplastamiento, aunque podría ser también una enfermedad o algo
por el estilo-, era porque esa persona era muy pecadora y por eso le sucedía
algo malo. Para dejar de lado esa creencia errónea, que conlleva a decir: “Si a
mí no me pasa nada malo, es porque no soy malo, no tengo necesidad de
conversión”, es que Jesús advierte que todos necesitamos de conversión: “Si no
se convierten, todos ustedes perecerán”. Entonces, con su advertencia, Jesús
deja claro que no es que si a alguien le sucede algo malo, era porque era
pecador o malo y necesitaba conversión: Jesús advierte que todos,
independientemente de si nos pasa o no algo mal, necesitamos convertirnos; en
caso contrario, si no nos convertimos, pereceremos.
Entonces, aquí viene la necesaria pregunta: en qué consiste
la conversión que quiere Jesús, y de qué muerte está hablando Jesús, porque la
conversión nos librará de la muerte, porque pasada al positivo, la frase sería:
“Si se convierten, no perecerán”.
Ante todo, la conversión que quiere Jesús es la conversión
del corazón, porque nuestro corazón humano está contaminado por el pecado
original y ha quedado inclinado al mal y eso es lo que se llama
“concupiscencia”. A esto se refiere la Escritura cuando dice: “Hago el mal que
no quiero y no hago el bien que quiero”. Y también: “El espíritu es fuerte pero
la carne es débil”. En otras palabras, por la concupiscencia, por la
inclinación al mal consecuencia del pecado original, es más fácil para nosotros
hacer el mal que el bien; creer en el error antes que la verdad, porque hacer
el bien y creer en la verdad conllevan esfuerzo y sacrificio. Pensemos en las
atrocidades de la guerra que está llevando a cabo el comunismo en Ucrania:
¿cuánto tiempo les llevó a los ucranianos levantar veinte hospitales? Con toda
seguridad, años y años de esfuerzos y de dinero. ¿Cuánto tiempo les llevó a los
comunistas rusos destruir por completo esos veinte hospitales? Unos cuantos
minutos. Y así con todo: es más fácil hacer el mal que el bien, por eso muchos
se inclinan por el mal obrar. Por esta razón, Jesús nos dice que es necesaria
la conversión del corazón, es decir, dejar de obrar el mal, para obrar la
misericordia, la caridad, la compasión, el perdón, la paciencia, la humildad,
la generosidad. Esta conversión no se logra de un día para otro: es necesaria
la gracia santificante, la oración, el ayuno y las obras de misericordia.
La otra pregunta es relativa a qué clase de muerte se
refiere Jesús: “Si no se convierten, todos ustedes perecerán”. Está claro que
no se está refiriendo a la muerte terrena, es decir, Jesús no nos dice que si
nos convertimos, no vamos a sufrir la muerte terrena, porque es experiencia de
todos los días que alguien que es bueno, aun siendo bueno, muere. La conversión
no nos libra de la muerte terrena, sino de otra muerte, la llamada “segunda
muerte” y es la muerte eterna o eterna condenación en el Infierno. En el
Infierno, los condenados, luego de morir a la vida terrena en estado de pecado
mortal, sufren una segunda muerte, aun cuando estén vivos y condenados en el
Infierno, porque están privados de la gracia, que es la vida de Dios, para
siempre. A esta muerte es a la que se refiere Jesús, la eterna condenación en
el Infierno y es de esta muerte de la que sí nos libra la conversión, porque la
conversión nos lleva a evitar el pecado y a desear vivir y morir en gracia.
“Si no se convierten, todos ustedes perecerán”. Hagamos el
propósito, en esta Cuaresma, de alejarnos del pecado y todavía más, de las
ocasiones del pecado, para que así la gracia, la oración y las obras de
misericordia, conviertan nuestro corazón a Jesús Eucaristía; de esta manera, no
solo no pereceremos, sino que viviremos eternamente en la feliz eternidad del
Reino de Dios.
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