domingo, 27 de marzo de 2022

“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”

 


(Domingo V - TC - Ciclo B – 2022)

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más” (Jn 8, 11). En esta escena del Evangelio Jesús detiene la lapidación a la que estaba siendo sometida una mujer pecadora. Por esta razón, podemos meditar, por un lado, acerca de la obra de Jesús en la pecadora pública –muchos dicen que es María Magdalena, antes de su conversión- y, por otro, acerca de la actitud de los fariseos. Con respecto a la mujer pecadora, Jesús salva a la mujer pecadora doblemente, en su cuerpo, al evitar la lapidación y sobre todo en su espíritu, al perdonarle sus pecados y concederle su gracia santificante al alma de la mujer. La salva en su cuerpo y en su vida terrena porque detiene a aquellos que querían aplicar la salvaje costumbre de esos tiempos, de lapidar hasta la muerte a quien era encontrado en pecado –el mártir San Esteban, sin cometer pecado, es lapidado también hasta la muerte-; Jesús los detiene no con la fuerza física, sino con la fuerza de la argumentación de la Sabiduría divina: si todos tienen pecados, ¿por qué razón lapidar a la mujer? Siguiendo esta lógica, todos deberían ser lapidados, porque todos los hombres tienen el pecado original y todos cometen pecados todos los días, hasta el más justo, según la Escritura: “El justo peca siete veces al día”. Jesús también salva el alma de la mujer pecadora, porque le perdona los pecados con su poder divino, le concede la gracia santificante y desde ese momento, la mujer queda predestinada a la vida eterna. De ahora en más, dependerá de ella corresponder a la gracia, alejándose del pecado, tal como le dice Jesús: “Tus pecados están perdonados, vete y no peques más”, para así poder ingresar al Reino de Dios en la vida eterna. De hecho, así lo hizo, porque según la Tradición, esta mujer pecadora es María Magdalena, quien después del encuentro con Jesús y después de recibir su perdón, abandonó por completo su vida de pecado y acompañó al Señor Jesús en su tarea de predicar el Evangelio, junto a las otras santas mujeres de Jerusalén.

         El otro aspecto sobre el que podemos meditar es el de la actitud de los fariseos en relación a la mujer pecadora: se comportan en relación a ella en forma diametralmente opuesta a la del Hombre-Dios Jesucristo: si Jesucristo la trata con compasión, perdonando sus pecados y salvando su vida, los fariseos se comportan de modo inmisericordioso, con una actitud fría y dura de corazón, ya que no solo no perdonan el comportamiento de la mujer –no podían perdonar los pecados, pero podrían haberla dejado seguir su camino, luego de advertirle acerca de su mala conducta, para que se corrija-, sino que pretenden quitarle la vida. En este aspecto, demuestran los fariseos un comportamiento salvaje –la lapidación- pero también hipócrita y cínica: es salvaje, porque la lapidación es una costumbre vigente en la época de Jesús entre los pueblos semíticos -y que continúa siendo actual en ciertas regiones donde se practica el islamismo-, pero es también hipócrita y cínica por dos motivos: porque también se debería castigar al varón, que es igualmente culpable de adulterio y no se hace y por otra parte, porque como dice Jesús, “nadie está exento de pecado y de culpa” y por eso, nadie puede levantar la mano para castigar a otro, desde el momento en que todos los hombres nacemos con el pecado original.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. En la mujer pecadora, debemos vernos a nosotros mismos, porque todos somos pecadores; en el perdón de Jesús, está prefigurado y anticipado el perdón que todos nosotros recibimos de Jesús en cada confesión sacramental; en la actitud de los fariseos, debemos ver si no estamos representados nosotros mismos, porque es verdad que tenemos tendencia a condenar con dureza de corazón al prójimo, pero somos incapaces de ver el propio pecado, como lo hacen los fariseos. Debemos tener mucho cuidado de no comportarnos como los fariseos, que levantan la mano para condenar el pecado del prójimo, pero se cuidan mucho de no decir nada sobre sus propios pecados. El Evangelio nos enseña entonces en la Persona de Jesús cuán grande es la Misericordia Divina, que perdona todos nuestros pecados; nos enseña, en María Magdalena, que nuestros pecados nos llevan a la muerte eterna y que para librarnos de ellos, debemos acudir al Sacramento de la Confesión, haciendo el propósito de no volver nunca más a cometer el pecado del cual nos confesamos; por último, nos enseña que no debemos ser como los fariseos, es decir, no debemos condenar a nuestros prójimos, sino ser misericordiosos como Jesús, porque también nosotros somos pecadores y si lapidamos a nuestro prójimo con la lengua, también nosotros seremos lapidados con la lengua, de la misma manera.

         “Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. Que el perdón y el amor que recibimos de Jesús en cada Confesión Sacramental, haga crecer en nuestras almas, cada vez más, el Amor a Jesús Eucaristía, tal como ocurrió con María Magdalena.

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