(Domingo
V - TC - Ciclo B – 2022)
“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más” (Jn 8, 11). En esta escena del Evangelio
Jesús detiene la lapidación a la que estaba siendo sometida una mujer pecadora.
Por esta razón, podemos meditar, por un lado, acerca de la obra de Jesús en la
pecadora pública –muchos dicen que es María Magdalena, antes de su conversión-
y, por otro, acerca de la actitud de los fariseos. Con respecto a la mujer
pecadora, Jesús salva a la mujer pecadora doblemente, en su cuerpo, al evitar
la lapidación y sobre todo en su espíritu, al perdonarle sus pecados y
concederle su gracia santificante al alma de la mujer. La salva en su cuerpo y
en su vida terrena porque detiene a aquellos que querían aplicar la salvaje
costumbre de esos tiempos, de lapidar hasta la muerte a quien era encontrado en
pecado –el mártir San Esteban, sin cometer pecado, es lapidado también hasta la
muerte-; Jesús los detiene no con la fuerza física, sino con la fuerza de la
argumentación de la Sabiduría divina: si todos tienen pecados, ¿por qué razón
lapidar a la mujer? Siguiendo esta lógica, todos deberían ser lapidados, porque
todos los hombres tienen el pecado original y todos cometen pecados todos los
días, hasta el más justo, según la Escritura: “El justo peca siete veces al día”.
Jesús también salva el alma de la mujer pecadora, porque le perdona los pecados
con su poder divino, le concede la gracia santificante y desde ese momento, la
mujer queda predestinada a la vida eterna. De ahora en más, dependerá de ella
corresponder a la gracia, alejándose del pecado, tal como le dice Jesús: “Tus
pecados están perdonados, vete y no peques más”, para así poder ingresar al Reino
de Dios en la vida eterna. De hecho, así lo hizo, porque según la Tradición,
esta mujer pecadora es María Magdalena, quien después del encuentro con Jesús y
después de recibir su perdón, abandonó por completo su vida de pecado y
acompañó al Señor Jesús en su tarea de predicar el Evangelio, junto a las otras
santas mujeres de Jerusalén.
El otro aspecto sobre el que podemos meditar es el de la actitud
de los fariseos en relación a la mujer pecadora: se comportan en relación a
ella en forma diametralmente opuesta a la del Hombre-Dios Jesucristo: si
Jesucristo la trata con compasión, perdonando sus pecados y salvando su vida,
los fariseos se comportan de modo inmisericordioso, con una actitud fría y dura
de corazón, ya que no solo no perdonan el comportamiento de la mujer –no podían
perdonar los pecados, pero podrían haberla dejado seguir su camino, luego de
advertirle acerca de su mala conducta, para que se corrija-, sino que pretenden
quitarle la vida. En este aspecto, demuestran los fariseos un comportamiento salvaje
–la lapidación- pero también hipócrita y cínica: es salvaje, porque la
lapidación es una costumbre vigente en la época de Jesús entre los pueblos
semíticos -y que continúa siendo actual en ciertas regiones donde se practica
el islamismo-, pero es también hipócrita y cínica por dos motivos: porque
también se debería castigar al varón, que es igualmente culpable de adulterio y
no se hace y por otra parte, porque como dice Jesús, “nadie está exento de
pecado y de culpa” y por eso, nadie puede levantar la mano para castigar a
otro, desde el momento en que todos los hombres nacemos con el pecado original.
“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. En la
mujer pecadora, debemos vernos a nosotros mismos, porque todos somos pecadores;
en el perdón de Jesús, está prefigurado y anticipado el perdón que todos
nosotros recibimos de Jesús en cada confesión sacramental; en la actitud de los
fariseos, debemos ver si no estamos representados nosotros mismos, porque es
verdad que tenemos tendencia a condenar con dureza de corazón al prójimo, pero
somos incapaces de ver el propio pecado, como lo hacen los fariseos. Debemos tener
mucho cuidado de no comportarnos como los fariseos, que levantan la mano para
condenar el pecado del prójimo, pero se cuidan mucho de no decir nada sobre sus
propios pecados. El Evangelio nos enseña entonces en la Persona de Jesús cuán
grande es la Misericordia Divina, que perdona todos nuestros pecados; nos
enseña, en María Magdalena, que nuestros pecados nos llevan a la muerte eterna
y que para librarnos de ellos, debemos acudir al Sacramento de la Confesión,
haciendo el propósito de no volver nunca más a cometer el pecado del cual nos
confesamos; por último, nos enseña que no debemos ser como los fariseos, es
decir, no debemos condenar a nuestros prójimos, sino ser misericordiosos como
Jesús, porque también nosotros somos pecadores y si lapidamos a nuestro prójimo
con la lengua, también nosotros seremos lapidados con la lengua, de la misma
manera.
“Tus pecados son perdonados, vete y no peques más”. Que el
perdón y el amor que recibimos de Jesús en cada Confesión Sacramental, haga
crecer en nuestras almas, cada vez más, el Amor a Jesús Eucaristía, tal como
ocurrió con María Magdalena.
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