domingo, 17 de septiembre de 2023

“Muchacho, a ti te digo, levántate”

 


“Muchacho, a ti te digo, levántate” (Lc 7, 11-17). Jesús, el Hombre-Dios, realiza un milagro admirable, un milagro que revela a todo el que lo contempla el infinito poder de Dios, su omnipotencia, su omnisciencia, su Amor, infinito y eterno, por la humanidad. En el Evangelio se relata algo que es común para los hombres desde la caída de Adán y Eva y es la muerte: según el relato, al acercarse Jesús a la ciudad de Naín, se encuentra con una muchedumbre que acompaña a una madre viuda que acaba de perder a su hijo el cual, ya envuelto en la sábana mortuoria, es llevado en procesión hasta su lugar de sepultura. Jesús, siendo Él el Dios que creó a ese muchacho, siendo Él el Dios que creó al hombre y lo dotó de vida, ahora, con su poder divino, no solo restablece el cuerpo rígido del joven muerto, sino que ordena a su alma que regrese al cuerpo, para que así el cuerpo, restablecido por Jesús, cobre vida por el alma, que es la que le da la vida natural. Así Jesús demuestra no solo su gran poder divino, sino también su gran amor por los hombres, porque solo por su gran misericordia y nada más que por su gran misericordia, regresa a la vida natural al hijo único de la viuda de Naín, concediéndole a esta la más grande de sus alegrías terrenas, el ver volver a la vida a su hijo muerto.

Pero este milagro de resurrección corporal es figura de otro milagro, inmensamente más asombroso y es otra resurrección, pero esta vez espiritual, por acción de la gracia santificante. En efecto, toda vez que el alma comete un pecado mortal, muere a la vida de la gracia, a la vida de los hijos de Dios y esa es la razón por la que se llama “mortal” y el alma queda así, irremediablemente muerta, sin posibilidad alguna de volver a vivir, porque ninguna fuerza humana ni angélica puede dar al alma la gracia santificante, la participación en la vida de la Trinidad. Pero Jesús, siendo Dios Hijo, siendo Él la Gracia Increada, de cuyo Corazón traspasado en la cruz brota la vida de las almas, la Sangre y el Agua que es la gracia santificante, actuando a través del sacerdote ministerial, en el Sacramento de la Confesión, con su divino poder no solo borra el pecado mortal confesado, sino que además le concede nuevamente la participación en la vida divina, en la vida de la Santísima Trinidad, haciendo que el alma regrese a su  vida nueva de hija adoptiva de Dios.

         “Alma, a ti te digo, levántate”. Cada vez que nos confesamos sacramentalmente, resuena en lo más profundo de nuestro la Sagrada Voz que nos creó, nos redimió y nos santificó.

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