(Domingo de Ramos en la Pasión del Señor - Ciclo - C
– 2025)
El Domingo de Ramos, días antes de su Pasión y
Muerte en Cruz, Jesús, lleno de majestad y aclamado por todos los habitantes de
la Ciudad Santa, ingresa en Jerusalén, montado sobre un asno. Un ícono
bizantino representa a Jesús como Rey, vestido con una túnica y un manto: estas
dos prendas distintas indican sus dos distintas naturalezas, la humana y la
divina[1], unidas hipostáticamente,
personalmente, a la Persona Divina de Dios Hijo y esto debido a que ese Jesús
que ingresa humildemente montado en un asno, ese Cristo es Dios. El asno sobre
el que monta Jesús le sirve como de trono, cumpliéndose así la profecía de
Zacarías: “Decid a la hija de Sión: “He aquí que tu Rey viene a ti manso y
montado en una asna…” (Lc 19, 28). A pesar
de ser Rey del universo, Rey de ángeles y hombres, a pesar de ser Él el
Hombre-Dios, ante Quien “toda rodilla se dobla, en el cielo y en la tierra”,
sin embargo el ingreso de Jesús a Jerusalén no es al modo de los príncipes y
reyes victoriosos de la tierra, los cuales ingresan rodeados de sus ejércitos,
acompañados de gran fasto y pompa y aclamado por multitudes que vitorean sus
triunfos terrenos: Jesús no ingresa montado en un brioso caballo blanco, lleno
de energía, que pisotea a sus enemigos; ingresa como un Rey pacífico, montado en
un asno, que avanza lento, con paso cansino; su ingreso a Jerusalén no está
precedido por el desfile marcial y victorioso de un ejército; su ingreso no es
a todo lujo; no hay ostentación sino que lo que predomina es la humildad y en
esta humildad es aclamado por el Pueblo Elegido, que se alegra por la Llegada
de su Mesías y que se alegra porque el Dios misericordioso camina entre ellos,
curándolos, sanándolos, dándoles de comer, compadeciéndose de ellos.
El Domingo de Ramos Jesús ingresa a la Ciudad Santa como un
rey y también como un Rey será crucificado el Viernes Santo, luego de salir de Jerusalén,
para dirigirse al Monte Calvario. Ingresa el Domingo de Ramos como Rey, como
Rey sale de Jerusalén el Viernes Santo, portando sobre Sí la cruz por aquellos
mismos que habrán de darle muerte en cruz.
El
Domingo de Ramos la multitud recibe exultante de alegría a su Rey, cantando hosannas,
entonando aleluyas y alfombrando su paso con hojas de palma. Pero la misma
multitud que lo aclama el Domingo de Ramos, es la misma multitud que pedirá
desaforadamente a gritos su crucifixión; los mismos habitantes de Jerusalén que
el Domingo de Ramos lo aclaman, son los que lo crucificarán y blasfemarán en el
Monte Calvario, el Viernes Santo; los mismos que le tienden palmas a su paso,
son los que lo colmarán de trompadas, puñetazos, bofetadas, patadas, empujones,
salivazos. Si el Domingo se alegran por su Mesías y se acuerdan de las
maravillas que obró por ellos, el Viernes habrán olvidado todo bien y la
benedicencia será reemplazada por la maledicencia y el recuerdo de los milagros
será olvidado por completo, como si todos sufrieran una repentina amnesia
colectiva.
En
su camino al Calvario, en medio de la lluvia de golpes, puñetazos, trompadas y
salivazos, Jesús recordará su entrada triunfal en Jerusalén y en ese momento,
deteniendo el tiempo, dirá a cada uno, a uno por uno: “¿Por qué me golpeas con
tanto furor? ¿Qué te hice de malo? Pueblo Mío, respóndeme, ¿qué te hice para
merecer tu furia? ¿Acaso no te demostré mi Amor y mi Misericordia curando tus
heridas, resucitando tus muertos, expulsando los demonios que desde el Infierno
te atormentan? ¿Por cuál de estas obras me golpeas? ¿Por qué crucificas a tu
Dios?”
Entonces,
los mismos que el Domingo de Ramos tienden palmas a su paso, son los mismos que
piden una corona de espinas para su Mesías; los mismos que lo alaban como
Mesías, son lo que el Viernes Santo dirán que no tienen otro rey que el César;
los mismos que cantan hosannas y aleluyas, son los que lo maldecirán y lo salivarán
en su Sagrado Rostro.
La
misma multitud que se alegra por su ingreso en Jerusalén el Domingo de Ramos,
es la misma multitud que el Viernes Santo lo habrá de crucificar.
Ahora
bien, en esta multitud debemos vernos identificados nosotros, porque son
nuestros pecados los que crucifican a Cristo. Renovamos y actualizamos
místicamente su crucifixión, cada vez que obramos el mal, cada vez que somos
violentos, injustos, necios, mentirosos, vanidosos, faltos de caridad.
Puesto
que la Ciudad Santa de Jerusalén es imagen del alma del cristiano, el ingreso
de Jesús a Jerusalén el Domingo de Ramos se actualiza toda vez que Jesús
ingresa en nuestras almas en gracia por la Eucaristía; esa es la razón por la
cual, así como Jesús ingresó en
Jerusalén el Domingo de Ramos, así Jesús ingresa en el alma por la comunión
eucarística. De la misma manera, cada vez que el alma comete un pecado
mortal, expulsa de sí misma a su Rey y Mesías, tal como lo hizo la Ciudad
Santa, para crucificarlo en el Monte Calvario el Viernes Santo. Hagamos el propósito
de que nuestros corazones sean como las palmas tendidas a sus pies y que
nuestras bocas y nuestras obras lo alaben y aclamen. Que siempre seamos, en
esta vida, como la multitud del Domingo de Ramos, que se alegra por su
Presencia y por su ingreso en nuestras almas por la Eucaristía y que nunca
seamos como la multitud del Viernes Santo, que por el pecado arroja de sí misma
a Jesús y pide que “su sangre caiga sobre sus cabezas” (Mt 27, 25).
[1] Cfr. Castellano, J., Oración ante los íconos. Los misterios de
Cristo en el año litúrgico, Centro de Pastoral Litúrgica, Barcelona 1993,
102.
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