jueves, 17 de abril de 2025

Jueves Santo de la Cena del Señor

 



(Ciclo C – 2025)

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin” (Jn 3, 1-15). Sabiendo que es la última vez que habrá de compartir una cena terrena con sus discípulos, Jesús celebra la “Cena Pascual Cristiana”, conocida en la Iglesia Católica como “Última Cena”, la noche del Jueves Santo. Si bien es una cena terrenal, el hecho de que sea Él quien la presida y la conexión a su vez de la Última Cena con su Misterio Pascual de Muerte y Resurrección, sobre todo con su Muerte Sacrificial en la Cruz, en el Viernes Santo, convierte a la Cena Pascual en la Primera Misa de la historia, en donde habría de implementar, a su vez, dos de los principales sacramentos de la Iglesia Católica, el Sacramento de la Eucaristía y el Sacramento del Orden.

En cuanto Dios Hijo que era Jesús sabía, que había llegado la Hora establecida por el Padre para la “Pascua”, es decir, para el “Paso”, por medio del Sacrificio de la Cruz, de esta vida al seno del Eterno Padre, de donde había venido. Jesús sabe que Él está por cumplir la Verdadera Pascua, el verdadero “Pésaj”, es decir, “Paso” -paso de la esclavitud de los egipcios a la libertad de Jerusalén; de la esclavitud del pecado, a la libertad de la vida de la gracia; de la esclavitud de la carne a la libertad de la vida eterna en el Reino de los cielos para quien se una a Él en su misterio Pascual de Muerte y Resurrección-, de esta vida a la otra; la Pascua judía era solo una prefiguración de la Verdadera y Única Pascua, la que está a punto de realizar Jesús a través del Sacrificio Cruento del Calvario. La Pascua de Jesús consiste en morir en la Cruz para alcanzar la gloria de la vida eterna junto al Padre y esto como anticipo y modelo del Misterio Pascual que todo cristiano está llamado a imitar: la muerte de Jesús en la Cruz significa la muerte al pecado, mientras que su gloriosa resurrección significa el nacimiento a la vida nueva de la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. Precisamente, para que el Misterio Pascual de Muerte y Resurrección que Él está por emprender y que tiene como medio la Cruz del Hijo, como fin la gloria del Padre y como corona divina el Amor del Espíritu Santo, pueda ser llevado a cabo por todos los hombres de todos los tiempos, instituye para esto dos grandes sacramentos, el Sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía. La institución de estos dos Sacramentos se encuentra dentro de los planes de Jesús de perpetuar el Misterio Pascual “hasta el fin de los tiempos”, puesto que Él así lo ordena en la Última Cena a su Iglesia, que su Iglesia haga lo que Él hace en la Última Cena: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre, Hagan esto en memoria mía”. Por eso debemos preguntarnos qué es lo que hace Jesús en la Última Cena, ya que no se trata de una mera cena material, terrena, al estilo humano; la cena material, en donde se consume el Cordero Pascual, es solo el medio a través del cual Jesús, el Hombre-Dios, instituirá dos sacramentos que son esenciales para la subsistencia de su Iglesia, la Iglesia Católica, hasta el Día del Juicio Final. Nos preguntamos entonces, ¿qué es lo que hace Jesús en la Última Cena? Por un lado, y para que Su Presencia Sacramental esté garantizada hasta el fin, Jesús instituye un nuevo sacerdocio, fundado en Él mismo, en Él, que es el Sumo y Eterno Sacerdote, de manera tal que los sacerdotes de la Nueva Alianza, que son los sacerdotes ministeriales de la Iglesia Católica, tendrán el inmerecido honor de poseer como predecesor en su linaje sacerdotal nada menos que al Hombre-Dios Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, participando en mayor o menor medida de sus poderes sacerdotales, el primero y principal de todos, el consagrar el pan y el vino y convertirlos, por el milagro de la Transubstanciación, en el Cuerpo y la Sangre de Él, del Hombre-Dios Jesucristo.

Por otro lado Jesús instituye, en la Última Cena -que es al mismo tiempo la Primera Misa de la historia, cuando pronuncia las palabras de la consagración sobre el pan primero y el vino después, diciendo: “Tomen y coman, esto es mi Cuerpo, tomen y beban, esta es mi Sangre”-, el Sacramento de la Eucaristía, el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre, Cuerpo y Sangre unidos hipostáticamente, personalmente, a su Persona Divina de Dios Hijo, de manera de asegurarse su Presencia Personal, real, verdadera y substancial en la tierra, en medio de su Iglesia, al mismo tiempo que reina glorioso en los cielos, cumpliendo así su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. El Sacramento de la Eucaristía queda instituido en el momento en el que Jesús pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-: en ese mismo momento, por la acción de la omnipotencia divina, se produce la conversión de la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Jesús y la substancia del vino se convierte en su Sangre, siendo esta la Ofrenda Santa y la Víctima Santa y Pura que la Iglesia ofrece a la Santísima Trinidad por la salvación de los hombres y para su mayor glorificación. Ahora bien, es obvio que el Cuerpo y la Sangre así consagrados, no son un Cuerpo y una Sangre sin vida ni tampoco separados entre sí o con la Persona de Jesús: por el contrario, se trata del Cuerpo y la Sangre glorificados del Cordero de Dios que, por concomitancia natural, están unidos entre sí y a su vez están unidos cada uno al Alma de Jesús y el Alma, a su vez, está unida a la Segunda Persona de la Trinidad, por la unión hipostática producida en la Encarnación. Esto es lo que explica que la Eucaristía no sea un simple pan compuesto de harina de trigo sin levadura y agua, sino el “Pan de Vida Eterna” que da verdaderamente la vida eterna a todo aquel que lo consume en gracia, con fervor, con piedad y con amor. Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, confecciona, en el Altar Eucarístico de la Última Cena, la Primera Misa, por primera vez, el Sacramento de la Eucaristía, compuesto por su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad y ordena a su Iglesia que repita esta acción suya “hasta que Él vuelva”. Y es esto lo que la Iglesia hace cada vez a través del sacerdocio ministerial, en cada Santa Misa: renueva y actualiza lo actuado por Jesús en la Última Cena, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús; es decir, en cada Santa Misa, la Iglesia hace, por medio del sacerdote ministerial, lo que Jesús hizo en la Última Cena, convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, confeccionar, en el Altar Eucarístico, el Santísimo Sacramento del Altar, la Sagrada Eucaristía.

         “Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. En la Última Cena, que es la Primera Misa de la historia, Jesús instituye dos grandes Sacramentos, el Sacramento del Orden y el Sacramento de la Eucaristía, con el fin de cumplir su promesa de quedarse entre nosotros “todos los días hasta el fin del mundo”. Y esto lo hace Jesús movido por un solo motor, el Divino Motor del Amor: no lo hace por necesidad y tampoco por obligación, sino por amor y sólo por amor, lo cual tiene una repercusión de orden práctico en nuestra vida espiritual, ya que si es verdad lo que el adagio dice: “Amor con amor se paga”, entonces nosotros debemos asistir a la Santa Misa, renovación del sacrificio de la cruz y de la Última Cena, no por necesidad ni obligación, sino por amor a Jesucristo; debemos recibir la Eucaristía no por costumbre o mecánicamente, sino con el corazón lleno de amor, o al menos, con el corazón “contrito y humillado” y además abierto al amor, para que Jesús lo colme con su amor, el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         Una consecuencia de no entender esto la vemos en la actitud de Judas Iscariote, quien acude a la Última Cena, la Primera Misa, movido no por el amor a Jesús, sino por el amor al dinero que, en última instancia, es rendición a Satanás, como queda demostrado en el Evangelio, ya que Judas Iscariote es poseído por Satanás, según la Sagrada Escritura: “Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. Quien no ama a Jesús Eucaristía, termina siendo dominado por sus pasiones carnales y terrenas, representadas en el bocado que toma Judas, y termina siendo poseído por el demonio, también como Judas. Judas no comulga la Eucaristía, sino el “bocado”, símbolo de la gula, de la satisfacción de los apetitos terrenos. Esto sucede porque no hay término intermedio: o se está en el seno del Cenáculo, el interior de la Iglesia Católica, palpitando con el Sagrado Corazón Eucarístico, o se sale del seno de la Iglesia al exterior, en donde “es de noche”, es decir, en donde viven las tinieblas vivientes, como hace Judas Iscariote.

         Otro aspecto a considerar en la Última Cena es el Lavatorio de pies por parte de Jesús a los discípulos, una tarea humillante, reservada a los esclavos. Jesús lava los pies a los discípulos, hace una tarea reservada a los esclavos: como en ese tiempo las únicas rutas empedradas eran las que los romanos habían construido, la gran mayoría de las calles eran de tierra y como usaban sandalias, los pies se ensuciaban, por lo que había que lavarlos, pero era una tarea considerada humillante y reservada a los esclavos. Jesús se humilla una vez más, para demostrarnos su amor y para que nosotros, que somos soberbios y orgullosos, al recordar cómo Él se humilló por nosotros, también nosotros nos humillemos por Él y abajemos nuestro orgullo y nuestra soberbia. Mientras no estemos dispuestos a literalmente lavar los pies a nuestro prójimo, por su bien, incluido el prójimo que nos quiere quitar la vida –Jesús lavó los pies de Judas Iscariote- no podemos llamarnos cristianos; mientras un atisbo de soberbia y de orgullo asome en nuestros actos, no podemos llamarnos discípulos del Señor Jesús, que se humilló haciendo una tarea de esclavos. Mientras pretendamos ser los mandamás y que todos reconozcan con aplausos lo poco o nada que hacemos, no podemos llamarnos discípulos de tan admirable Señor. Si Él, siendo Dios Hijo encarnado, se humilló hasta el punto de lavarles los pies a sus discípulos, haciendo una tarea propia de esclavos, mientras nosotros no hagamos lo mismo, tarea propia de esclavos, no podemos llamarnos cristianos.

“Sabiendo Jesús que había llegado la Hora de pasar de ese mundo al Padre (…) los amó hasta el fin”. El Motor de la Pascua de Jesús es el Amor Divino; es el que lo impulsa a morir en la Cruz para cumplir el “Pésaj”, el “Paso” de este mundo al otro, de este mundo al seno del Padre; es el Amor el Motor que lo impulsa a crear el Sacerdocio Ministerial, para así participar de su poder sacerdotal a los sacerdotes varones, de manera que estos puedan, con el poder divino, convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre, perpetuando el Memorial de su Pasión, la Sagrada Eucaristía, para quedarse en el seno de su Iglesia y en los corazones de los fieles “todos los días, hasta el fin del mundo”. No seamos tardos y necios en acudir a la Hora Santa, la Hora de la Pasión, de la Renovación Incruenta y Sacramental de la Pasión, la Santa Misa, cada vez que esta se celebre, pues cada vez que se celebra la Santa Misa, se celebra nuestra Pascua, nuestro “Pésaj”, nuestro “Paso” anticipado a la eternidad, toda vez que comulgamos el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.

 


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