viernes, 10 de abril de 2020

Martes de la Octava de Pascua



(Ciclo A – 2020)

“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20, 11-18). Cuando Jesús resucitado se le aparece a María Magdalena, la discípula se encuentra agobiada por la tristeza, la cual se expresa en el llanto que la invade. La razón de su llanto es que ella piensa que Jesús no solo no ha resucitado, sino que continúa muerto y que el cadáver de Jesús ha sido transportado fuera del sepulcro por algún desconocido. La causa última de la tristeza y el llanto de María Magdalena es su fe, débil y vacilante como una pequeña llama de una candela, en las palabras de Jesús: Él había prometido resucitar al tercer día, cumplió con esta promesa y ahora se encuentra delante de ella, pero ella sigue sin creer en sus palabras. Por esto llora María Magdalena: porque a pesar de amar a Jesús, no termina de creer en las palabras de Jesús, cree que está muerto y que no ha resucitado.
Pero este estado de tristeza y llanto cambian radical y substancialmente luego del encuentro personal de María Magdalena con Jesús resucitado: a pesar de preguntarle la causa de su llanto, Jesús sabe ya la respuesta, sabe que es por la débil fe de su discípula. Por eso, lo que hace Jesús es infundirle el Espíritu Santo, el cual le permitirá a María Magdalena no sólo reconocer a Jesús llamándolo “Rabboní” o “Maestro”, sino que le comunicará de la misma alegría divina, una alegría sobrenatural que brota del Ser divino trinitario de Jesús. La alegría que comunica el Espíritu Santo no es, evidentemente, una alegría de origen mundano, sino divino y sobrenatural, porque hace al alma partícipe del Ser divino trinitario, el cual es la Alegría Increada en sí misma, según las palabras de Santa Teresa de los Andes: “Dios es Alegría infinita”.
El Espíritu Santo, infundido por Jesús en María Magdalena, la ilumina primero en su intelecto, de manera tal que María Magdalena ya no sólo no lo confunde más con el jardinero, como al inicio del encuentro con Jesús, sino que es capaz de reconocer, ahora sobrenaturalmente, a Jesús resucitado. Y luego del conocimiento de Jesús resucitado, viene la alegría, que es, como dijimos, participación en la alegría sobrenatural del Ser divino. Sin esta luz del Espíritu Santo, el alma es incapaz de reconocer a Jesús resucitado: piensa que Jesús está muerto -al igual que María Magdalena al inicio- y por lo tanto se hace incapaz de participar de la alegría divina.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. Muchas veces, en la vida cotidiana, al dejarnos arrastrar por las situaciones existenciales, perdemos de vista la resurrección de Jesús y es entonces cuando invade al alma la tristeza e incluso el llanto. Sólo cuando Jesús resucitado, desde la Eucaristía, nos infunde el Espíritu Santo, sólo entonces el alma se desprende de la tristeza de una vida con un horizonte puramente humano, para elevarse y alegrarse con la alegría misma de Dios Trino, alegría que se deriva de saber que Jesús ha resucitado y que Él nos espera en el Cielo para allí comunicarnos, de manera plena y definitiva, su Alegría, la alegría misma de Dios Hijo, encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación.

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