(Ciclo
B – 2021)
“Alegraos” (Mt 28, 1-10). La primera
palabra pronunciada por Jesús resucitado invita al alma a la alegría: “Alegraos”,
les dice a las santas mujeres de Jerusalén. Ellas habían ido acongojadas,
apenadas, entristecidas, porque en sus ojos, en su memoria, en sus mentes y en
sus corazones estaban todavía vivas y frescas las escenas dolorosas y penosas
del Viernes Santo; no solo todavía recordaban el dolor y la tristeza de ver a
Jesús flagelado, crucificado y muerto en la cruz, sino que ese dolor y esa
tristeza era lo único que ellas podían experimentar. El dolor y el llanto por
la muerte de Jesús en el Viernes Santo, más las penas y las lágrimas del luto y
del duelo del Sábado Santo, embargaba sus mentes y sus corazones, al punto tal
que no podían experimentar otra cosa que tristeza, dolor y amargura.
Pero cuando Jesús, resucitado y glorioso, se les aparece en
las primeras horas del Domingo de Resurrección, les da una orden, que se
alegren: “Alegraos”. En un instante, ante la orden de Jesús y ante la
contemplación de su figura gloriosa y resucitada, resplandeciente con la luz
divina, el dolor y la tristeza, el llanto y la amargura del Viernes Santo y del
Sábado Santo desaparecen, para dar paso a una alegría desbordante. Las santas
mujeres, sin siquiera saber lo que les sucede, obedecen a Jesús ante su orden: “Alegraos”.
Jesús les manda alegrarse y ellas obedecen, pero no se trata de una alegría
fingida, ni forzada; no se trata de una alegría que se origine en las
realidades de este mundo. Precisamente, porque es una alegría que no se origina
en este mundo, es que ellas se alegran. Este mundo solo presentaba para ellas
dolor, tristeza y llanto; ahora, ante la vista de Jesús resucitado, experimentan
algo desconocido, una alegría desconocida. ¿De qué alegría se trata? Se trata
de una alegría celestial, sobrenatural, divina, originada en Dios Uno y Trino,
quien es la Alegría Increada en Sí misma y la causa de toda alegría santa,
participada por las creaturas, sean hombres o ángeles. Santa Teresa de los
Andes dice que “Dios es Alegría infinita” y es así, porque como dijimos, Él es
la Alegría Increada. ¿Qué alegría provoca Jesús? Jesús nos concede su misma
alegría, la alegría que reina en su Sagrado Corazón, que es la Alegría de Dios,
que es Dios, que es Alegría en Sí misma. La alegría que produce al alma ver a
Jesús resucitado se debe a diferentes causas: es la alegría de saber que Jesús,
al resucitar, venció para siempre a nuestros tres grandes enemigos, los
enemigos mortales de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte; es la
alegría de saber que esos tres grandes enemigos, al ser vencidos por Jesús, ya
no tienen poder sobre nosotros: por la gracia de Jesús, el Demonio huye del
alma que está en gracia; por la gracia de Jesús, el alma que está en gracia no
cae si es fiel a la gracia; por la gracia de Jesús, la muerte se convierte en
un mero umbral que conduce al Reino de los cielos, porque quien muere en gracia
pasa, a través de la muerte, a ser glorificado en los cielos. La alegría que
produce Jesús es la alegría de saber que aunque somos pecadores y débiles, nos
asiste su gracia, para que no caigamos en la tentación y así acrecentemos cada
vez más la gracia, que luego se convertirá en gloria. La alegría que produce
Jesús es la alegría de saber que, aunque la muerte nos separe de nuestros seres
queridos, somos hechos partícipes, por la gracia, de su Resurrección y sí,
aunque hayan muerto nuestros seres queridos y aunque nosotros mismos hayamos de
morir, nos queda la firme esperanza de que por su gracia y su misericordia nos
reencontraremos, para ya nunca más separarnos, en la felicidad eterna del Reino
de los cielos. La alegría que produce Jesús es saber que, aunque el Demonio
causa terror y espanto en las almas, ya no tiene poder sobre la humanidad que
está en gracia y que ante un alma en gracia, huye como un animal aterrorizado. La
alegría que produce Jesús es la de saber que esta vida terrena, que es un “valle
de lágrimas”, que está llena de tribulaciones, de dolores, de enfermedad y de
muerte, dará paso a la gloria eterna del Reino de los cielos, cuyas puertas han
sido abiertas para nosotros gracias a la Sangre del Cordero derramada en la
Santa Cruz del Calvario el Viernes Santo.
Por último, la alegría que produce Jesús es la de saber que,
aunque aun vivimos en este valle de lágrimas y tribulaciones, tenemos el
consuelo de su Presencia Sacramental, en la Sagrada Eucaristía, en donde Jesús
está vivo, glorioso y resucitado, esperándonos en el Sagrario para comunicarnos
de su misma Alegría, para darnos la alegría de saber que “estos hierros y estos
dolores”, como grafica Santa Teresa de Ávila a esta vida y a este cuerpo terrenos,
serán sublimados un día en un cuerpo y un alma glorificados, si perseveramos en
gracia y si morimos en gracia.
“Alegraos”, les dice Jesús a las Santas Mujeres de
Jerusalén; “Alegraos”, nos dice Jesús desde la Eucaristía a nosotros, el Nuevo
Pueblo Elegido, que peregrina por el desierto de la historia y de la vida
humana hacia la Jerusalén celestial. Jesús viene a nuestro encuentro en la
Eucaristía, vayamos nosotros a buscarlo en el Sagrario, en la Eucaristía, para
recibir de Él la Alegría divina, eterna, sobrenatural, celestial, de su Sagrado
Corazón Eucarístico, para luego transmitir esta alegría a nuestros hermanos,
diciéndoles: “¡Alegrémonos! ¡Jesús ha resucitado, está vivo y glorioso en la
Eucaristía, y nos espera en el Sagrario para darnos la Alegría de su Sagrado
Corazón Eucarístico!”.
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