“La
mano de Dios estaba con él” (Lc 1,
57-66). El nacimiento del Bautista está acompañado de grandes signos que
provocan la admiración de sus contemporáneos y en realidad es así, puesto que
el Evangelio lo confirma: “La mano de Dios estaba con él”. La razón por la cual
Dios acompaña al Bautista desde su nacimiento es que él ha de ser el último
profeta del Antiguo Testamento, que anunciará la Llegada del Mesías: el
Bautista es el Precursor del Salvador de los hombres; es el que anuncia a los
hombres que la salvación ha llegado en la Persona de Jesús de Nazareth; es el que
verá al Espíritu Santo descender sobre Jesús y es el que dará a Jesús un nombre
nuevo, jamás dado antes: “el Cordero de Dios”. Por todo esto, el Bautista es
alguien especial, no solo por su parentesco biológico con el Redentor, sino
ante todo por su misión de anunciar la Llegada en carne del Mesías y de
predicar la conversión del corazón para recibir la gracia santificante del
Mesías. El Bautista habrá de sellar con su sangre, muriendo mártir por Cristo,
por la Verdad que él proclama en el desierto: Jesús, el Hombre-Dios, ha venido
en carne y es El que ha de salvar al mundo del pecado, del demonio y de la
muerte y es el que ha de conducir a los hombres nacidos de la gracia, al Reino de
Dios.
“La
mano de Dios estaba con él”. La vida y la misión del Bautista no deben ser algo
ausente o distante en la vida del cristiano: por el contrario, el cristiano
debe conocer a fondo lo que el Bautista hizo y dijo y conocer también su muerte
martirial, porque todo cristiano está llamado a ser un nuevo bautista, que
predique en el desierto de la historia y del tiempo humanos la Llegada del
Mesías, pero ya no de la Primera, como lo hacía el Bautista, sino de la Segunda
Llegada en la gloria; además, el cristiano debe predicar al mundo la Venida Intermedia
del Señor Jesús, su descenso desde los Cielos a la Eucaristía, en la Santa
Misa, por el milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre
del Cordero. Y, al igual que el Bautista, el cristiano católico debe estar
dispuesto a derramar martirialmente su sangre, en testimonio de la Venida
Eucarística del Señor y en testimonio de su Segunda Venida en la gloria.
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