jueves, 13 de diciembre de 2012

“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”



(Domingo III - TA - Ciclo C – 2013)
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 10-18). El Bautista da la clave de porqué en este tercer Domingo de Adviento la Iglesia cambia sus ornamentos y su espíritu, de morado, que significa penitencia, al rosado, que significa alegría: el Mesías traerá para los hombres un bautismo nuevo, un bautismo del cual el suyo, en agua, era solo una figura, porque bautizará con “Espíritu y fuego”. El Mesías habrá de bautizar al alma del hombre no con agua, como lo hacía el Bautista, sino con el mismo Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que es fuego de Amor divino, por eso dice el Bautista que bautizará “en Espíritu Santo y fuego”.
         La diferencia entonces con el bautismo de Juan el Bautista es notoria: mientras Juan el Bautista bautiza con un bautismo de agua, para el que se predica la necesidad de la conversión –por eso los consejos del Bautista: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; y el que tenga qué comer, haga otro tanto (…) No exijan más de lo estipulado; no extorsionen; no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo”-, pero se trata de una conversión meramente moral, puesto que aún recibiendo el bautismo de Juan el hombre sigue igual en su interior, sin nada que lo haga partícipe de la bondad divina, el bautismo con el que habrá de bautizar el Mesías, bautismo “en Espíritu y fuego”, sí produce un cambio en el hombre, que no es meramente moral, porque infunde en el hombre la gracia divina, que es participación a la vida divina, lo cual quiere decir que lo hace partícipe de la misma bondad divina. En otras palabras, mientras que por el bautismo de Juan el Bautista si el hombre se convertía, esto era solo un cambio moral, un cambio de conducta, un cambio de estilo de vida –el hombre se vuelve más bueno, más honesto, para recibir al Mesías-, por el bautismo del Mesías, el hombre será hecho partícipe de la bondad misma de Dios, porque participará de su misma vida divina. Esto no quiere decir que, con el bautismo sacramental, el hombre adquiera automáticamente la bondad de Dios, ya que es un dato de la experiencia cotidiana que la inmensa mayoría de los bautizados no son buenos, en el sentido de vivir la bondad al extremo de la Cruz; el adquirir por participación la vida divina, no exime al hombre de tener que actuar libremente, eligiendo a cada momento de su obrar, entre su propia tendencia natural, inclinada a la concupiscencia y al mal, o la tendencia al Bien, en la Voluntad divina. El ejemplo de cómo el corazón humano ha sido cambiado por la gracia al punto tal de participar de la bondad misma de Dios, son los santos, en cuyas vidas, signadas por las obras de la misericordia, se ve que es Dios mismo, Ser de Bondad infinita, quien actúa a través de ellos. En los santos sí se puede ver la transformación que el Espíritu Santo produce en el corazón del hombre, porque como es fuego de Amor divino, enciende los corazones en ese fuego y ese fuego encendido los lleva a obrar las obras de misericordia al extremo de la caridad de la Cruz. Por el contrario, si ese fuego, que es donado como en germen en el bautismo, no es alimentado con obras buenas, el Espíritu Santo infundido por el Mesías nada puede hacer, y el alma así no se santifica en el bien.
         La diferencia entre el bautismo de Juan el Bautista, y el bautismo del Mesías, que es Jesús, que viene a este mundo como un Niño recién nacido, envuelto en pañales, consiste en que mientras el Bautista bautizaba con agua material, que lo único que hacía era correr desde la cabeza hacia abajo, por todo el cuerpo, pero no provocaba ningún cambio en lo profundo del hombre, el Mesías bautiza con el Espíritu Santo, que penetrando en lo más profundo del ser y del corazón del hombre a través del agua bautismal y de la fórmula de la consagración, provoca una conversión profunda y radical del corazón, orientándolo, desde la posición en dirección descendente en la que se encontraba, hacia una nueva posición, la posición ascendente, dejando así de mirar a las cosas bajas y terrenas, para comenzar a mirar al Sol de justicia, Jesucristo, Dios eterno, como hace el girasol cuando termina la noche y comienza el día.
“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El motivo de la alegría de la Iglesia en el tercer domingo de Adviento, alegría expresada por el cambio del color de los ornamentos litúrgicos, está en la frase de Juan el Bautista: “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”, porque esto significa que el hombre habrá de recibir no una mera regla externa de normas morales, los Mandamientos, para simplemente cambiar el comportamiento externo: con el Espíritu Santo que habrá de recibir en el bautismo del Mesías, el hombre recibirá la vida misma de Dios, vida que es absolutamente incomprensible e inabarcable en sus misterios sobrenaturales, en su alegría infinita, en su dicha sin fin, en su gozo eterno, en sus felicidades interminables, en sus bienaventuranzas eternas.
“Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. El Espíritu Santo con el que bautizará el Mesías, el mismo Espíritu que se derrama a través de los sacramentos, es fuego de Amor divino, fuego que es Amor celestial, que inflama los corazones en el Amor de Dios: así como el fuego hace arder al instante la hierba seca, así el Espíritu Santo incendia el alma, si esta está dispuesta, en el Amor divino; el Espíritu Santo es un río de Amor purísimo, que hace olvidar al hombre cualquier otro amor que no sea el de Dios, y hace que el hombre quede extasiado en la contemplación de la belleza inabarcable del Ser trinitario. El Espíritu Santo es fuego que abrasa, que quema, que purifica, y así como el fuego del herrero penetra en el hierro y lo vuelve incandescente, y lo transforma, de metal duro, negro y frío, en sí mismo, en algo nuevo, que se parece al fuego, porque el hierro se vuelve incandescente, maleable y transmite el calor que le transmitió el fuego, así el Espíritu Santo, penetrando el corazón del hombre, negro y frío como el hierro y duro como una roca, lo convierte en un nuevo corazón, en un corazón que se asemeja al Sagrado Corazón de Jesús, porque es un corazón que se vuelve incandescente al estar envuelto en las llamas del Amor divino, y de duro que era se ablanda ante las necesidades del prójimo, y de frío que era, comienza a irradiar el calor de la caridad de Cristo, que es Amor de Cruz, Amor más fuerte que la muerte.
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Si el vehículo del bautismo de Juan en el Jordán era el agua, el vehículo del Espíritu Santo, fuego de Amor divino, será la Sangre derramada del Mesías, la Sangre que se efunde desde su Corazón traspasado en la Cruz, y por eso quien se arrodilla ante Cristo crucificado es bañado con su Sangre y es regenerado en el fuego del Espíritu Santo. Quien se postra en adoración ante Cristo crucificado, recibe la gracia de la conversión, que le permite decir, con un corazón renovado: “Jesús en la Cruz, Jesús en la Eucaristía, es el Hijo de Dios, y no hay otro Dios que Cristo Jesús, el Dios de la Cruz, el Dios del sagrario”.
         “Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego”. Porque el Niño de Belén es el Mesías que ha venido a traer el Espíritu Santo, Espíritu que convertirá los corazones, de negros y fríos carbones en carbones encendidos en el Amor divino, Espíritu que infundirá la vida y la alegría divinas en las almas, Espíritu que comunicará al hombre el mismo Amor de la Trinidad, Espíritu que luego de la muerte arrebatará al cielo a las almas de los que amen a Cristo, para que se alegren con una alegría eterna, por todo esto, es que el tercer domingo de Adviento es Domingo de Alegría.

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