“Tocamos
la flauta y no cantaron, lloramos y no hicieron duelo” (Lc 7, 31-35). Los jóvenes
de los que habla Jesús en el Evangelio, que critican tanto al Bautista como a
Jesús –al Bautista, por su penitencia; a Jesús, porque come y bebe-, son los
fariseos[1], a
los que nada de lo que Él hace, les viene bien; pero trasladados a nuestros
días, representan a aquellos que, en la Iglesia, critican a sus pastores con
mala fe: si hacen alguna actividad, porque la hacen; si no la hacen, porque no
la hacen.
Son
aquellos de crítica fácil, de lengua mordaz, de corazón turbio, que no han
aprendido a amar ni a Dios ni al prójimo; que no han aprendido que el que juzga
a los sacerdotes es Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y que en todo caso, antes
de la crítica feroz y despiadada, deben más bien orar y ofrecer sus
sacrificios, penitencias y ayunos por los sacerdotes, pidiendo la conversión,
si es el caso.
Pero
también representan al mundo, ateo y anticristiano, en su relación con la
Iglesia: si interviene en algún asunto, no debería hacerlo; si no lo hace,
debería hacerlo.
Tanto
si representan a un laico –o a un sacerdote-, de lengua bífida y mordedura
venenosa, como al mundo, en su ataque despiadado al sacerdote y/o a la Iglesia,
tienen por motor un único ser: el Ángel caído, el Príncipe de las tinieblas,
puesto que llevan su sello característico: división, maledicencia, mentira,
calumnias.
Pero
gracias a Dios, como dice Jesús, “la Sabiduría ha sido vindicada”, es decir,
hay quienes sí se comportan y hablan como verdaderos hijos de la luz, como
verdaderos hijos de Dios, ya que reconocen la mano de Dios donde se manifiesta,
tanto si ayuna, como Juan, o si come y bebe con los pecadores, como Cristo.
[1] Cfr. Orchard et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo
III, Editorial Herder, Barcelona 1956, 600.
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