El Niño de Belén. Los ángeles les habían dicho a los
pastores que la señal de que les había nacido un Salvador, sería que
encontrarían a un Niño recostado en un pesebre: “os ha nacido hoy, en la ciudad
de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Y esto os servirá de señal:
hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11-12). La señal de que ha llegado
a los hombres un Salvador, es un Niño recién nacido, recostado en un pesebre. Sin
este anuncio angélico y sin mediar el conocimiento de la fe, quien observa la
escena del Pesebre de Belén, ve solamente a un niño, uno más entre otros,
rodeado por su madre y su padre.
Sin
embargo, ese Niño no es un niño más entre tantos: es Dios Hijo encarnado, la
Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Palabra consubstancial del Padre,
la Luz eterna que procede eternamente del seno eterno del Padre, que es el
origen y la Fuente Increada de la luz, por eso es que en el Credo, la Iglesia
proclama su fe de esta manera: “Dios de Dios, Luz de Luz”; el Niño recostado en
el Pesebre es Dios en Persona, Dios Hijo en Persona, no un niño más entre
tantos, porque es el cumplimiento de las profecías mesiánicas: “Una Virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios
con nosotros” (Is 7, 14).
Y
cuando el Ángel Gabriel le anuncia a María la Encarnación, el evangelista dice
explícitamente que se trata de la realización de esta promesa: “Todo sucedió
para que se cumpliera la profecía: una virgen concebirá y dará a luz un hijo,
que será llamado “Emmanuel”, que significa “Dios con nosotros”. Este Niño es el
cumplimiento de la promesa dada por el mismo Dios en Persona, al inicio de los
tiempos, inmediatamente después de la caída de Adán y Eva: es “la descendencia de
la Mujer –la Virgen- que le “aplastará la cabeza” a la Serpiente Antigua, el
Gran Orgulloso y Soberbio: Y pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu
simiente y su simiente; él te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el
calcañar” (Gn 3, 15).
Ese
Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerque, en busca de ternura
y amor, como hace todo niño recién nacido, es Dios Hijo en Persona, es quien
extenderá luego sus brazos en la cruz, para abrazar a toda la humanidad y
conducirla al seno del eterno Padre. Ese Niño, que nace en Belén, “Casa de Pan”,
es quien donará luego, en la cruz primero y en la Santa Misa después, su
Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como Pan de Vida eterna, como Pan
Vivo bajado del cielo, como Eucaristía. Ese Niño, a quien van a adorar los
pastores y los Magos, es Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la
Eucaristía y que en la Eucaristía se dona como el Verdadero Maná bajado del
cielo.
La
contemplación del Niño de Belén no puede nunca quedar en un mero recuerdo de un
hecho pasado, porque ese Niño de Belén, llamado “Emmanuel”, “Dios con nosotros”,
por los profetas, por los ángeles y los santos, es también en la Eucaristía el “Emmanuel”,
“Dios con nosotros”, un Dios que, así como en el Pesebre extendía sus bracitos
de niños como signo de su deseo de abrazarnos y darnos su Amor, en la
Eucaristía nos entrega realmente todo
el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.
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