“El
Hijo a quien Dios envió tiene el Espíritu sin medida” (cfr. Jn 3, 31-36). Jesús anticipa la
revelación de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, por un lado, y
también el don del Espíritu Santo, para Pentecostés, por otro, porque será Él,
el Enviado del Padre, el Dador del Espíritu Santo, luego de cumplir su misterio
pascual de Muerte y Resurrección: “El que Dios envió dice palabras de verdad, porque
Dios le da el Espíritu sin medida”. Y a su vez, será el don del Espíritu Santo,
insuflado por el Hijo resucitado –en conjunto con el Padre-, quien concederá la
Vida eterna a los integrantes de la Iglesia que crean que Jesús es el Hijo del
Padre: “El que cree en el Hijo tiene Vida eterna”.
Tanto
el don del Hijo, como el don del Espíritu Santo, forman parte del plan de
salvación ideado por el Padre y puesto en marcha en la Encarnación y llevado a
cabo en la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Todo ha sido puesto en las
manos del Hijo, y puesto que las manos del Hijo están clavadas al leño
ensangrentado de la cruz, atravesadas por dos gruesos clavos de hierro, quien
quiera salvar su alma, no puede hacer otra cosa que ponerse en las manos de
Jesús crucificado y dejar ser purificado con su Sangre, la Sangre Preciosísima
del Cordero “que quita los pecados del mundo”. Quien se niegue a hacerlo,
ineludiblemente se aparta de la Divina Misericordia, para colocarse, de modo
voluntario, bajo la Justicia Divina: “El que se niega a creer en el Hijo no
verá la Vida, sino que la ira de Dios pesará sobre Él”. La razón es que Cristo
crucificado es la Misericordia Divina encarnada, que se ofrece sin medidas a
los hombres, no solo para perdonarles sus pecados –el primero de todos, el
deicidio cometido al dar muerte al Hombre-Dios en la cruz-, sino para
concederles la filiación divina por medio del don del Espíritu Santo, infundido
con la Sangre brotada a través del Corazón traspasado, y si alguien rechaza
este don de perdón y de vida divina, no tiene ninguna otra posibilidad de
salvación para su alma. Quien libre y voluntariamente rechaza a la Divina
Misericordia, debe enfrentar, por sí mismo, a la Justicia Divina: “El que se
niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesará sobre
Él”.
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