(Ciclo A – 2014)
“Reciban
el Espíritu Santo” (Jn 20, 19-23).
Jesús resucitado se aparece a los discípulos y sopla sobre ellos el Espíritu
Santo. El soplo del Espíritu Santo es el culmen de su misterio pascual de
Pasión, Muerte y Resurrección. Jesús, el Verbo del Padre, ha venido a la tierra
para esto: para donar el Espíritu Santo, el Don de dones, el Amor de Dios, la Persona-Amor de la Trinidad , el Amor
substancial que une a las Personas del Padre y del Hijo en la eternidad, y ha
venido para donarlo a los hombres, a todos y a cada uno de ellos, como don
gratuito, libre, inmerecido, impensado, imposible de dimensionar en su
increíble grandeza y majestad. Jesús es el Hombre-Dios, y en cuanto Hombre y en
cuanto Dios, espira el Espíritu Santo, junto al Padre, en el tiempo y en la
eternidad, y este soplo de Amor divino es un soplo de Amor, que es al mismo
tiempo un soplo de Fuego que enciende las almas en las llamas del Amor
trinitario, porque el Espíritu de Dios es un Espíritu que es Fuego y es un
Fuego que es Amor Puro, Amor perfectísimo, Amor ardentísimo, Amor de caridad
divina que convierte al alma, de carbón negro y tizón humeante, en brasa
ardiente e incandescente, que ilumina todo a su alrededor con la luz de la
gracia divina y todo lo ama con el Amor de Dios, en Dios, por Dios y para Dios.
“Reciban
el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los
perdonen y les serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. El don del
Espíritu Santo actúa en el alma de los bautizados, convirtiéndolos en brasas
ardientes de caridad divina, en el sacramento de la penitencia, en el momento
en el que el penitente se acusa de sus pecados, porque el pecado es ausencia de
amor, mientras que el Espíritu Santo es Amor en Acto Puro, que extra-colma de
amor divino al alma, llenándola de aquello que le falta, el Amor. Al conferir
el poder de perdonar los pecados, Jesús concede a la Iglesia la potestad de no
solo borrar de las almas el efecto de la ausencia del amor, que es el pecado,
sino que le concede algo que supera con creces esta deficiencia y que es
inimaginable e inconcebible para la creatura: Jesús concede, por medio del
sacerdocio ministerial, el don de colmar a las almas del Amor divino, porque al
recibir el perdón de sus pecados, Dios colma al pecador de su Amor y
Misericordia, lo cual excede el mero perdón. El sacramento de la confesión
constituye, entonces, la gloriosa manifestación de la Misericordia Divina ,
que ejerce sobre el alma del pecador su más contundente triunfo, al llenarla de
sí misma, es decir, colmando el vacío de amor, consecuencia del pecado, con el
Amor divino concedido en el perdón sacramental.
“Reciban
el Espíritu Santo”. Sin embargo, existe aún otra manifestación del Don del
Espíritu Santo, en donde se despliega también con plenitud el Amor trinitario
obtenido por el sacrificio de Jesús en la cruz, y es en el altar eucarístico,
porque allí el Espíritu es soplado por Jesús a través del sacerdote
ministerial, para obrar el milagro de la transubstanciación y convertir, de esa
manera, la substancia del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre , el Alma y la Divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo. Jesús sopla el Espíritu Santo sobre el pan y el vino en el
altar eucarístico, para vaciarlos de sus substancias inertes y para llenarlos
de sí mismo y del Espíritu Santo, de modo que los que se alimenten del Pan del
Altar, sean alimentados con la substancia del Cordero, y beban, del Costado
traspasado del Cordero, el Espíritu que mana a borbotones con la Sangre , Espíritu que es
Sangre y que es Fuego de Amor divino a la vez, Espíritu que embriaga de Amor
divino al que lo bebe con fe, con piedad, con temor sagrado y con amor.
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