(Ciclo
C – 2016)
“Pusieron una inscripción encima de su cabeza: ‘Éste es el
rey de los judíos’” (Lc 23, 35-43). Al finalizar
el ciclo litúrgico, la Iglesia celebra a Cristo Rey. ¿Dónde reina este Rey?
Cristo reina en los cielos eternos, porque Él es el Cordero de Dios, ante quien
se postran en adoración los ángeles y santos (cfr. Ap 5, 6); Cristo reina en la Eucaristía, porque la Eucaristía es
ese mismo Cordero de Dios, adorado por ángeles y santos, que es adorado en la
tierra y en el tiempo por quienes, reconociéndose pecadores, sin embargo lo
aman y se postran en adoración ante su Presencia Eucarística; Cristo reina en
la Cruz, y así reza el letrero puesto por Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los
judíos” (Lc 23, 35-43), y así lo
canta y proclama, con orgullo, la Santa Iglesia Militante: “Reina el Kyrios en el madero”. Pero Cristo Rey
quiere reinar en los corazones de los hombres, de todos los hombres del mundo,
de todos los tiempos, y es por eso que quiere ser entronizado en sus corazones.
Él es el Rey del Universo visible e invisible, y todo está en sus manos, pero
lo que más desea es el corazón y el amor de los hombres, tal como se lo dijo a
Santa Gertrudis: “Nada me da tanta delicia como el corazón del hombre, del cual
muchas veces soy privado. Yo tengo todas las cosas en abundancia, sin embargo,
¡cuánto se me priva del amor del corazón del hombre!”[1]. Cristo
Dios se deleita, no con los planetas ni las estrellas, y ni siquiera con los
ángeles, sino con el amor de nuestros corazones, pero se ve privado de ese
deleite cuando su trono, que es nuestro corazón, está ocupado por alguien o
algo que no es Él. Jesús quiere ser entronizado como Rey en nuestros corazones,
pero antes debe el hombre humillarse ante Jesús y reconocerlo como a su Dios,
su Rey y Salvador, como único modo de poder desterrar de su corazón a los
ídolos mundanos, el materialismo, el hedonismo, el relativismo, y el propio yo,
que ocupan el lugar que en el corazón humano le corresponde solamente a Cristo
Rey.
Nuestro Rey, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, el Cordero de
Dios, reina en los cielos, reina en la Cruz, reina en la Eucaristía, y quiere
reinar en nuestros corazones, pero para que Él pueda reinar en nuestros
corazones, debemos ante todo destronar a los falsos ídolos entronizados por
nosotros mismos y que ocupan el lugar que le corresponde a Jesucristo, y de
todos estos falsos ídolos, el más difícil de destronar es nuestro propio “yo”.
Este falso ídolo, que somos nosotros mismos, ocupa en nuestros corazones el
puesto que sólo le corresponde a Cristo Rey y nos damos cuenta de que reina
este tirano que es nuestro yo, cuando a los mandamientos de Cristo –perdona
setenta veces siete, es decir, siempre; ama a tus enemigos; sé misericordioso;
carga tu cruz de cada día; vive las bienaventuranzas; sé manso y humilde de
corazón-, le anteponemos siempre nuestro parecer, y es así que ni perdonamos ni
pedimos perdón; no amamos a nuestros enemigos; no cargamos nuestra cruz de
todos los días, no somos misericordiosos, no vivimos las bienaventuranzas,
somos soberbios y fáciles a la ira y el rencor. De esa manera, demostramos que
quien reina y manda en nuestros corazones somos nosotros mismos, y no Cristo
Rey, que por naturaleza, por derecho y por conquista, es nuestro Rey.
Al conmemorar a Cristo Rey del Universo, por medio de la
Solemnidad litúrgica, para asegurarnos de que verdaderamente nuestros labios
concuerdan con nuestro corazón, destronemos a los falsos ídolos que hemos
colocado en nuestros corazones, el más grande de todos, nuestro propio “yo” y
luego sí postrémonos delante de Cristo Rey en la Cruz y en la Eucaristía, adorándolo,
dándole gracias y amándole con todo el amor del que seamos capaces. Sólo así
daremos a Nuestro Rey, Jesús Eucaristía, el honor, la majestad, la alabanza, la
adoración y el amor que sólo Él se merece.
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