(Domingo
de Ramos - Ciclo C – 2013)
Jesús entra triunfante en Jerusalén, montado en una cría de
asno. La multitud lo aclama, exultante de alegría, y le canta hosannas, vivas y
aleluyas. A su paso, los niños y los jóvenes le tienden palmas y agitan ramos
de olivos, en señal de que en Jesús reconocen al Rey y Mesías, y en señal de
paz. Toda la ciudad de Jerusalén –mujeres, niños, adultos, ancianos- participa
de la alegría y del recibimiento festivo a Jesús. Toda la ciudad está
alborotada y alegre porque llega Jesús; todos están contentos y felices, y lo
expresan con cánticos de alabanza y con gritos de alegría, y eso es lo único
que se escucha en el aire: “¡Hosanna! ¡Aleluya! ¡Viva el Mesías y Rey!”. Están
allí todos los que han recibido algún milagro de sanación corporal, los que han
vuelto a ver, a oír, a hablar, a caminar; están los que han sido liberados, por
los exorcismos de Jesús, de la dolorosa y penosa presencia del demonio; están
los que han sido vueltos a la vida; lo que se han alimentado con panes y peces
en la multiplicación prodigiosa; los que se han alimentado con los frutos de la
pesca milagrosa; están los que han bebido el vino milagroso y exquisito de las
Bodas de Caná; están los que no han recibido milagros de curación física, pero
sí han recibido el don de la conversión del corazón, de la iluminación interior
por la luz de la gracia, al ver alguno de los portentosos milagros de Jesús.
El Domingo de Ramos están todos los habitantes de Jerusalén,
sin faltar ninguno; todos están alegres; todos recuerdan los milagros hechos a
su favor; todos reconocen en Jesús al Mesías, Rey y Salvador.
Sin embargo, lo más sorprendente de todo, es que esa misma
multitud –niños, jóvenes, adultos, ancianos-, que el Domingo de Ramos alaba,
ensalza, glorifica a Jesús, es la misma multitud que el Viernes Santo lo
insulta, lo desprecia, lo rechaza, prefiriendo a un malhechor, Barrabás, en
lugar suyo, y termina por crucificarlo.
¿Por qué se produce este cambio tan radical, entre el
Domingo de Ramos y el Viernes Santo? ¿Qué es lo que hace que una multitud
exultante y agradecida por la Presencia de Jesús, sólo unos pocos días después,
lo insulte, decida su crucifixión y lo lleve hasta el Calvario para darle
muerte?
La respuesta está en la libertad del hombre, y en el
misterio de iniquidad o injusticia que es el pecado, porque las dos multitudes,
la del Domingo de Ramos y la del Viernes Santo, representan dos estados del
alma, y esos estados dependen de la libertad humana que libremente elige el
bien o el mal.
La multitud que cambia radicalmente entre el Domingo de
Ramos y el Viernes Santo, en donde elige a un malhechor, Barrabás, en vez de a
Cristo Jesús, representa al alma cuando peca, cuando elige libremente el mal al
bien, cuando elige el pecado a la gracia, cuando elige cumplir los mandamientos
de Satanás y no los Mandamientos de Dios.
La multitud del Domingo de Ramos, por el contrario,
representa al alma en gracia, al alma que ha recibido innumerables dones,
prodigios, gracias, signos, mociones del Espíritu Santo y milagros de todo tipo
comenzando, solo por mencionar algunos, por la filiación divina en el Bautismo
sacramental, siguiendo por el perdón divino recibido en cada Confesión
sacramental, continuando por el Don de dones y el Milagro de los milagros que
es la Eucaristía, y finalizando por la incontable cantidad de dones materiales
y espirituales de todo tipo, recibidos a cada momento del día, que sólo nuestra
ceguera y nuestra desidia en reconocerlos impide darnos cuenta de ellos.
La multitud del Domingo de Ramos representa al alma que
elige a Cristo en vez del Demonio, el mundo y la carne; que recuerda sus
portentos y milagros y le agradece, y que lo reconoce, agradecida, como a su
Dios y Creador, Redentor y Santificador.
El alma en gracia canta hosannas y aleluyas a Cristo que
viene como Mesías, humilde, en una cría de asno, para entrar y tomar posesión,
como Rey, Mesías y Profeta, de la ciudad santa de Jerusalén, representación del
alma en gracia.
A su vez, el ingreso de Jesús en la ciudad de Jerusalén
representa también el momento de la comunión eucarística, realizada esta con
amor, con fe, con devoción, con intensa alegría, porque el alma que es
consciente de estar recibiendo al Rey de reyes y Señor de señores no puede más
que alegrarse en un estupor sagrado que desea que no finalice nunca.
Pero esa misma alma, si peca, trastoca sus alabanzas, las
del Domingo de Ramos, en griterío e insultos, los del Viernes Santo; trastoca
sus agradecimientos en desprecios; su amor en odio, su alegría en tristeza.
Cuando el alma elige pecar, cuando cede a la tentación, cualquiera que esta
sea, cuando no opone resistencia, cuando se deja arrastrar por las pasiones, se
convierte en la multitud que desconoce a Cristo como su Salvador, y grita con
todas sus fuerzas: “¡No eres mi Rey! ¡Guárdate tus mandamientos! ¡Mi rey es el
mundo y el demonio! ¡Muérete, y que tu sangre caiga sobre mi cabeza!”. El alma
que peca es como la multitud enardecida y enceguecida por el odio a Cristo Dios
en el Viernes Santo, que clama por su muerte, porque quiere seguir pecando, que
desconoce a Cristo como Rey y Mesías, para ungir al demonio como su siniestro
señor, y que pide que la Sangre de Jesús caiga sobre ellos, como signo que
confirma la decisión de pecar, asesinando al Cordero de Dios.
Así, el alma arroja a su Rey, Cristo, de su corazón, tal
como la multitud lo arrojó de Jerusalén, y lo crucifica nuevamente con sus
pecados, al mismo tiempo que su mente y su corazón se oscurecen, tal como ocurrió
el Viernes Santo, cuando luego de la muerte de Cristo, Jerusalén y el mundo se
vieron envueltas por densas tinieblas cósmicas, símbolo de las tinieblas espirituales
que se abaten sobre el pecador, como consecuencia de haber dado muerte con el
pecado al Sol de justicia, Cristo Jesús, el Hijo de Dios encarnado.
¿Cómo se encuentra nuestra alma? ¿En estado de gracia,
simbolizada en la multitud que canta agradecida a Cristo que entra triunfante
en Jerusalén? ¿O se encuentra en tinieblas, como la multitud que el Viernes
Santo da muerte al Hijo de Dios, el Mesías y Salvador?
Que
seamos la Jerusalén que recibe con amor y agradecimiento a Jesús Eucaristía, o
que lo repudiemos, como la multitud del Viernes Santo, depende de nuestra libre
elección. La Semana Santa, tiempo de gracia dado por Dios para que participemos
del misterio pascual de Jesús, debe conducirnos a la resolución de elegir
siempre la vida de la gracia, para que nuestro paso en la tierra sea como un
continuo Domingo de Ramos, que aclame a Cristo Jesús con las obras de
misericordia hechas en el Amor a Dios. Pero también el fruto de la Semana Santa
debe ser que elijamos la muerte antes que pecar, antes que formar parte de la
multitud del Viernes Santo.
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