Jesús entra en Jerusalén, y a su entrada, es recibido por el pueblo, que lo aclama como su Mesías y Rey (cfr. Mt 27, 11-54). Los que lo reciben con alegría, con cantos de júbilo y alabanza, son aquellos que presenciaron sus portentosos milagros, y muchos de ellos fueron sus beneficiarios. Se muestran alegres por lo que Jesús ha hecho por ellos: les ha curado sus enfermos, les ha dado la vista a los ciegos, ha hecho hablar a los mudos, oír a los sordos; ha resucitado sus muertos, ha expulsado demonios de los cuerpos que eran atormentados por ellos; ha perdonado sus pecados, como en el caso de la mujer adúltera, y en el caso del paralítico; ha multiplicado panes y peces, saciándoles el hambre del cuerpo; ha predicado
Los beneficios de Jesús para con el Pueblo Elegido son innumerables, imposibles de contarlos, tan grande es su número. Para con todos ha tenido palabras de bondad, de perdón, de misericordia; a nadie ha dejado sin escuchar y sin atender en sus peticiones; sobre todos ha derramado el Amor de Dios.
Los habitantes de Jerusalén parecen darse cuenta, súbitamente, de todos los beneficios que han recibido de Jesús, y recordando sus portentosos milagros, su prédica, su bondad, lo aclaman como al Mesías, como a su Rey y Salvador, tendiendo a su paso mantos, y aclamándolo con palmas.
El Domingo de Ramos, Jesús entra como manso y humilde Rey pacífico, montado en una asna, bendiciendo a todos con su mirada, aceptando, humildemente, el homenaje que le brindan.
Pero muy distinto será su ingreso unos días más tarde, cuando el mismo Pueblo cambie radicalmente su disposición hacia Él: si el Domingo de Ramos, a su entrada a Jerusalén, lo recibieron tendiendo mantos y agitando palmas a su paso, acompañando su paso con gritos de alegría y cantos de júbilo, el Viernes Santo, el Hombre-Dios saldrá de
Si el Domingo de Ramos Jesús experimentaba alegría, al ver en los rostros del Pueblo Elegido el agradecimiento sincero por sus beneficios, en el Viernes Santo, experimentará amargura, desazón, tristeza, llanto, dolor, al ver los rostros endurecidos en el odio deicida de aquellos a quienes había elegido para ser los destinatarios primerísimos de su Amor divino.
Quienes se habían acordado de sus beneficios el Domingo de Ramos, el Viernes Santo parecen no solo no haberlos recibido nunca, sino haber recibido de Jesús daño, agresión, mal trato, ofensas, maldiciones. Es inexplicable, desde el punto de vista racional, este giro, este cambio del Pueblo Elegido, que un día lo aclama, y días después lo condena a muerte, movidos por un odio deicida.
Este cambio inexplicable del corazón del Pueblo Elegido, es lo que lo lleva a Jesús, a preguntar, con amargura y tristeza, desde la cruz: “Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme” (Sal 50, 7; Mi 6, 3). No puede Dios, desde la cruz, habiendo recibido en su cuerpo miles de golpes; estando todo Él cubierto de heridas, de machucones, de hematomas, de heridas de todo tipo; pendiendo su Sagrado Cuerpo en la cruz, cubierto de polvo, de sangre, que mana a borbotones de sus heridas, no puede, nuestro Dios, explicarse el porqué de este cambio irracional que se ha producido en el corazón de sus amados hijos.
¿Qué les ha hecho Él de malo, para que lo traten así? ¿En qué los ha ofendido? Los hizo salir de Egipto, abrió para ellos el Mar, y los hizo pasar por el lecho seco, mientras hundía en el fondo del mar a sus enemigos; en el desierto, les dio maná del cielo, agua de la roca, carne de codornices; los iluminó con su luz, los guió con su nube, les curó sus heridas con la serpiente de bronce, los condujo con amor hacia
No puede Dios, desde la cruz, explicarse esta irracionalidad, pero lo que no se puede explicar con la razón, sí se puede explicar con la fe: el cambio se debe a que en el corazón humano anida el pecado original, esa mancha oscura que, como una nube negra y densa, se interpone entre el Sol divino que es Dios, y el hombre, apartándolo de sus caminos, sustrayéndolo a su luz y a su acción benéfica. El pecado, injertado en el corazón humano como una mala hierba, entorpece la contemplación de Dios, dificultando el acceso a
Pero el maltrato recibido por Jesús en
“Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme”. Desde
Que nuestro corazón sea como el manto tendido a los pies de Jesús; que Jesús entre en nuestro corazón, como nuestro Rey, y que nuestro corazón sea como
Que en nuestro corazón resuenen, en el tiempo y en la eternidad, los hosannas, los aleluya, los cantos de alabanza, y la adoración, del Pueblo Elegido en el Domingo de Ramos, y que nunca, jamás de los jamases, se escuchen los insultos de la muchedumbre del Viernes Santo.
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