(Ciclo
C – 2013)
“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está
aquí, ha resucitado” (Lc 24, 1-12). Las
piadosas mujeres de Jerusalén acuden al sepulcro en donde había sido sepultado
el Cuerpo de Jesús para ungir el Cuerpo con perfumes, según la costumbre de los
judíos. Antes de entrar, encuentran algo que las desconcierta, y es que la
puerta del sepulcro está abierta porque la piedra que ocluía la entrada había
sido removida; cuando entran, su desconcierto es aún mayor, puesto que no
encuentran el Cuerpo de Jesús: “No hallaron el Cuerpo del Señor Jesús”, dice el
Evangelio. En ese momento, se les aparecen dos ángeles que les dicen que Jesús “no
está” ahí, porque “ha resucitado”.
La actitud de las santas mujeres refleja, aún siendo ellas
piadosas y discípulas de Jesús, falta de fe en las palabras de Jesús, como se
desprende de las palabras de los ángeles, pero también como se desprende de la
misma actitud de ellas en la madrugada del Domingo: acuden al sepulcro buscando
a Jesús muerto, porque llevan perfumes para ungir un cadáver, como era la
costumbre de los judíos. No van a buscar a Jesús vivo, tal como deberían
haberlo hecho, si hubieran creído en las palabras de Jesús que les había
profetizado que resucitaría al tercer día. Las santas mujeres acuden al
sepulcro sin fe en Jesús resucitado y en sus palabras; aman a Jesús, y por eso
llevan perfumes para su Cuerpo, pero no tienen fe en Él y por eso es que buscan
a un muerto.
Muchos cristianos, en la Iglesia –y también nosotros mismos,
en muchas ocasiones, sobre todo en la tribulación-, nos comportamos como las
mujeres piadosas el Domingo de Resurrección: nos olvidamos de las palabras de Jesús,
nos olvidamos que Él es Dios, nos olvidamos que Él ha resucitado y que, en la
Eucaristía, cumple su promesa de “estar con nosotros hasta el fin del mundo”. Y
debido a que nos olvidamos de su palabra y vivimos sin fe, en el momento de la
prueba naufragamos, como Pedro cuando comenzó a caminar sobre las aguas y,
sintiendo temor por la fuerza del viento, comenzó a hundirse.
Si no creemos firmemente en la Resurrección, nos comportamos
como las santas mujeres, que creen en Jesús, pero en un Jesús que no trasciende
su horizonte humano y su razón humana; un Jesús en el que no hay cabida para el
milagro, para la intervención magnífica de Dios que irrumpe en la historia
humana para destruir a la muerte y el pecado y vencer para siempre al infierno.
Si no creemos en Jesús resucitado, no podremos nunca recibir lo que Jesús
resucitado nos da: su Amor, su alegría, su paz, su perdón, su Cuerpo y su
Sangre en la Eucaristía, porque Jesús resucita no para ascender a los cielos y
desaparecer, sino para, subiendo al cielo, quedarse al mismo tiempo entre
nosotros, en el misterio de la Eucaristía.
Si el alma no cree en Jesús resucitado, las tribulaciones de
la vida, que son inevitables si queremos entrar en el Reino –“Es necesario
pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”, dice la carta a
los Hebreos 14, 22-, como las tristezas, preocupaciones, problemas de toda
clase, terminan por hundirnos, porque Jesús resucitado no significa nada para el
alma. Por el contrario, si la fe en Jesús resucitado es una fe fuerte, firme,
segura, cuando se presenten las tribulaciones, la luz que surge resplandeciente
del sepulcro el Día de la Resurrección, el Domingo, esa luz, me comunicará de la
vida de Jesús, y con la vida de Jesús, me comunicará su Amor, su alegría, su
paz y su fortaleza. Esto es así porque la luz que surge del sepulcro que no es
una luz muerta e inerte, como la luz natural, sino que es una luz viva porque
es el mismo Cristo que es luz eterna, que comunica su Vida eterna a quien
ilumina.
De
esta manera, siendo así iluminados por la luz de Cristo resucitado, luz que
surge del Santo Sepulcro el Domingo de Resurrección, cuando se presente ya sea una
tentación o una tribulación, por grandes que estas sean –una tentación muy
fuerte, la muerte de un ser querido, una enfermedad grave, un cataclismo, una
pérdida importante en el orden que sea-, el alma podrá afrontarla, porque la fortaleza,
la alegría y el Amor de Jesús resucitado son siempre infinitamente más grandes
que cualquier tribulación. Por el contrario, si el alma no cree en Jesús
resucitado, si sigue buscando en la Iglesia a un Jesús cadáver, como las santas
mujeres, entonces sí la tentación lo arrastrará y la tribulación lo
entristecerá y lo agobiará, porque no tendrá la fuerza y la alegría que
provienen de Jesús Vivo y glorioso, Vencedor invicto del infierno, de la muerte
y del pecado.
Debemos
estar atentos, por lo tanto, para que no nos suceda lo que a las santas mujeres
de Jerusalén, que van en busca de Jesús, pero de un Jesús muerto y no
resucitado; un Jesús que se adapta más a su razón humana, pero que no
corresponde a la realidad de su Ser divino: Jesús resucita porque es Dios; Él
insufla, sobre su Cuerpo muerto y tendido en el sepulcro, el Espíritu Santo,
que le comunica la vida eterna y la gloria divina, y es así como Jesús vuelve a
la vida, lleno de la vida de Dios y con su Cuerpo glorificado.
Las
santas mujeres tenían a los Profetas, que hablaban de la resurrección del
Mesías, y todavía más, habían recibido directamente de Jesús su promesa de que
habría de resucitar, y aun así no creyeron, porque siguieron buscando a un
Jesús muerto y no vivo. También a nosotros la Iglesia nos avisa y advierte, de
múltiples maneras, que Jesús ha resucitado y lo hace a través de la liturgia,
como por ejemplo, en la liturgia de la Palabra en las distintas lecturas, como
por ejemplo la lectura del libro del Éxodo, capítulo 14, versículos 15ss. En esta
lectura vemos que la resurrección de Jesús estaba prefigurada en el paso milagroso
del Mar Rojo por parte de Pueblo Elegido conducido por Moisés, quien conduce a
los hebreos desde el desierto hacia la Tierra Prometida, porque Moisés es
figura de Cristo que nos conduce desde el desierto de la vida hacia la
Jerusalén celestial, el Reino de los cielos, atravesando con Él, Camino seguro
a Dios, el mar turbulento de la historia y del tiempo humano.
En
la misma lectura vemos también que la fe en Cristo resucitado está representada
en la nube que guía a los hebreos: es tenebrosa y luminosa a la vez, y esto
quiere decir que es tenebrosa porque comparada con la fe, la razón humana es
tinieblas, y es luminosa, porque la Verdad de Cristo es luz que viene de lo
alto e ilumina el caminar del hombre por el desierto de la vida hacia la Patria
celestial.
Otros
signo es el cirio pascual, que representa a Jesús luz del mundo, resucitado y
glorioso: Jesús es “Luz de Luz”, como dice el Credo, y en la Jerusalén celestial,
es el Cordero que es la Lámpara, que alumbra en el cielo a los ángeles y a los
santos, y en la tierra, ilumina a la Iglesia peregrina con la luz de la fe, de
la Verdad y de la gracia.
“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está
aquí, ha resucitado”. No cometamos el mismo error de las piadosas mujeres; no
busquemos a un Jesús muerto, el Jesús de nuestra falta de fe; busquemos en la
Iglesia a Jesús vivo, resucitado, glorioso, lleno de la vida, del amor y de la
luz de Dios, el Jesús de la fe de la Iglesia, el Jesús “muerto y resucitado”.
¿Dónde buscarlo? En la Eucaristía, porque Jesús deja de ocupar el sepulcro,
para ocupar, con su Cuerpo resucitado y glorioso, el sagrario y el altar
eucarístico.
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