Luego de la muerte y sepultura de Jesús, la Virgen se retira
del sepulcro y, llorando en silencio y con su Inmaculado Corazón estrujado por
el dolor, medita acerca de la Pasión de Jesús, en sus palabras, acerca de que
iba a resucitar “al tercer día” y en el sentido salvífico de su muerte en cruz.
Al igual que en el Nacimiento, ahora también la Virgen, con la Muerte de su
Hijo Jesús, “medita todas estas cosas en su Corazón” (cfr. Lc 2, 16-21), por lo
que la Iglesia, imitando a María, también hace lo mismo, en lo que resta del
Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, hasta antes de la Vigilia
Pascual. Es decir, en estos dos días, en los que se unen el dolor por la muerte
de Jesús y la esperanza por su Resurrección, los católicos debemos unirnos a
María, a su Inmaculado Corazón, y contemplar, en él, los misterios santos de la
redención del Salvador. No es que se trate de días en los que “no hay nada para
hacer” espiritualmente hablando; por el contrario, como miembros de la Iglesia,
debemos meditar, en unión con el Inmaculado Corazón de María, la razón del
dolor desgarrador del Viernes Santo y de la espera serena del Sábado Santo.
Contemplando el Inmaculado Corazón de María, recordamos
entonces que la muerte de Jesús en la cruz el Viernes Santo fue para salvarnos
de la eterna condenación, para derrotar al Demonio, para terminar con el Pecado,
para lavar nuestros pecados al precio de su Sangre, para vencer a la Muerte y,
finalmente, para abrirnos las puertas del Reino de los cielos. En esto es en lo
que medita la Virgen, y el dolor de su Corazón Purísimo se ve atenuado cuando
recuerda, no solo las palabras de Jesús, de que habría de resucitar al tercer
día, sino también que su Hijo era Dios y que, por lo tanto, en este hecho
radicaba la razón de su triunfo, porque su Divinidad nunca se separó, ni de su
Alma Santísima, ni de su Cuerpo Sacratísimo. Unida a la Divinidad, el Alma
Santísima de Jesús descendió a los Infiernos, no el de los condenados, sino el
llamado “seno de Abraham”, en donde estaban todos los justos del Antiguo
Testamento que, habiendo muerto en amistad con Dios, no podían sin embargo
ingresar al Reino de los cielos, por estar estos cerrados a causa del pecado de
Adán y Eva. Después de su muerte, y antes de resucitar, Jesús descendió a los
infiernos para liberar a los justos –entre los que se encontraban Adán y Eva-,
aplicándoles los frutos de la Redención[1]. Con
el término “infierno” se supone el limbo (los purificados que estaban esperando
para ir al cielo) y el Purgatorio (las almas que se salvaron pero estaban
purificándose). Estaban los patriarcas, San José y los profetas, como también
todos aquellos que murieron en paz con Dios. Todos necesitaban, como también
nosotros, la salvación de Cristo, es decir, su muerte salvadora en la cruz,
para poder ir al cielo.
A su vez, el Cuerpo muerto de Jesús, depositado en el
sepulcro, si bien murió realmente, jamás sufrió ni siquiera mínimamente los
procesos de descomposición orgánica que inmediatamente comienzan a sufrir los
cadáveres, debido a que, como nos enseña la Iglesia, su Cuerpo estaba unido a
la Divinidad, la cual impedía absolutamente esta corrupción, además de ser la
causa de la Resurrección.
La Iglesia, unida a María, o más bien, contemplando al
Corazón Inmaculado de María, medita en estas verdades de fe y, en el silencio y
el dolor por la muerte del Redentor, espera, con serenidad y paz, la alegría de
la Resurrección.
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