jueves, 9 de marzo de 2023

“Dame de beber”

 


(Domingo III - TC - Ciclo A - 2023 2)

         “Dame de beber” (Jn 4, 5-15). En el Evangelio del encuentro con la samaritana, se presenta a Jesús sediento, pero no solo de agua material, necesaria para satisfacer la sed del cuerpo, sino que esa sed tiene también una trascendencia sobrenatural, porque la sed que tiene Jesús es sed de almas[1]. Se trata de una situación análoga a lo que sucede en el Calvario, cuando en una de las Siete Palabras de Jesús en la cruz, dice: “Tengo sed”, interpretando los soldados que se trata de sed del cuerpo, pero en realidad es sed de almas. Dios tiene sed de almas, Dios quiere que las almas se salven y eso es lo que significa la sed de Jesús, tanto en el encuentro con la samaritana, como en el Monte Calvario, ya crucificado.

         En el momento del encuentro con la samaritana, Jesús se está sentado al borde del pozo de Jacob, tal como lo hace un hombre cuando está cansado; otro detalle que notan los teólogos es el hecho de que es el mediodía, la “hora de sexta”, según el modo de contar el tiempo de los romanos, lo cual indica también un momento del día en el que se experimenta más sed, porque a esa hora convergen la actividad de la mañana y el calor del sol del mediodía; en el caso de Jesús, trasladado a lo sobrenatural, su sed de almas aumenta de forma paralela a su sed corporal, aunque su sed de almas es mucho más intensa que la sed del cuerpo tanto más cuanto el “sol del mediodía” en la Escritura significa la actividad demoníaca que también busca almas, pero para inducirlas al pecado y a la eterna condenación.

         En el encuentro con Jesús, la samaritana se da cuenta de que es judío por su modo de hablar, por lo que le recuerda el odio que existe entre las naciones de judíos y samaritanos, y esto se debe, en parte, al hecho de que los judíos, que eran los únicos en creer en un Dios Uno, se separaban de quienes consideraban paganos y, en el caso de los samaritanos, eran considerados también cismáticos, es decir, separados de los judíos debido a que habían construido un templo distinto al de los estos en el año 400 a. C. Esto es lo que explica la enemistad y animosidad entre judíos y samaritanos, recordada por la samaritana.

         Pero Jesús, siendo Él, en su naturaleza humana, hebreo, le habla a la mujer, siendo ella samaritana -con lo cual rompe desde un inicio esa enemistad- y le habla acerca del amor de Dios y del don del cielo que su presencia misma -la presencia de Jesús- constituye para ella -porque Él es el Mesías-Dios, el Dios que se ha encarnado en la Persona del Hijo para salvar no solo al Pueblo Elegido, los judíos, sino para salvar a toda la humanidad-;  al hacer esto, al hablarle del Divino Amor y de la llegada en carne del Mesías de Dios, Jesús de Nazareth, quien habrá de salvar a toda la humanidad, deja de lado el estado de hostilidad entre ambos pueblos[2], además de cualquier hostilidad que pueda haber entre las naciones del mundo, porque Él, el Mesías-Dios, Es el que Es -es el primer “Yo Soy” que pronuncia Jesús-y ha venido a traer la paz a los hombres en guerra con Dios y entre sí, porque Él da la verdadera paz, la Paz de Dios, que sobreviene al alma al serle quitado aquello que la hace enemiga de Dios, el pecado.

         En el encuentro, Jesús le pide de beber a la mujer samaritana, pero al mismo tiempo, Él puede darle algo infinitamente más valioso que el agua material y es el “agua viva”, que brota a borbotones de un manantial; un agua viva que vivifica, que da la Vida de Dios a quien la bebe y es la gracia santificante, que ha de brotar de su Costado traspasado en la cruz y que se comunicará a su Iglesia a través de los sacramentos. Jesús le pide a la samaritana agua para saciar la sed corporal, pero al mismo tiempo, Él le ofrece también agua, pero un agua viva con la vida divina, que comunica la vida divina a quien la bebe, es el agua de la gracia santificante, brotada de su Corazón herido por la lanza y comunicada en el tiempo a los hombres por medio de los Sacramentos de la Iglesia Católica.

“Dame de beber”, nos dice también a nosotros Jesús, pero no nos pide el agua material, sino el alma, porque el Hombre-Dios tiene sed de nuestras almas; el Hombre-Dios Jesucristo tiene sed de nuestro amor y es por eso que nosotros, postrados ante Jesús, para saciar su sed de almas, por manos de la Virgen, le hacemos entrega de nuestras almas, las de nuestros seres queridos y las del mundo entero. Pero al mismo tiempo que nosotros le damos a Jesús nuestras almas, para saciar su sed de almas, Jesús -tal como hace con la samaritana en el Evangelio- nos concede también agua, pero es otra agua, no el agua material, sino el agua sobrenatural de la gracia santificante que brota de su Corazón traspasado. Para nosotros, la surgente de agua viva es el Costado traspasado de Jesús; es de su Sagrado Corazón de donde brota el manantial de Vida divina que salta hasta la Vida eterna. Al igual que la samaritana, que le pide a Jesús el “agua viva”, pidamos también nosotros esta agua brotada del manantial que es el Corazón traspasado de Jesús; saciemos nuestra sed de Dios y de su Divino Amor, bebiendo de este manantial sagrado; saciemos nuestra sed de paz, de amor, de alegría, bebiendo la Sangre del Cordero, la Sagrada Eucaristía y adoremos, en espíritu y en verdad, al Dios del sagrario, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Editorial Herder, Barcelona 1957, 698.

[2] Cfr. ibidem, 760.

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