“Vengan ustedes
solos a un lugar desierto, para descansar un poco” (Mc 6, 30-34). Jesús invita a sus Apóstoles a que se retiren a “un
lugar desierto”, para “descansar un poco”. Acaban de volver de la misión, y
según el relato del evangelista, es tanta la gente que los acompaña, que “no
tienen tiempo ni para comer”.
El episodio,
real, podría darse en cualquier grupo humano que realiza una actividad que, al
verse desbordados por la cantidad de gente que ha acudido al evento que
realizaban, necesitan retirarse a solas para poder descansar y continuar las
tareas. Sin embargo, en el caso de Jesucristo, adquiere un trasfondo
sobrenatural: se trata de la invitación, por parte de Jesús, a su Iglesia, a
los miembros de su Iglesia, no tanto a “descansar” para reparar las fuerzas
físicas, sino ante todo para hacer oración, puesto que el activismo –es decir,
el apostolado sin oración- es sinónimo de fracaso seguro.
En otras
palabras, en la invitación de Jesús a sus discípulos a retirarse a un lugar
desierto para descansar, lejos de la presencia de la muchedumbre, hay una
invitación a toda la Iglesia,
a cada bautizado, a hacer lo mismo: a buscar una pausa en medio de la agitación
cotidiana, para estar a solas con Jesús, en ese “desierto” que es la oración.
¿Por qué decimos
que la oración es un “desierto”? Porque comparada con los atractivos sensibles
del mundo, que estimulan los sentidos y exaltan las pasiones, la oración se
presenta como algo árido, ya que no hay nada que estimule los sentidos o exalte
las pasiones. Por el contrario, la mejor oración es aquella en la que los
sentidos están recogidos y las pasiones controladas y olvidadas, ya que solo
así el alma se sumerge en la calma y en la quietud de Dios.
Por esto mismo,
al llamar Jesús a sus Apóstoles –y a la Iglesia toda- a la oración, Jesús está haciendo
un gran don a las almas, al sustraerlas de la vorágine de la actividad
cotidiana, pero lo que Jesús busca no es tanto el descanso físico, que es
necesario, sino ante todo el reposo del alma, que encuentra solaz y es reconfortada
en la oración, porque al hacer oración, el alma recibe todo lo que en sí misma
no tiene, y que solo de Dios puede recibir: paz, luz, alegría, amor, serenidad,
fortaleza. Puede decirse que absolutamente todo lo que el alma necesita, en
cada momento y según su estado de vida, lo recibe en la oración.
“Dios es Amor”,
dice el evangelista Juan; “Dios es luz”, dice la Escritura, “Dios es
paz”, dice Jesús: “Les doy mi paz, no como la da el mundo”; “Dios es Alegría y
amor”, dicen los santos, como Santa Teresa de los Andes, y esto es así, porque
el Ser divino es la fuente inagotable de todo Amor, de toda Verdad, de toda
paz, de toda alegría, y es la razón por la cual, cuanto más se acerca el alma a
Dios, más obtiene de Él lo que Él es y da sin medida: Amor, luz, paz, alegría.
Y al revés, cuanto más el alma se aleja de Dios –al no hacer oración, al no
frecuentar los sacramentos, al no obrar la misericordia para con el prójimo-, menos
recibe de Dios todo lo que Dios puede y quiere dar, al mismo tiempo que se
sumerge en la oscuridad, en la tristeza, en la falta de amor y de alegría.
¡Cuántos casos de depresión –por no decir el ciento por ciento- se originan no
en las situaciones externas, que son causa secundaria, sino en el alejamiento
del alma de Dios, por no hacer oración! Si el alma no se acerca a Dios, fuente
de amor, de paz, de alegría, de fortaleza, ¿cómo puede luego pretender
enfrentar los problemas cotidianos sin caer en la depresión?
“Vengan a un
lugar desierto”, les dice Jesús a sus Apóstoles, y por eso nos preguntamos: ¿cuál
es ese “lugar desierto” al que también nosotros nos debemos retirar? Ese lugar
desierto, es, ante todo, el propio corazón, y es desierto en el sentido de que
sin Dios y su gracia, el corazón es un lugar árido, yermo, en donde arde el sol
del mediodía de las pasiones sin control, y así como en el desierto, por las noches, la temperatura desciende a bajo cero, así también el corazón humano, sin el fuego del Amor divino, se
vuelve frío y despiadado, como si fuera un trozo de hielo. El corazón es un desierto
porque, sin Dios, habitan en él los demonios, que son peores que las alimañas del desierto, los escorpiones y
las víboras, porque inyectan en el alma el veneno de la lascivia, de la avaricia,
del egoísmo, de la pereza, de la ira y de la soberbia.
Pero el desierto
al que Jesús nos llama es también el sagrario, porque comparado con los
elementos de distracción del mundo moderno, la televisión, la computadora, Internet, el cine, los celulares, la Play Station, y tantas
cosas más, el sagrario se presenta verdaderamente como un desierto para los
sentidos. ¡Cuánto tiempo pasan los cristianos delante del televisor, y cuán
poco es el tiempo que le dedican a Jesucristo en el sagrario! Los cristianos
son capaces de pasar horas y horas delante del televisor, de la computadora, de
la Play Station, pero son
incapaces de hacer cinco minutos de adoración eucarística frente al sagrario.
Los cristianos son capaces de atiborrar sus sentidos y sus cerebros con
imágenes de todo tipo: violentas, macabras, lascivas, cómicas, pero son
incapaces de llenar los ojos del alma con la blanca imagen de la Eucaristía; los
cristianos son capaces de hablar horas sin parar de temas banales y de los
ídolos del mundo, buscando imitarlos, pero no son capaces de rezar el santo
Rosario, por medio del cual la
Virgen hace partícipe al alma de la vida de su Hijo, al
tiempo que esculpe en los corazones su imagen viva; los cristianos son capaces
de defenestrar a su prójimo, lapidándolo con su lengua y mascullando enojo,
antipatía, rencor, cuando no venganza, y no son capaces de ir a hablar, de ese
mismo prójimo, a Jesús en el sagrario, pidiendo misericordia para el prójimo y
para sí mismo.
Por último, el
fruto de la oración –santo Rosario, adoración eucarística, Santa Misa, y todas
las múltiples formas de oración que existen en la Iglesia- es algo que no
lo pueden dar ninguno de los múltiples ídolos del mundo, que en sí mismos solo
vacío y malicia esconden; el fruto de la oración es la Presencia de Dios Uno y
Trino en el alma, presencia que concede paz, alegría, amor, y hasta salud
corporal y mental. ¡Cuántas consultas psiquiátricas se evitarían, cuántos vidas
jóvenes, truncadas por la droga y el alcohol, dejarían de perderse, cuántos
adultos tendrían paz en el corazón, aún en medio de las tribulaciones, si los bautizados hicieran oración!
Entonces, si alguien no se
mueve a rezar por amor a Dios, al menos tendría que rezar para obtener de Él lo
que el mundo no puede dar y no dará jamás. Si los cristianos –niños, jóvenes,
adultos, ancianos- hicieran oración todos los días, muy distinto sería este
mundo, ya que se convertiría en un adelanto del Paraíso. Pero mientras aquellos
que han sido llamados a rezar a la
Virgen, sobre todo con el Rosario, y a estar a solas con
Jesús en el sagrario, prefieran entretenerse hora tras hora con el televisor y
la computadora, no solo nada cambiará, sino que todo continuará de mal en peor.
“Vengan a un
lugar desierto, para descansar un poco”. Jesús nos invita a la oración, no solo
para descansar de las actividades del mundo, sino para ser conocidos por Dios
Padre, para que Dios Padre nos ilumine con su gracia, para así transformar el
mundo para Cristo: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y,
después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu
Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6). Hagamos el propósito no solo de no dedicar tanto tiempo a
la televisión y a internet, sino de hacer oración, para ser conocidos por Dios
Padre, y para recibir su recompensa, que es su Hijo Jesús.
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