(Domingo XXIX - TO - Ciclo
C – 2013)
“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar
siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1-8).
En este Evangelio, Jesús no solo nos dice que es necesario orar, sino que se
debe orar “sin desanimarse”, “insistentemente”, como el ejemplo de la viuda que
acude al juez y logra que este, a pesar de que no quiere ocuparse de su asunto,
lo haga finalmente, con tal de que lo deje en paz. Con esta parábola, Jesús nos
enseña que la oración debe ser insistente y que esa insistencia debe estar
basada en la confianza de que Dios escuchará nuestros ruegos, y aquí está la
otra enseñanza que nos da Jesús en este Evangelio: notemos que el evangelista
dice: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin
desanimarse”, lo cual quiere decir, claramente, que a pesar de que oremos,
nuestra oración parecerá no ser escuchada y de tal manera parecerá que Dios no
la escucha, que sobrevendrá la tentación del desánimo: “Jesús enseñó con una
parábola que era necesario orar siempre
sin desanimarse”. Al rezar, debemos tener presente que el camino es largo y
que la tentación del desánimo se hará presente con mucha fuerza, pero que no
debemos ceder a esta tentación; todo lo contrario, al estar avisados contra el
desánimo, emprendemos la oración con la intención de vencerlo, porque una vez
vencido el desánimo, Dios no tardará en responder a nuestras oraciones.
La
oración no es nunca algo pasivo, sino algo dinámico, un movimiento que desde el
hombre se eleva a Dios y de Dios se abaja hasta el hombre. La naturaleza de la
oración está graficada en la imagen antropomórfica que de Dios hace la Sagrada
Escritura, como se puede ver en el Salmo 86 (bis): allí, se describe a Dios
como si fuera un hombre que “inclina el oído a la plegaria”; es un Ser que “habita
en el cielo”, y al cual con la oración “se eleva el alma”.
De
parte de nosotros, el movimiento en la oración consiste en “elevar el alma” a
Dios, que “habita en el cielo”; de parte de Dios, consiste en abajarse desde el
cielo, “inclinando el oído”, como hace un hombre cuando quiere escuchar con
atención lo que otro le dice, y en esto radica la confianza que debe estar en
la base de toda oración, porque nos dirigimos a un Dios que nos escucha
siempre, que incluso, para escucharnos, se abaja desde el cielo y presta su
oído a nuestras plegarias, y esto lo hace movido por su gran Amor, porque si
Dios no nos amara, no se molestaría en escucharnos. Es a esta oración confiada,
insistente, basada en el amor y en la certeza indudable de que Dios nos ama con
Amor infinito, es que Jesús nos dice que la oración debe ser constante e
insistente.
Ahora
bien, cuando se habla de oración, algo que los católicos debemos tener en
cuenta -a juzgar por lo poco que se reza-, es qué cosa es la oración, y qué
cosa no es la oración: ante todo, la
oración no es “un pasatiempo piadoso de una persona devota”; la oración no es algo
que tengo que hacer por obligación si me sobra tiempo; la oración no es una
expresión de la sensiblería, que si “no la siento, no la hago”, y “si la
siento, la hago”, es decir, el requisito para hacer oración no es “sentir”
nada; la oración no es algo reservado para los sacerdotes, los niños de Primera
Comunión y las señoras que por su edad ya se jubilaron y “no tienen nada que
hacer” en sus casas, y se ponen a rezar porque “les sobra tiempo”; la oración
no es enemiga de la juventud, todo lo contrario, porque la oración es hablar
con Dios eternamente joven, que comunica de la juventud perfectísima de su Ser
trinitario por medio de la oración; la oración no es repetir palabras
mecánicamente a un ser inanimado, como cuando se dirige una orden a un
dispositivo electrónico, como una computadora o una “tablet”: es hablar, con
palabras que salen de lo más profundo del corazón, con un Dios que es Persona,
que es Trinidad de Personas, y que por lo tanto, como toda persona, ve, habla,
escucha, entiende, piensa, ama, y obra movido por la perfección infinita de su
Ser trinitario y por su Amor eterno.
¿Con
qué se puede comparar a la oración? Con el alimento del cuerpo: la oración es
al alma y a su vida como el alimento al cuerpo: así como un cuerpo recibe del
alimento los nutrientes que le permiten continuar con su actividad vital, así
el alma recibe de la oración el flujo vital que desciende del mismo Dios. Pero
en la oración el alma recibe todavía más que lo que recibe el cuerpo con la alimentación,
porque mientras el cuerpo se alimenta con los nutrientes del alimento para
seguir siendo solamente cuerpo, el alma que se alimenta de la oración recibe el
influjo de vida divina que convierte a su alma en algo nuevo, distinto,
impensado, de origen sobrenatural, y es el verse desaparecer en su “yo”, en su
ser viejo y contaminado por el pecado y la concupiscencia de la vida, para ser
convertido en una imagen viviente de Jesucristo. Y aquí radica la importancia
de la oración, en su efecto en el alma: cuanto más el alma reza, más se acerca
a Dios, pero como “Dios es Amor” eterno, Luz indefectible, Fortaleza divina, Sabiduría
celestial, Vida Increada, Alegría infinita -y muchísimos atributos más, tantos
que no alcanzarían mil eternidades juntas para empezar a describirlos-, y como
Él transforma al alma que se le acerca por la fe, el amor y la oración, en una
imagen viviente suya, como consecuencia de la oración, el alma se ve
transformada en una imagen viviente de Jesucristo y puede decir, con San Pablo:
“Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”. Como vemos, lejos de ser un
pasatiempo piadoso, un hablar a la pared, un modo de ocupar el tiempo de quien
le sobra el tiempo, por no decir una ocupación inútil, como el mundo
progresista y modernista lo dice, se trata de una operación vital que define la
vida eterna de la persona que reza, al abrirle las puertas del cielo, porque
Dios Padre, al ver en el alma que reza la imagen viva de su Hijo, “creerá” que
esa alma es su Hijo, y la hará pasar al cielo, para que disfrute de su Visión y
Presencia para siempre.
Habiendo
visto la importancia vital de la oración, hay que saber luego que existen dos
oraciones centralísimas en la vida de un católico, oraciones sin las cuales el
alma perece irremediablemente: la Santa Misa y el Santo Rosario.
La
Santa Misa, porque Dios ha querido comunicársenos a través de los sacramentos,
el primero de todos la sagrada Eucaristía, y si no recibimos la Eucaristía
dominical, cortamos el flujo de vida divina que del Sagrado Corazón Eucarístico
de Jesús fluye sin medida hacia el alma que lo recibe. Por este motivo, el
católico que piensa que es lo mismo venir a Misa el Domingo o no venir, está
tan equivocado como aquel que pensara que da lo mismo pasarse una semana
entera, con sus días y sus noches, sin probar bocado alguno. Es Dios mismo
quien ha elegido comunicársenos a través del sacramento de la Eucaristía y por
eso quien no recibe la Eucaristía dominical –en estado de gracia, obviamente-
no recibe la vida de Dios, y por eso su alma está muerta a la vida de la
gracia, y es lo que explica que faltar a Misa el Domingo sea pecado mortal. No
es pecado mortal por una disposición extrínseca de algún legislador
eclesiástico: es pecado mortal por la naturaleza misma de la cosa: si no recibo
la Eucaristía el Domingo, no recibo la vida de Dios que se me comunica en la
Eucaristía, y mi alma muere a la vida de la gracia; está muerta
espiritualmente, aunque yo camine, hable, y me mueva.
Con el Santo Rosario pasa lo mismo: Dios posee en sí mismo y
quiere darnos sin límites todas las gracias que necesitamos para nuestra
salvación eterna, pero al mismo tiempo, ha elegido a su Madre, la Virgen María,
para ser Dispensadora y Medianera de todas las gracias que necesitamos para
salvarnos, y por este motivo, quien se acerca a la Virgen, recibe de sus manos
maternales todas las gracias que Dios quiere darnos, pero al revés también es
verdad: quien no se acerca a la Virgen, quien no reza el Rosario, ve
dificultada, por propia decisión, la consecución de lo que necesita para
salvarse, porque Dios Hijo ha elegido que recibamos esas gracias sólo por manos
de su Madre, la Virgen. De esto se sigue que, quien le reza a la Virgen,
Medianera de todas las gracias y Corredentora, más que tener la posibilidad de
ser escuchados por Dios, tiene la certeza absoluta de que es escuchado por Dios
y que su petición será escuchada. Pero también al revés es cierto, es decir,
quien no reza a la Virgen, ve disminuidas y reducidas casi a la nada sus
posibilidades de ser escuchados por el Sagrado Corazón de Jesús.
Por
último, cuando recemos, no debemos solo pedir, o al menos solo pedir
beneficios, por buenos que estos sean; también debemos pedir ser víctimas de la
Divina Justicia y de la Divina Misericordia; debemos pedir ser tenidos como
malditos en favor de nuestros hermanos (cfr. Rm 9, 3); debemos pedir participar de la Pasión de
Jesús en cuerpo y alma, como se reza en la Liturgia de las Horas; debemos pedir
recibir su corona de espinas, como lo pidió Santa Catalina de Siena; debemos
pedir sentir sus mismas penas, como la Beata Luisa Piccarretta; debemos pedir
beber del cáliz de sus amarguras; debemos pedir los ojos de la Virgen para ver
a Jesús, en la Cruz, en la Eucaristía y en el prójimo; debemos pedir el Corazón
de la Virgen y su Amor, para amar a Jesús como lo ama la Virgen; debemos pedir,
como lo hacían los santos, ser puestos a la entrada del Infierno, para que
nadie más caiga ahí. Eso es lo que debemos pedir, y no solo salud, prosperidad
y dinero, porque eso -que no está mal pedirlo-, no nos configura con Cristo
crucificado.
“Jesús
enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Si la
oración es hablar a Dios con el corazón, entonces que cada latido del corazón
sea una oración que diga: “Jesús, Dios de la Eucaristía, Señor de la
Eucaristía, te amo”; si para orar necesitamos un templo, un altar, un sagrario,
que además de la Iglesia en la que celebramos la Santa Misa, nuestros corazones
sean otros tantos templos en donde habite el Espíritu Santo; que sean otros
tantos altares, en donde se escuchen cantos de alabanza a Cristo Eucaristía;
que sean otros tantos sagrarios, otras tantas moradas en donde habite y se
adore Cristo Eucaristía en todo lo que resta de nuestra vida terrena, como
anticipo de la adoración que, por su Misericordia Divina, esperamos y deseamos
tributarle por toda la eternidad, por los siglos sin fin.
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