viernes, 18 de octubre de 2013

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”


(Domingo XXIX - TO - Ciclo C – 2013)
         “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse” (Lc 18, 1-8). En este Evangelio, Jesús no solo nos dice que es necesario orar, sino que se debe orar “sin desanimarse”, “insistentemente”, como el ejemplo de la viuda que acude al juez y logra que este, a pesar de que no quiere ocuparse de su asunto, lo haga finalmente, con tal de que lo deje en paz. Con esta parábola, Jesús nos enseña que la oración debe ser insistente y que esa insistencia debe estar basada en la confianza de que Dios escuchará nuestros ruegos, y aquí está la otra enseñanza que nos da Jesús en este Evangelio: notemos que el evangelista dice: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”, lo cual quiere decir, claramente, que a pesar de que oremos, nuestra oración parecerá no ser escuchada y de tal manera parecerá que Dios no la escucha, que sobrevendrá la tentación del desánimo: “Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Al rezar, debemos tener presente que el camino es largo y que la tentación del desánimo se hará presente con mucha fuerza, pero que no debemos ceder a esta tentación; todo lo contrario, al estar avisados contra el desánimo, emprendemos la oración con la intención de vencerlo, porque una vez vencido el desánimo, Dios no tardará en responder a nuestras oraciones.
La oración no es nunca algo pasivo, sino algo dinámico, un movimiento que desde el hombre se eleva a Dios y de Dios se abaja hasta el hombre. La naturaleza de la oración está graficada en la imagen antropomórfica que de Dios hace la Sagrada Escritura, como se puede ver en el Salmo 86 (bis): allí, se describe a Dios como si fuera un hombre que “inclina el oído a la plegaria”; es un Ser que “habita en el cielo”, y al cual con la oración “se eleva el alma”.
De parte de nosotros, el movimiento en la oración consiste en “elevar el alma” a Dios, que “habita en el cielo”; de parte de Dios, consiste en abajarse desde el cielo, “inclinando el oído”, como hace un hombre cuando quiere escuchar con atención lo que otro le dice, y en esto radica la confianza que debe estar en la base de toda oración, porque nos dirigimos a un Dios que nos escucha siempre, que incluso, para escucharnos, se abaja desde el cielo y presta su oído a nuestras plegarias, y esto lo hace movido por su gran Amor, porque si Dios no nos amara, no se molestaría en escucharnos. Es a esta oración confiada, insistente, basada en el amor y en la certeza indudable de que Dios nos ama con Amor infinito, es que Jesús nos dice que la oración debe ser constante e insistente.
Ahora bien, cuando se habla de oración, algo que los católicos debemos tener en cuenta -a juzgar por lo poco que se reza-, es qué cosa es la oración, y qué cosa no es la oración: ante todo, la oración no es “un pasatiempo piadoso de una persona devota”; la oración no es algo que tengo que hacer por obligación si me sobra tiempo; la oración no es una expresión de la sensiblería, que si “no la siento, no la hago”, y “si la siento, la hago”, es decir, el requisito para hacer oración no es “sentir” nada; la oración no es algo reservado para los sacerdotes, los niños de Primera Comunión y las señoras que por su edad ya se jubilaron y “no tienen nada que hacer” en sus casas, y se ponen a rezar porque “les sobra tiempo”; la oración no es enemiga de la juventud, todo lo contrario, porque la oración es hablar con Dios eternamente joven, que comunica de la juventud perfectísima de su Ser trinitario por medio de la oración; la oración no es repetir palabras mecánicamente a un ser inanimado, como cuando se dirige una orden a un dispositivo electrónico, como una computadora o una “tablet”: es hablar, con palabras que salen de lo más profundo del corazón, con un Dios que es Persona, que es Trinidad de Personas, y que por lo tanto, como toda persona, ve, habla, escucha, entiende, piensa, ama, y obra movido por la perfección infinita de su Ser trinitario y por su Amor eterno.
¿Con qué se puede comparar a la oración? Con el alimento del cuerpo: la oración es al alma y a su vida como el alimento al cuerpo: así como un cuerpo recibe del alimento los nutrientes que le permiten continuar con su actividad vital, así el alma recibe de la oración el flujo vital que desciende del mismo Dios. Pero en la oración el alma recibe todavía más que lo que recibe el cuerpo con la alimentación, porque mientras el cuerpo se alimenta con los nutrientes del alimento para seguir siendo solamente cuerpo, el alma que se alimenta de la oración recibe el influjo de vida divina que convierte a su alma en algo nuevo, distinto, impensado, de origen sobrenatural, y es el verse desaparecer en su “yo”, en su ser viejo y contaminado por el pecado y la concupiscencia de la vida, para ser convertido en una imagen viviente de Jesucristo. Y aquí radica la importancia de la oración, en su efecto en el alma: cuanto más el alma reza, más se acerca a Dios, pero como “Dios es Amor” eterno, Luz indefectible, Fortaleza divina, Sabiduría celestial, Vida Increada, Alegría infinita -y muchísimos atributos más, tantos que no alcanzarían mil eternidades juntas para empezar a describirlos-, y como Él transforma al alma que se le acerca por la fe, el amor y la oración, en una imagen viviente suya, como consecuencia de la oración, el alma se ve transformada en una imagen viviente de Jesucristo y puede decir, con San Pablo: “Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”. Como vemos, lejos de ser un pasatiempo piadoso, un hablar a la pared, un modo de ocupar el tiempo de quien le sobra el tiempo, por no decir una ocupación inútil, como el mundo progresista y modernista lo dice, se trata de una operación vital que define la vida eterna de la persona que reza, al abrirle las puertas del cielo, porque Dios Padre, al ver en el alma que reza la imagen viva de su Hijo, “creerá” que esa alma es su Hijo, y la hará pasar al cielo, para que disfrute de su Visión y Presencia para siempre.
Habiendo visto la importancia vital de la oración, hay que saber luego que existen dos oraciones centralísimas en la vida de un católico, oraciones sin las cuales el alma perece irremediablemente: la Santa Misa y el Santo Rosario.
La Santa Misa, porque Dios ha querido comunicársenos a través de los sacramentos, el primero de todos la sagrada Eucaristía, y si no recibimos la Eucaristía dominical, cortamos el flujo de vida divina que del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús fluye sin medida hacia el alma que lo recibe. Por este motivo, el católico que piensa que es lo mismo venir a Misa el Domingo o no venir, está tan equivocado como aquel que pensara que da lo mismo pasarse una semana entera, con sus días y sus noches, sin probar bocado alguno. Es Dios mismo quien ha elegido comunicársenos a través del sacramento de la Eucaristía y por eso quien no recibe la Eucaristía dominical –en estado de gracia, obviamente- no recibe la vida de Dios, y por eso su alma está muerta a la vida de la gracia, y es lo que explica que faltar a Misa el Domingo sea pecado mortal. No es pecado mortal por una disposición extrínseca de algún legislador eclesiástico: es pecado mortal por la naturaleza misma de la cosa: si no recibo la Eucaristía el Domingo, no recibo la vida de Dios que se me comunica en la Eucaristía, y mi alma muere a la vida de la gracia; está muerta espiritualmente, aunque yo camine, hable, y me mueva.
         Con el Santo Rosario pasa lo mismo: Dios posee en sí mismo y quiere darnos sin límites todas las gracias que necesitamos para nuestra salvación eterna, pero al mismo tiempo, ha elegido a su Madre, la Virgen María, para ser Dispensadora y Medianera de todas las gracias que necesitamos para salvarnos, y por este motivo, quien se acerca a la Virgen, recibe de sus manos maternales todas las gracias que Dios quiere darnos, pero al revés también es verdad: quien no se acerca a la Virgen, quien no reza el Rosario, ve dificultada, por propia decisión, la consecución de lo que necesita para salvarse, porque Dios Hijo ha elegido que recibamos esas gracias sólo por manos de su Madre, la Virgen. De esto se sigue que, quien le reza a la Virgen, Medianera de todas las gracias y Corredentora, más que tener la posibilidad de ser escuchados por Dios, tiene la certeza absoluta de que es escuchado por Dios y que su petición será escuchada. Pero también al revés es cierto, es decir, quien no reza a la Virgen, ve disminuidas y reducidas casi a la nada sus posibilidades de ser escuchados por el Sagrado Corazón de Jesús.
Por último, cuando recemos, no debemos solo pedir, o al menos solo pedir beneficios, por buenos que estos sean; también debemos pedir ser víctimas de la Divina Justicia y de la Divina Misericordia; debemos pedir ser tenidos como malditos en favor de nuestros hermanos (cfr. Rm 9, 3); debemos pedir participar de la Pasión de Jesús en cuerpo y alma, como se reza en la Liturgia de las Horas; debemos pedir recibir su corona de espinas, como lo pidió Santa Catalina de Siena; debemos pedir sentir sus mismas penas, como la Beata Luisa Piccarretta; debemos pedir beber del cáliz de sus amarguras; debemos pedir los ojos de la Virgen para ver a Jesús, en la Cruz, en la Eucaristía y en el prójimo; debemos pedir el Corazón de la Virgen y su Amor, para amar a Jesús como lo ama la Virgen; debemos pedir, como lo hacían los santos, ser puestos a la entrada del Infierno, para que nadie más caiga ahí. Eso es lo que debemos pedir, y no solo salud, prosperidad y dinero, porque eso -que no está mal pedirlo-, no nos configura con Cristo crucificado.

“Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse”. Si la oración es hablar a Dios con el corazón, entonces que cada latido del corazón sea una oración que diga: “Jesús, Dios de la Eucaristía, Señor de la Eucaristía, te amo”; si para orar necesitamos un templo, un altar, un sagrario, que además de la Iglesia en la que celebramos la Santa Misa, nuestros corazones sean otros tantos templos en donde habite el Espíritu Santo; que sean otros tantos altares, en donde se escuchen cantos de alabanza a Cristo Eucaristía; que sean otros tantos sagrarios, otras tantas moradas en donde habite y se adore Cristo Eucaristía en todo lo que resta de nuestra vida terrena, como anticipo de la adoración que, por su Misericordia Divina, esperamos y deseamos tributarle por toda la eternidad, por los siglos sin fin.

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