martes, 23 de febrero de 2016

“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado”



“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado” (Mt 23, 1-12). Al advertirnos a los cristianos acerca del obrar de los fariseos, Jesús pone el acento en una característica llamativa de los mismos: el deseo de querer ser vistos y alabados por los hombres: “Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar ‘mi maestro’ por la gente”. Y si Jesús nos advierte, es para que, como cristianos, obremos de modo diametralmente contrario, es decir, que pasemos desapercibidos, así como un sirviente pasa desapercibido: “Que el más grande de entre ustedes se haga servidor de los otros”. El cristiano tiene que ser “servidor” de los demás y, en este servicio, pasar desapercibido, que es una actitud radicalmente opuesta a la de los fariseos. Luego Jesús explica la razón por la cual el cristiano no debe obrar para ser alabado por los demás, como hacen los fariseos: “Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”. El ser un servidor de los demás, que pase desapercibido, implica la virtud de la humildad, que es lo opuesto al pecado de soberbia. Ahora bien, lo que hay que considerar es que no se trata de un mero virtuosismo; es decir, el cristiano no obra como servidor para simplemente cultivar una virtud, aun cuando esta sea sumamente loable, como lo es la humildad. La razón última del mandato de Jesús a los cristianos, el de obrar con humildad, sin ser vistos y sin buscar, de ninguna manera, la alabanza de los hombres, es que la humildad es la manifestación, por medio del obrar humano, de la perfección absoluta del Ser divino trinitario y, como tal, es tal vez la perfección que más sobresale en el Hombre-Dios Jesucristo, así como en su Madre, la Virgen, Madre de Dios. En otras palabras, la humildad sería como la traducción, en el lenguaje humano del obrar, de la perfección infinita del Ser divino de Dios Trino. También sucede lo mismo con otras virtudes: castidad, caridad, justicia, magnanimidad, etc., pero lo que más caracteriza al obrar del Hombre-Dios –ya con el solo hecho de la Encarnación, evento pascual en el que, sin dejar de ser Dios, asume una naturaleza, la humana, infinitamente inferior a la divina-, es la humildad. Esto quiere decir que el cristiano que busca ser “servidor de todos”, sin llamar la atención y sin buscar el aplauso y el honor de los hombres y del mundo, participa, de alguna manera, de la humildad del Hombre-Dios, que lo lleva a encarnarse y a padecer la muerte de cruz por la salvación de los hombres, lo cual le vale el ser luego glorificado –ensalzado- por Dios Padre, por la gloria de la Resurrección. Por el contrario, el que se auto-ensalza y ensoberbece, buscando el honor de los hombres y la vanagloria del mundo, participa de la soberbia del ángel caído, Satanás, soberbia que es castigada por Dios con la humillación de ser arrojado de su Presencia en los cielos y ser precipitado a los abismos del infierno.

“Quien se humilla será ensalzado; quien se exalte, será humillado”. Jesús no nos llama, como  cristianos,  a ser meramente virtuosos, aunque esto sea, en sí mismo, algo excelente: nos llama a algo infinitamente más grande, y es a participar de su propia humildad, la humildad del Via Crucis, del Calvario y de la Pasión, para luego ser exaltados en su gloria, la gloria del Cordero “como degollado” (Ap 5, 6).

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