(Domingo XXII - TO - Ciclo C – 2013)
“El que
se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. Con la parábola
de un invitado a una fiesta que inoportunamente se sienta en el lugar del dueño
de casa, siendo desalojado de este lugar cuando el dueño llega a la fiesta,
Jesús nos quiere hacer ver la peligrosidad de la soberbia para la vida
espiritual: “El que se ensalza, será humillado”, nos dice Jesús, como este
invitado inoportuno. Con el ejemplo contrario, el del invitado que sabe que el
lugar central en el banquete corresponde al dueño de casa y no a él y, por lo
tanto, se sienta en un lugar alejado y así es llamado por el dueño de casa a
ocupar un lugar cercano a él, Jesús nos quiere hacer ver la importancia
fundamental de la humildad para la vida espiritual: “El que se humilla, será
ensalzado”.
Jesús
nos llama, por lo tanto, a evitar la soberbia, ese pecado capital que nos hace
desear ser estimados, aplaudidos, considerados, y que nos provoca una gran
tristeza en el alma cuando alguien nos hace ver nuestros defectos o nuestras
limitaciones, cuando alguien nos corrige, o cuando no nos tienen en cuenta. La
soberbia es la raíz de todos los males del alma, porque le impide vivir en paz
consigo misma y con los demás, desde el momento en que no permite perdonar ni
pedir perdón, y esta es la razón por la cual constituye la ruina para la vida
espiritual. La soberbia provoca temor a las situaciones de humillación,
desprecio, reprensión, calumnias, olvidos, injurias, y entristece al alma con
la sola posibilidad de ser juzgada con malicia, y hace que el alma se esfuerce
por evitar, por todos los medios posibles, la humillación.
La humildad, por el
contrario, no tiene temor a todas estas cosas, y si suceden, hace que el alma
las acepte con paciencia y resignación, lo cual le proporciona paz y es causa
de crecimiento interior.
El alma humilde no solo no
se entristece porque otros sean más amados que ella, sino que desea
fervientemente que los demás sean más estimados que ella; desea que los demás
sean más estimados, que los otros sean preferidos a ella en los puestos o
cargos que ella desearía, etc. Es decir, el alma humilde desea –y si no lo
desea, pide la gracia de desearlo- que los demás sean preferidos a ella y que
sean más santos que ella, con tal de que ella sea lo más santa que pueda.
“El que se ensalza será
humillado; el que se humilla será ensalzado”, nos dice Jesús, advirtiéndonos
del peligro de la soberbia y del beneficio espiritual que significa la
humildad.
Ahora bien, la enseñanza
final de la parábola va más allá del simple hecho de evitar el pecado y de
simplemente vivir la virtud, porque tanto el pecado de la soberbia, como la
virtud de la humildad, nos remiten y comunican, por participación, a las
realidades sobrenaturales de la vida eterna: la soberbia hace partícipe al alma
del pecado del ángel caído, quien precisamente fue el autor y creador de la
soberbia en su negro y pervertido corazón angélico, mientras que la humildad
nos hace participar de la humildad y mansedumbre del Sagrado Corazón de Jesús,
el Cordero manso y humilde que, aceptando voluntariamente la humillación de la Pasión y Muerte en Cruz,
nos abrió las puertas del cielo y la felicidad eterna, la contemplación cara a
cara de las Tres Personas de la Santísima
Trinidad.
Ser partícipes del Amor del
Sagrado Corazón de Jesús: esta es la razón última por la cual debemos evitar,
al precio de la vida, el pecado de soberbia, y cultivar, con el mayor
sacrificio, la virtud de la humildad.
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