viernes, 3 de julio de 2020

“El sembrador salió a sembrar”




(Domingo XV - TO - Ciclo A – 2020)


           “El sembrador salió a sembrar” (Mt 13, 1-23). Para comprender la parábola del sembrador, hay que reemplazar los elementos humanos y terrenos por elementos divinos y celestiales. Así, el sembrador es Dios Padre; la semilla es la Palabra de Dios encarnada, su Hijo Jesucristo; los distintos tipos de terrenos en los que caen las semillas, son los distintos tipos de corazones humanos; la tierra en la que siembra el sembrador es el mundo y la historia humana; los pájaros que comen las semillas al borde del camino son los demonios o ángeles caídos, que arrebatan la Palabra de Dios del corazón humano, para reemplazarla por cosas del mundo.
El resto de la parábola está explicado por el mismo Jesús: “Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino”. Este es aquel que lee la Palabra de Dios, pero como para su comprensión se necesitan, además de esfuerzo y dedicación, la luz de la gracia del Espíritu Santo, porque el significado de la Palabra de Dios es sobrenatural, esta clase de almas no pide la luz de Dios para interpretar lo que lee y así el Maligno le arrebata la Palabra de Dios y ésta es reemplazada por doctrinas meramente humanas.
Continúa Jesús: “El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría, pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe”. Esta clase de almas reciben la luz del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios, la comprende y esto lo llena de alegría, pero para tener dentro de sí a la Palabra de Dios, es necesaria la constancia en su lectura y en su comprensión: en este caso, la falta de constancia en su lectura hace que ante una tribulación, la abandone a la Palabra de Dios y se desvíe por oscuros caminos.
Prosigue también Jesús: “El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto”. Esta clase de almas escuchan la Palabra de Dios, recibe a Jesús y a sus mandamientos, pero ante las falsas seducciones del mundo, se deja atrapar por estas y abandona a Jesús, inclinándose por el mundo y sus vanos atractivos.
Por último, Jesús revela en quién da frutos la semilla de la Palabra de Dios: “El que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno”.
El hombre que produce fruto es aquel que escucha la Palabra de Dios, la entiende gracias a la luz del Espíritu Santo, no se deja amedrentar por las persecuciones, no se desalienta ante las tribulaciones y la pone en práctica, amando a Jesús y cumpliendo sus mandamientos, que están comprendidos en las obras de misericordia corporales y espirituales.
“El sembrador salió a sembrar”. El Sembrador, que es Dios Padre, siembra la semilla de su Palabra, el Hijo de Dios encarnado, también en nuestros corazones. Esta Palabra es sembrada de dos formas: por la lectura de la Palabra de Dios, esto es, la Sagrada Escritura, y por la Comunión Sacramental, porque la Eucaristía es la Palabra de Dios, Cristo Jesús, encarnada primero en el seno de María y luego en el seno de la Iglesia, el altar eucarístico. Por esta razón, la parábola nos sirve para comparar nuestros corazones con los corazones de los hombres de la parábola y así saber qué clase de terreno es nuestro corazón. Si encontramos que nuestro corazón es como la semilla al borde del camino, o como el terreno pedregoso, o como la tierra rodeada de espinas, sepamos que lo que convierte a nuestro corazón en terreno fértil, no es nuestra voluntad ni nuestras fuerzas humanas, sino la gracia de Dios. Vivamos en gracia de Dios y así nuestro corazón será como el terreno fértil de la parábola, que al escuchar la Palabra de Dios y al recibirla en la Comunión Eucarística, da frutos al cien, al sesenta, o al treinta por uno.

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