“Los
que reciben la semilla en tierra buena, son los que escuchan la Palabra, la
aceptan y dan fruto al treinta, al sesenta y al ciento por uno” (Mc 4, 1-20). Con la parábola de un
sembrador, cuya semilla cae en distintos tipos de terrenos y da frutos en
diversos porcentajes, Jesús describe la interacción y la relación sobrenatural que se produce entre la
Palabra de Dios, el hombre y sus situaciones existenciales y el ángel caído,
Satanás. El sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla, la Palabra de
Dios -su Hijo, Jesucristo, la Palabra Eternamente pronunciada-, en el corazón del hombre, el cual, en algunas ocasiones es como el “borde
del camino”, otra es un “terreno rocoso”, en otros casos es un terreno “espinoso”,
y en otro caso, es “tierra fértil”, que da fruto “al treinta, sesenta y ciento
por uno”. Lo más interesante de la parábola es la semilla que cae en terreno
fértil, porque es la que da frutos, y esto nos lleva a preguntarnos qué es lo
que hace que un corazón dé frutos, ante la escucha de la Palabra de Dios, y qué
es lo que hace que no dé frutos. A diferencia de la tierra, que es un ser obviamente
inerte, sin vida y sin libertad, el corazón del hombre es libre, lo cual quiere
decir que, en cierta medida, que la Palabra fructifique o no, depende de su
libertad: los obstáculos a la germinación de la Palabra –Satanás, la
tribulación, la persecución, la seducción de las riquezas- son obstáculos en
tanto y en cuanto es el hombre el que decide que sean obstáculos, puesto que la
Palabra de Dios tiene, en sí misma, la fuerza propia de la divinidad, que le
permite al hombre superar, mediante esa fuerza, cualquier clase de
obstáculo –natural o preternatural, esto es, diabólico- que pretenda impedir el
crecimiento de la Palabra de Dios en el corazón del hombre. Un factor,
entonces, es la libertad del hombre, desde el momento en que es el hombre el
que, libremente, decide inclinarse por la Palabra de Dios o por el mundo y sus
seducciones y falsos atractivos. El otro factor a tener en cuenta, es la
libertad de Dios y la acción de la gracia divina: cuando Dios siembra en un
corazón su Palabra, lo hace por su Amor -sin obligación alguna de ningún tipo-, al tiempo que concede
la gracia suficiente para que esta Palabra germine. Es decir, para que la
Palabra de Dios rinda al “treinta, sesenta y o ciento por uno”, son necesarias,
de nuestra parte, la libre elección de la Palabra de Dios y confianza en ella ante cualquier
circunstancia adversa y que esta Palabra de Dios ocupe siempre el primer lugar,
en el centro de nuestro corazón; del lado de Dios, aunque siempre encontraremos
su disposición a sembrar en nosotros su Palabra, es necesaria también la acción
previa de la gracia, que es la que prepara al corazón para recibir con fe y con
amor la Palabra de Dios. Y aquí viene otro factor sobrenatural, necesario para que la Palabra dé frutos en el alma: como toda gracia proviene de la María Santísima, la
Medianera de todas las gracias, entonces, para que germine la Palabra de Dios
en nuestros corazones y dé fruto “al ciento por uno”, es necesario que nos
dirijamos a Ella, suplicándole que convierta nuestros corazones, áridos, llenos
de espinas y de rocas y acechados por los pájaros que comen la semilla, en
tierra fértil que reciba la Palabra de Dios, para que la Palabra de Dios, echando raíces, dé frutos de caridad,
mansedumbre, humildad, santidad.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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