viernes, 19 de febrero de 2016

“Jesús se transfiguró…”


(Domingo II - TC - Ciclo C – 2016)

         “Jesús se transfiguró…” (Lc 9, 28b-36). Jesús se transfigura en el Monte Tabor: su rostro y sus ropas resplandecen con una luz más potente y brillante que cientos de miles de soles juntos: es la Luz Eterna de su Ser trinitario la que, por un instante, se abre paso a través de su Humanidad Santísima. Ahora bien, para aprehender el contenido sobrenatural y la enseñanza del episodio evangélico de la Transfiguración –y el por qué la Iglesia inserta este Evangelio antes de Semana Santa-, hay que tener en cuenta, por un lado, a los dos santos del Antiguo Testamento que aparecen al lado de Jesús en el momento de la Transfiguración, Moisés y Elías y el contenido de su conversación: el tema sobre el que ambos dialogan es acerca de la partida de Jesús de este mundo, es decir, hablan de su Pasión y Muerte en Cruz; el otro elemento que hay que tener en cuenta es que la Transfiguración, en sí misma, anticipa la Resurrección de Jesús luego de su muerte en el Calvario, porque la luz que Jesús emite en la Transfiguración y el estado de su cuerpo, luminoso y glorioso, es la misma luz que emitirá cuando resucite, el Domingo de Resurrección, en el sepulcro. En este Evangelio, entonces, están condensados los aspectos fundamentales de la fe en Jesucristo: “no es un hombre santo, no es un hombre sabio, no es un reformador ni mucho menos un revolucionario social”[1]: Jesucristo es el Hombre-Dios, que habrá de cumplir su misterio pascual, pasando por la muerte cruenta de la cruz para luego resucitar glorioso al tercer día.
Teniendo esto en mente, surgen algunas preguntas: ¿por qué Jesús se transfigura? ¿Por qué lo hace antes de la Pasión? ¿Qué relación hay entre la Transfiguración de Jesús y nuestra vida personal? Para responder a estas preguntas, hay que considerar ante todo que la Transfiguración no es un milagro, porque es el “estado natural” de Jesús: así debería aparecer Jesús, desde el  momento mismo de la Encarnación, puesto que Él es Dios y en cuanto Dios, es Luz y Luz eterna, porque la naturaleza del Ser divino trinitario es una naturaleza luminosa. La pregunta entonces no es “por qué Jesús se transfigura”, sino, por el contrario, “por qué NO se transfigura” y porqué sólo lo hace en el Monte Tabor –y también en la Epifanía-, como anticipo de la Resurrección. La respuesta la da un teólogo[2], quien sostiene que Jesús no se transfigura durante toda su vida –como decíamos, sólo lo hace en la Epifanía y en el Tabor, antes de la Resurrección- porque la Transfiguración implica el estado glorioso de la Humanidad de Jesús, lo cual quiere decir que Jesús no hubiera podido sufrir la Pasión, si hubiera permanecido glorioso y luminoso desde la Encarnación. Entonces, por un milagro de su omnipotencia divina, Jesús impide, durante la mayor parte de su vida terrestre, que la luz de su gloria se transparente, por así decirlo, a través de su Humanidad, para poder sufrir la Pasión. Es decir, que Jesús NO se transfigure, en la mayor parte de su vida terrena, es un milagro mayor aún que la misma Transfiguración en el Monte Tabor.
Otra pregunta a contestar es el porqué de la Transfiguración de Jesús antes de su Pasión, hecho que es confirmado por la conversación de los dos santos del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y la respuesta la da Santo Tomás de Aquino, quien dice que Jesús se transfigura antes de la Pasión, porque así les recordaba a sus discípulos que Él era Dios Encarnado, para que cuando lo vieran todo desfigurado por los golpes, cubierto de hematomas, de escupitajos, de heridas abiertas y su Rostro y su Cuerpo cubiertos de Sangre, puesto que no lo iban a poder reconocer -a causa del estado en el que iba a quedar su Humanidad Santísima como consecuencia de los golpes recibidos por nuestros pecados-, se recordaran de la gloria del Tabor y así no se desanimaran en el Camino de la Cruz, en el Via Crucis. Jesús se cubre de gloria y de luz en el Tabor, porque habría de cubrirse luego de su propia Sangre en el Calvario, quedando irreconocible a causa de los golpes, las heridas, la tierra, el barro, el sudor y la Sangre.
La última pregunta a contestar es qué relación tiene la Transfiguración de Jesús con nuestra vida personal, y la respuesta la tenemos en Dios Padre, que se manifiesta en el Tabor haciendo sentir su voz y diciendo: “Éste es mi Hijo muy amado, escúchenlo”. Así, Dios Padre lo que hace es ratificar la fe de la Iglesia en Jesús como Hombre-Dios, como Hijo de Dios Encarnado, lo cual tiene sus consecuencias, porque quiere decir que, por el hecho de ser Dios, debemos obedecer sus mandatos y hacer lo que nos diga y lo que nos dice Jesús es que “tomemos nuestra cruz de cada día y que lo sigamos” por el Camino del Calvario, el Via Crucis.
“Jesús se transfiguró…”. Todos los cristianos estamos llamados a la gloria de la Resurrección pero, como dice Dios Padre, debemos escuchar a Jesús y Jesús nos dice que debemos “cargar nuestra cruz de cada día y seguirlo” (Lc 9, 23; Mt 16, 24), lo cual quiere decir que debemos subir al Monte Calvario, junto con Jesús, para morir al hombre viejo y para nacer al hombre nuevo, a la vida de la gracia. La enseñanza del Evangelio de la Transfiguración, entonces, además de que Jesús es Dios Encarnado y de que llega a la gloria del Reino de los cielos por medio del sacrificio de la cruz, es que también nosotros estamos llamados a ser transfigurados por la gloria de Dios, pero también debemos saber que no vamos a llegar a esta gloria si antes no pasamos por la muerte en cruz; es por eso que la Iglesia pide que los bautizados participen de la cruz de Jesús con sus sufrimientos: “Haz que tus fieles aprendan a participar en tu pasión con sus propios sufrimientos”[3], para que así participen luego con Él de la gloria del Reino de los cielos. Y aquí está la respuesta de por qué la Iglesia coloca este Evangelio de la Transfiguración antes de Semana Santa: para que nosotros, los cristianos, participando de la Pasión de Jesús por el misterio de la liturgia, seamos capaces de participar luego de su gloria. Por último, no hay mejor forma de participar de la cruz de Jesús que uniéndonos espiritualmente con nuestras vidas, con lo que somos y tenemos, al Santo Sacrificio de la Cruz, renovado incruenta y sacramentalmente en el Altar Eucarístico, en la Santa Misa.





[1] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes en el Estadio Nacional de Chile, 2 de abril de 1987.
[2] Cfr. Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1956.
[3] Cfr. Liturgia de las Horas, Viernes de la I Semana de Cuaresma.

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