Jesús se transfigura en el Monte Tabor delante de sus
discípulos Pedro, Santiago y Juan, quedando su rostro más brillante que el sol
y sus vestiduras resplandecientes, “como nadie en el mundo podría blanquearlas”
(Mc 9, 2-10). Por la transfiguración,
Jesús se auto-revela en su constitución íntima, como la Persona de Dios Hijo
que es: la luz es, en la Sagrada Escritura, sinónimo de gloria y puesto que Él
es Dios Hijo encarnado, lo que hace es mostrarse tal como Él es en la
eternidad, “Luz de Luz, Dios de Dios”[1];
en cuanto Dios, Jesús es Luz, una luz desconocida para el hombre, puesto que es
divina, celestial, sobrenatural; es una luz que brota de su Ser trinitario
divino y que da vida a quien ilumina, vivificando en los cielos, a ángeles y
santos, a quien ilumina, con la vida misma de Dios –por eso Él es el Cordero, “la
Lámpara de la Jerusalén celestial”[2]-,
y a los fieles, en la Iglesia Peregrina, esta luz celestial que es Jesucristo, los
vivifica con la gracia, la verdad y la fe.
Ahora bien, ¿por qué se transfigura Jesús antes de la Pasión
y no permite a sus discípulos que lo digan a nadie, sino solamente luego de la
Pasión? Dice Santo Tomás de Aquino que es para que los discípulos no se
desanimaran cuando llegara precisamente el momento de la Pasión, porque verían
tan desfigurado por los golpes y con su Cuerpo Santísimo tan cubierto de
Sangre, que no reconocerían a Jesús: debían tener en sus almas, en sus mentes,
en sus corazones, en sus retinas, en sus memorias, el recuerdo de Jesús
glorioso y transfigurado en el Monte Tabor, para no desfallecer cuando vieran en
el Monte Calvario a Jesús ultrajado, golpeado, insultado, cubierto de tierra,
de sudor, de lágrimas y de Sangre. Debían atesorar y conservar la imagen de
Dios hecho hombre, resplandeciente de luz, de gloria y de esplendor en el Monte
Tabor, para no desfallecer ante la vista de ese mismo Jesús, el Hombre-Dios,
cuando lo vieran con su rostro tumefacto por los golpes e irreconocible por estar
cubierto con su Preciosísima Sangre.
Según un autor, Jesús realiza un milagro en la
Transfiguración, al permitir que su gloria, que es su estado natural, sea
visible a los ojos corpóreos de sus discípulos; sin embargo, dice este mismo
autor, Jesús hace un milagro aún mayor al ocultar el resplandor de su
divinidad, durante toda su vida terrena[3] –sólo
deja traslucir visiblemente su divinidad en la Epifanía y en el Tabor-, y esto lo
hace para poder sufrir la Pasión, para poder demostrar hasta dónde nos ama –hasta
la muerte de cruz-, debido a que no hubiera podido sufrir la Pasión, si su
Cuerpo hubiera estado glorificado, tal como le correspondía por su naturaleza
divina.
Sin embargo, hay un milagro mayor, infinitamente mayor, que
el de transfigurarse o el de ocultar su divinidad: es el Milagro de los
milagros, la Transubstanciación, por el cual Jesús oculta su Humanidad gloriosa
y resucitada, a los ojos corpóreos, mientras que se revela en su divinidad a
los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe, en la Eucaristía, el Pan
Vivo bajado del cielo.
En el Monte Calvario, Jesús ocultó su divinidad bajo el
manto real y púrpura de su Sangre Preciosísima; en el Monte Tabor, Jesús reveló
su divinidad, dejándola traslucir a través de su humanidad; en el Altar
Eucarístico, Jesús oculta su humanidad glorificada bajo apariencia de pan, para
revelarse en cambio a los ojos del alma, iluminados por la Fe de la Iglesia,
que ve en la Eucaristía al Hijo de Dios glorioso y resucitado, resplandeciente
como en el Tabor.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1956.
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