martes, 14 de julio de 2015

“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace rato se habrían convertido”


“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace rato se habrían convertido” (Mt 11, 20-24). Jesús se lamenta de las ciudades de Corozaín y Betsaida, y también de Cafarnaúm y el motivo del lamento es la ausencia de conversión, a pesar de que en estas ciudades -como el mismo Jesús lo dice-, se han hecho milagros. Cuando el Hombre-Dios hace milagros –resucitar muertos, curar enfermos, multiplicar panes y peces, etc.-, lo hace con un fin específico, y es el de confirmar, con sus obras, la veracidad de sus palabras: Él afirma ser Dios Hijo en Persona, hace milagros que sólo Dios puede hacer, por lo tanto, Jesús es quien dice ser: Dios encarnado. Y a su vez, la auto-revelación de Dios en Jesús de Nazareth, confirmada por medio de los milagros, tiene un único objetivo: derramar sobre las almas, por medio de la Sangre del Corazón de Jesús, la Misericordia y el Amor divinos, sin límites y sin medidas. Esta es la razón por la cual, el hecho de no solo rechazar un milagro, sino de persistir en la dureza de corazón –que es en lo que consiste la no-conversión, la contracara de la conversión-, significa en el fondo el rechazo del Amor de Dios, que no se manifiesta de otra manera que no sea en Cristo Jesús. En otras palabras, quien rechaza los milagros, rechaza el Amor de Dios, que obra los milagros por Amor a su creatura, el hombre, y no por ningún otro motivo, y quien rechaza el Amor de Dios, tiene la condena asegurada, porque “no hay otro nombre en el que se encuentre la salvación de los hombres” (cfr. Hch 4, 12).

“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si los milagros realizados entre ustedes se hubieran hecho en Tiro y en Sidón, hace rato se habrían convertido”. Las palabras dichas por Jesús contra estas ciudades, que han endurecido sus corazones, serán repetidas en el Día del Juicio Final, a todos aquellos cristianos que, habiendo tenido la posibilidad de asistir al Milagro de los milagros, la Transubstanciación, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, en el altar eucarístico, hayan preferido sus asuntos mundanos, despreciando así al Amor de Dios que se les donaba, gratuitamente, como Pan Vivo bajado del cielo, como Maná único y verdadero, que les concedía la vida eterna, ya en anticipo, en esta tierra y en esta vida temporal. No seamos de esos cristianos; que Jesús no tenga que reprocharnos la dureza de nuestros corazones, y no perdamos oportunidad de asistir a la Santa Misa, el Milagro del Divino Amor, milagro por el cual todo un Dios se nos entrega en la apariencia de pan y vino.

“Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”


“Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación” (Mc 16, 15-20). Jesús resucitado se aparece a sus discípulos y los envía a la misión: el terreno a misionar es “toda la creación” (todo el mundo) y el objetivo de la misión es “anunciar la Buena Noticia”. ¿Cuál es la Buena Noticia? La Buena Noticia de que Él, el Hijo de Dios encarnado, ha muerto en cruz y ha resucitado, para no solo perdonar los pecados, destruir la muerte y derrotar al demonio, sino ante todo, para conceder la filiación divina a todos y cada uno de los que crean en Él, para convertirlos hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino. La Buena Noticia es también que Él se ha quedado en medio de nosotros, en la Eucaristía, en el sagrario, para acompañarnos “todos los días, hasta el fin del mundo”, para consolarnos en nuestras penas, para fortalecernos en nuestras debilidades, y para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo, que concede a quien lo consume con fe y con amor, todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, que es el Amor trinitario de Dios Uno y Trino.

Es esta la Buena Noticia que todo cristiano debe anunciar: que Jesús no solo ha resucitado y ha dejado libre y vacío el sepulcro, sino que, a partir de Domingo de Resurrección, está en cada sagrario, en la Eucaristía, en acto de donación de su Ser divino trinitario y de todo el Amor infinito y eterno de su Sagrado Corazón. El cristiano debe anunciar esta Buena Noticia, que permite que todas las buenas noticias humanas sean verdaderas y buenas y tengan sentido, y sin la cual, ninguna noticia es buena en realidad. Pero a su vez, la Buena Noticia del Evangelio de Jesús, de su muerte y resurrección y de su Presencia gloriosa y resucitada en la Eucaristía, es a la vez el preludio de otra Buena Noticia: esta vida terrena es corta, muy corta, y da lugar a la feliz eternidad en la contemplación cara de las Tres Divinas Personas, en el Reino de los cielos. Por esta Buena Noticia, el cristiano considera a las cosas de este mundo como pasajeras, y por eso no se asusta, si son malas, porque no durarán mucho tiempo, y tampoco se alegra en demasía, sin son buenas, porque lo que la alegría que le espera en el Reino de los cielos es infinitamente superior a toda alegría terrena. Porque la Buena Noticia de Jesucristo, con su promesa de amor infinito, de alegría eterna y de dicha inimaginable, en la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas, trasciende los límites espacio-temporales de esta vida terrena para proyectarse hacia la eternidad, es que el cristiano considera caducas a todas las cosas de la tierra y repite, junto con Santa Teresa: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”.

viernes, 10 de julio de 2015

“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) sean mansos como palomas y astutos como serpientes”



“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) sean mansos como palomas y astutos como serpientes” (Mt 10, 16-23). Es curioso el hecho de que Jesús utilice a cuatro animales para caracterizar, tanto a sus discípulos, como a los enemigos de sus discípulos, aquellos que son partidarios del mundo, los mundanos. Sus discípulos son “como ovejas”, que deben tener la “mansedumbre de una paloma” y la “astucia de una serpiente”, al tiempo que sus adversarios, los hombres mundanizados, son “como lobos”. Es verdad que Jesús utiliza la figura de animales, los cuales están en un plano inferior al de los seres humanos, para graficar la realidad de la batalla espiritual que se libra entre sus discípulos –las ovejas- y los discípulos de Satanás, los mundanos –los lobos-; sin embargo, debido a que se trata de una batalla espiritual, las figuras son solo figuras, ya que en la realidad, lo que actúa, en el caso de los discípulos de Jesús, es la gracia, concediendo la mansedumbre, propia de las ovejas y de las palomas, y la astucia, propia de las serpientes, aunque en este caso, se trate de la mansedumbre del Hijo de Dios y de la astucia o, más bien, de la sabiduría del Hijo de Dios; en el caso de los hombres mundanos, los “lobos”, quien les hace partícipe de lo que es propio del lobo –traducido a las características humanas, esto es, ferocidad, impiedad, dureza de corazón, perversidad, astucia con mala intención, etc.-, es el Demonio, puesto que los hombres que pertenecen al mundo están bajo sus órdenes.
“Yo los envío como ovejas en medio de lobos”. En esta –aparente- desigual batalla entre las ovejas y los lobos –los lobos, con sus colmillos afilados, llevan todas las de ganar, frente a la indefensión de las ovejas-, quien dará la victoria final, será Nuestro Señor Jesucristo, porque Él infundirá, en sus discípulos, en aquellos que sean mansos como ovejas y astutos como serpientes, su Espíritu, el Espíritu Santo, quien “hablará por ellos”, cuando sean perseguidos y encarcelados por causa del Hijo de Dios.

“Yo los envío como ovejas en medio de lobos (…) sean mansos como palomas y astutos como serpientes”. Un filósofo pre-cristiano, Platón, decía que era preferible sufrir una injusticia, antes que cometer una injusticia; los cristianos, al ser mansos como ovejas en medio de lobos, están expuestos a toda clase de injusticias, de persecuciones, de agresiones, e incluso, están expuestos a perder la vida y no puede ser de otra manera, porque eso es lo que le sucedió al Pastor de las ovejas, Jesucristo. Por otra parte, para quien sea como una oveja, manso como una paloma y astuto como una serpiente, le está prometida la asistencia del Espíritu Santo y el triunfo final sobre sus enemigos, los lobos infernales, y le está asegurada, por lo tanto, el ingreso al Reino de los cielos.

miércoles, 8 de julio de 2015

“Proclamen que el Reino de los cielos está cerca”


“Proclamen que el Reino de los cielos está cerca” (Mt 10, 1-7). Jesús envía a sus Apóstoles con la misión de “proclamar que el Reino de los cielos está cerca”; les da instrucciones para el camino, pero además, los dota de poderes sobrenaturales, haciéndolos partícipes de su propio poder de Dios, concediéndoles la facultad de sanar enfermos, resucitar muertos, purificar leprosos y expulsar demonios. Aun siendo señales prodigiosas, todas estas cosas –sanaciones milagrosas, resurrecciones de muertos, expulsiones de demonios-, no son sino meras señales que indican la llegada de algo aún más prodigioso, y es el Reino de los cielos: “Proclamen que el Reino de los cielos está cerca”. Al modo de carteles indicadores al costado de una ruta, que no son el destino final sino que indican el destino final, los milagros, las curaciones milagrosas, las expulsiones de demonios, no constituyen el cristianismo, sino que son meros anunciadores del destino final al que toda la humanidad está llamada y a la que Jesús ha invitado a ingresar, con su muerte en cruz y resurrección: el Reino de los cielos. Muchos piensan que el cristianismo consiste en estas cosas y es así como creen que Jesús es una especie de hacedor de milagros que ha venido para hacer esta vida placentera, librando a la humanidad de aquello que la atormenta: la enfermedad, las tribulaciones, el demonio. Es verdad que Jesús –y por añadidura, la Virgen y los santos de la Iglesia Católica- tiene el poder de hacer esta vida más “fácil”, “tranquila”, o como se quiera decir, porque Él, en cuanto Dios, tiene el poder de sanar cualquier dolencia, tiene el poder de resucitar muertos, tiene el poder de expulsar demonios. Pero no consiste en esto el Reino de los cielos, y Jesús ha venido para llevarnos al Reino de los cielos, el Reino en donde el alma vive con su cuerpo glorificado, en la contemplación feliz de las Tres Divinas Personas, ofreciendo a Dios Uno y Trino todo el honor, el poder, la gloria y el amor, por medio del Cordero, y recibiendo de Dios Trino y el Cordero el Amor que brota del Ser trinitario como de una fuente inagotable, y esto, por la eternidad. En esto consiste el Reino de los cielos; para esto son los milagros; para esto es para lo que el cristiano tiene que prepararse, y para esto es que el cristiano “carga su cruz todos los días” (cfr. Lc 9, 23-24), no para permanecer en esta vida “tranquilo”, sin enfermedades, sin tribulaciones, sin cruces.

martes, 7 de julio de 2015

“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos”

           

         “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos” (Mt 9, 32-38). Luego de predicar la Buena Noticia, curar enfermos, expulsar demonios, Jesús se compadece de la multitud, cuyos integrantes están “fatigados y abatidos” y están desorientados y asustados, como “ovejas sin pastor” y es por eso que da la recomendación a sus discípulos, de orar a Dios pidiendo por las vocaciones sacerdotales y religiosas: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha”. La cosecha son las almas, que le pertenecen a Dios; los trabajadores son los sacerdotes y los religiosos en general; el dueño de los sembrados es Dios; la oración pidiendo por trabajadores, es el deber de la Iglesia de no solo rezar pidiendo por las vocaciones sacerdotales y religiosas, sino de buscarlas y de cuidarlas allí donde se las encuentra, preservándolas del contagio del espíritu mundano, para que no se aparten de su deber de cuidar las almas para Dios. Es decir, la Iglesia debe rezar por las vocaciones religiosas, pero no basta con rezar, sino que debe cuidarlas del espíritu del mundo y, aún más, debe sacrificarse por ellas, como Madre Buena que es.
“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos”. Los pastores, los trabajadores de la cosecha, son almas elegidas especialmente por Dios, para que pastoreen a SU rebaño, los seres humanos, y son elegidos para que los protejan de las acechanzas del enemigo de las almas, el demonio y por esto mismo, son como los perros guardianes del pastor, del Gran Pastor, Jesucristo: tienen la función de ladrar, de avisar que viene el Lobo Infernal, para que el Gran Pastor Jesucristo, lo ahuyente con su cayado, la Cruz ensangrentada. Pero si los pastores, los religiosos, se mundanizan, o callan frente al mundo y sus trampas mortales, son como un perro mudo, que ve que el lobo se acerca, pero como es mudo, no ladra y así el lobo da fácilmente cuenta de las ovejas, haciendo estragos en el rebaño. No en vano Dios advierte, en las Escrituras, contra los pastores que duermen y que no alertan al rebaño, porque son como “perros mudos”: “son perros mudos que no pueden ladrar, soñadores acostados, amigos de dormir” (Is 56, 10).

Es por eso que no basta con orar por las vocaciones: la Iglesia debe además cuidar las vocaciones, e incluso debe sacrificarse por las vocaciones, para que estas sean santas y puedan así cumplir su función de pastorear a las almas, las ovejas del rebaño del Gran Pastor Jesucristo, conduciéndolas, bajo su guía, a los verdes pastos y el agua fresca, el Reino de los cielos.

sábado, 4 de julio de 2015

“No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”


(Domingo XIV - TO - Ciclo B – 2015)

         “No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe” (Mc 6, 1-6). Jesús es el Hombre-Dios; en cuanto tal, es poseedor de la omnipotencia divina, que le permite obrar milagros, es decir, hechos que superan las leyes de la naturaleza y que solo pueden ser obrados por la divinidad, como por ejemplo, la curación instantánea de una enfermedad, la resurrección de un muerto, la multiplicación de panes y peces. Sin embargo, el Evangelio relata un episodio paradójico: Jesús no puede hacer milagros en su propio pueblo, puesto que no creen en Él. Por este motivo, el Evangelio de este Domingo plantea a la incredulidad como fenómeno de la razón que se opone a la verdad de fe revelada y al hecho prodigioso que confirma esa verdad de fe. Jesús hace milagros –curación, multiplicación prodigiosa de panes y peces, resucitar muertos, etc.-, para confirmar la Verdad de sus palabras: Él afirma de sí mismo el ser Dios; por lo tanto, sus obras, que sólo pueden ser hechas por Dios, confirman que lo que dice es verdad, que Él es Dios. Sólo quien es Dios, puede obrar las obras de Dios. Jesús dice de sí mismo que es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; para confirmar esta Verdad absoluta divinamente revelada, realiza una obra –el milagro- que confirma, con el hecho prodigioso, la veracidad de lo que se dice. Por el contrario, si alguien dice de sí mismo: “Yo soy Dios”, pero se muestra incapaz de hacer obras propias de Dios –obras hechas con Omnipotencia, Sabiduría y Amor-, ese tal demuestra que no es Dios y que sus pretensiones de ser Dios son falsas y que es sólo un impostor. No es, obviamente, el caso de Jesús, porque Jesús sí realiza milagros, de manera tal que quien no cree en Él, tiene en sus milagros una prueba definitiva de su poder divino.
         Así nos lo enseña la Iglesia, en las Sagradas Escrituras, en sus Doctores y en su Magisterio: los milagros de Cristo confirman la Verdad por Él revelada y prueban su divinidad.
En las Sagradas Escrituras, es el mismo Jesús quien considera sus milagros como prueba de su divinidad: “Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí” (Jn 5, 36-37)
“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38).
La fama de Jesús entre sus contemporáneos se hizo por los milagros, prodigios y signos: “Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él, como vosotros mismos sabéis, a este, entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos” (Hch 2, 22-23).
Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, afirma que Cristo hizo milagros para confirmar su doctrina y manifestar su divinidad[1].
En el Catecismo de la Iglesia Católica se afirma que los milagros visibles de Jesús conducen a creer en el misterio invisible de la Redención[2].
Finalmente, el Magisterio de los Papas y los Concilios, también sostiene que los milagros de Jesús confirma la Verdad revelada de que Él es Dios. Para el Papa León XIII, los milagros comprueban que Jesús es Dios y por eso mueven la razón a creer en sus palabras[3].
El Concilio Vaticano I sostiene que los milagros son auxilios externos de la fe[4].
Juan Pablo II afirma que la primera certeza transmitida por los Evangelios es que toda la Iglesia primitiva veía en los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sus leyes[5].
Los milagros de Cristo son hechos sobrenaturales, que sobrepasan las fuerzas de la naturaleza, ocurridos en realidad –es decir, no son producto de la fantasía o de la imaginación- y confirmados incluso por sus adversarios[6].
Dice Juan Pablo II: “En el Evangelio de Juan encontramos la descripción detallada de siete acontecimientos que el Evangelista llama “señales” (y no milagros). Con esa expresión él quiere indicar lo que es más esencial en esos hechos: la demostración de la acción de Dios en persona, presente en Cristo, mientras la palabra “milagro” indica más bien el aspecto “extraordinario” que tienen esos acontecimientos a los ojos de quienes los han visto u oyen hablar de ellos. Sin embargo, también Juan, antes de concluir su Evangelio, nos dice que “muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro” (Jn 20, 30). Y da la razón de la elección que ha hecho: “Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 31). A esto se dirigen tanto los Sinópticos como el cuarto Evangelio: mostrar a través de los milagros la verdad del Hijo de Dios y llevar a la fe que es principio de salvación”[7].
         Todo esto nos lleva a considerar que quien cree al milagro realizado por Jesucristo –o por sus santos-, cree que Jesús es quien dice ser, el Hijo de Dios Encarnado, y realiza el acto meritorio de fe, por el cual se acrecienta su unión en el Amor con Dios Trino, quien se revela y manifiesta en Cristo, precisamente, para ser conocido, amado y adorado.
         Por el contrario, quien no quiere creer en los milagros, como sucede en el caso de los habitantes del pueblo de Jesús -relatado en el episodio del Evangelio de hoy-, no cree que Jesucristo sea Dios y comete el pecado de incredulidad, por el cual se enfría su amor hacia Dios y se deteriora su relación de amistad y filiación, en mayor grado, cuanto mayor sea la incredulidad. Es lo que sucede en el Evangelio: Jesús realiza milagros, pero no creen, porque pecan de incredulidad: a pesar de estar viendo con sus propios ojos el milagro, no creen, o mejor dicho, no quieren creer, lo cual hace más grave su pecado de incredulidad, porque se hace voluntario. Pero al no creer en los milagros de Jesús, impiden la acción de la gracia y la manifestación del mismo Hombre-Dios en sus vidas: “No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”.
         “No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”. Al igual que sucede con los contemporáneos de Jesús, que voluntariamente se veían privados de los milagros de Jesús por no querer creer en sus palabras y en sus obras, así sucede hoy con muchos cristianos, a quienes Jesús no puede hacer milagros en sus vidas, no porque Él no quiera, sino porque estos cristianos no quieren creer en sus milagros, el principal y el más grande de todos, el que Jesús realiza por intermedio de su Iglesia y del sacerdocio ministerial, la transubstanciación, la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Quien no cree en el milagro de la Eucaristía, cierra su propia vida a la acción de Jesús en su alma y en su vida, porque Jesús no puede obrar milagros en el incrédulo, en el que no quiere creer, porque éste cierra su alma voluntariamente a toda acción de la gracia. Hay muchos cristianos que son incrédulos con respecto a los milagros de Jesús, aunque se muestran crédulos cuando los vendedores de ilusiones los engañan con sus palabras. En otras palabras, no creen a Dios, que se manifiesta en Cristo y creen en cambio a los hombres, cuya palabra, cuando no está sostenida por la Palabra de Dios, es falsa y vana.
Por eso es que dice San Cirilo de Jerusalén: “Limpia tu recipiente, para que sea capaz de una gracia más abundante, porque el perdón de los pecados se da a todos por igual, pero el don del Espíritu Santo se concede a proporción de la fe de cada uno”[8].
“No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”. Si muchos cristianos se decidieran a querer creer en las palabras y en los milagros de Jesús, sus vidas serían muy distintas, porque Jesús entonces sí podría obrar todos los milagros que Él tiene pensado para cada uno, y estos son milagros de tal magnitud, que dejan a todos sin palabras.




[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 43, a. 1: “Dios concede al hombre el poder de hacer milagros por dos motivos. Primero, y principalmente, para confirmar la verdad que uno enseña. […] Segundo, para mostrar la presencia de Dios en el hombre por la gracia del Espíritu Santo, de modo que, al realizar el hombre las obras de Dios, se crea que el propio Dios habita en él por la gracia. Por esto se dice en Ga 3, 5: El que os otorga el Espíritu y obra milagros entre vosotros. Y ambas cosas debían ser manifestadas a los hombres acerca de Cristo, a saber: Que Dios estaba en Él por la gracia no de adopción sino de unión, y que su doctrina sobrenatural provenía de Dios. Y por estos motivos fue convenientísimo que hiciera milagros”.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 515: “Los evangelios fueron escritos por hombres que pertenecieron al grupo de los primeros que tuvieron fe (cf. Mc 1, 1; Jn 21, 24) y quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe quién es Jesús, pudieron ver y hacer ver los rasgos de su misterio durante toda su vida terrena. Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que “en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el “sacramento”, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora”.
[3] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, n. 13, 29 de junio de 1896: “Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. […] Todo lo que ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no sólo de aceptar en general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla es contrario a la razón”.
[4] Denzinger-Hünermann 3009. Concilio Vaticano I, sesión III, Constitución Dogmática sobre la Fe, 24 de abril de 1870: “[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf. Rm 12, 1), quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían” (Mc 16, 20).
[5] Juan Pablo II. Audiencia general, n. 1, 2 de diciembre de 1987: “Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del contexto auténtico del Evangelio.[…] Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes”.
[6] Juan Pablo II. Audiencia general, n. 3, 11 de noviembre de 1987: “El análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo, es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
[7] Cfr. Juan Pablo II. Audiencia general, n. 6, 11 de noviembre de 1987: “El análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo, es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
[8] De las Catequesis de san Cirilo de Jerusalén, obispo; Catequesis 1, 2-3. 5-6: PG 33, 371. 375-378.

miércoles, 1 de julio de 2015

“Jesús exorciza a los endemoniados gadarenos”


En este Evangelio, en el que se relata el exorcismo y liberación de los endemoniados de la región de los gadarenos (Mt 8, 28-34), la figura de Jesús domina el centro de la escena; los ojos del espectador se desvían hacia Él, porque se yergue majestuoso, dueño de la situación. Su Cabeza se encuentra rodeada por una aureola dorada, signo de la “divinidad que inhabita corporalmente en Él en su plenitud” (cfr. Col 2,9). De su brazo derecho levantado en dirección a lo posesos, ha emanado ya su fuerza divina, la cual ha provocado el movimiento que se observa en la segunda mitad a la derecha del espectador: al tiempo que los dos posesos se elevan de sus tumbas, ya liberados de los espíritus malignos (un último espíritu maligno es el que está saliendo de la boca el primer poseso), los otros espíritus caídos, que ocupan el cuadrante inferior derecho del cuadro, se dirigen con toda prisa  a la piara de cerdos para entrar en ellos, en tanto que algunos, que ya han entrado, han comenzado a precipitarse en el lago. Nótese la diferencia de tamaño, desproporcionada, entre Nuestro Señor, los discípulos, los posesos ya liberados, y los demonios y los cerdos: mientras demonios y cerdos aparecen de tamaño diminuto, Nuestro Señor, los discípulos y los liberados, aparecen en tamaño normal, indicando así que por la acción de la gracia santificante, la naturaleza humana recupera su, por Cristo, su antiguo esplendor. También la luminosidad del cuadro ayuda en este sentido: la figura más luminosa es Nuestro Señor, y desde Él la luz parece alcanzar tanto a sus discípulos como a los endemoniados que están siendo liberados, y mientras luminosidad parece abarcar casi todo el cuadro, hay una parte más oscura, el cuadrante inferior derecho –visto desde la perspectiva del espectador- que se encuentra más opaca, y que es la zona en la que se encuentran tanto el lago en el que se precipitan la piara de cerdos, como los ángeles caídos que han ingresado en ellos.

“Jesús exorciza a los endemoniados gadarenos” (cfr. Mt 8,28-34). Cuando Jesús llega a la “región de los gadarenos”, le salen a su encuentro dos endemoniados, que habitaban entre los sepulcros. Inmediatamente, los demonios que poseen los cuerpos de los dos hombres, reconocen a Jesús en cuanto Hombre-Dios y llenos de terror ante su Presencia y su poder divino, le preguntan “qué quiere de ellos”, si ha venido para “atormentarlos antes de tiempo” y le suplican que “si va a expulsarlos”, los envíe a una “piara de cerdos”. Jesús les ordena que salgan de los cuerpos de los posesos y que entren en los cuerpos de los cerdos y los cerdos, precipitándose al mar desde el acantilado, se ahogan.
El Evangelio nos demuestra tanto la terrible realidad de la existencia de los demonios, como la pavorosa realidad de la posesión que los demonios ejercen sobre los cuerpos de los hombres en el tiempo y en la tierra, como anticipo que de la posesión del alma y del cuerpo esperan poseer para siempre, en el infierno. Todo lo que hacen los demonios, en este Evangelio, justifica el nombre de “espíritus inmundos” que les corresponde, y son espíritus inmundos porque se han apartado de Ser divino, que es la Pureza en sí misma. Los endemoniados viven en el cementerio, porque están poseídos por los demonios y por eso mismo habitan en medio de los cuerpos descompuestos de los cadáveres, y habitan en la podredumbre maloliente de los cadáveres; cuando son expulsados, van a ocupar los cuerpos de unos cerdos, símbolos de animales impuros –principalmente en el judaísmo y en el islamismo, pero también es un animal que en sí mismo es anti-higiénico por sus hábitos naturales-; luego, los cerdos en los que son expulsados los demonios, perecen ahogados, y esta muerte de los animales, simboliza la muerte, por toda la eternidad, a la vida de la gracia, que sufren los demonios, como consecuencia de su libre elección de verse privados de la visión beatífica de Dios, por elegirse a ellos mismos y a su soberbia demoníaca.

Jesús libera a los endemoniados de la región de Gerasa, expulsando a los demonios que poseían sus cuerpos, y esto porque Jesús “ha venido para destruir las obras del demonio” (1 Jn 1, 3, 8) y al destruir las obras del demonio libera al hombre y le concede la paz, porque el demonio sólo busca el tormento del hombre, no solo corporal y en el tiempo, sino en el alma y por la eternidad. Es por esto que si la expulsión de los demonios de los cuerpos de los endemoniados es una obra que demuestra su omnipotencia, el don de la gracia santificante, por medio de la cual el hombre no solo se ve libre de la influencia y del poder demoníaco sino que, mucho más, se ve enaltecido a ser la imagen viviente del Hijo de Dios, es demostrativa de la potencia infinita de su Amor misericordioso. El exorcismo, o expulsión del demonio dejando libre al cuerpo del hombre al cual poseía, es una obra grandiosa, es mucho más grandiosa la donación de la gracia santificante, por la cual el cuerpo se ve convertida en “templo del Espíritu Santo” (1 Cor 3, 16), el alma en morada de la Santísima Trinidad y el corazón en altar de Jesús Eucaristía.