En este
Evangelio, en el que se relata el exorcismo y liberación de los endemoniados de
la región de los gadarenos (Mt 8,
28-34), la figura de Jesús domina el centro de la escena; los ojos del
espectador se desvían hacia Él, porque se yergue majestuoso, dueño de la
situación. Su Cabeza se encuentra rodeada por una aureola dorada, signo de la
“divinidad que inhabita corporalmente en Él en su plenitud” (cfr. Col 2,9). De su brazo derecho levantado
en dirección a lo posesos, ha emanado ya su fuerza divina, la cual ha provocado
el movimiento que se observa en la segunda mitad a la derecha del espectador:
al tiempo que los dos posesos se elevan de sus tumbas, ya liberados de los
espíritus malignos (un último espíritu maligno es el que está saliendo de la
boca el primer poseso), los otros espíritus caídos, que ocupan el cuadrante
inferior derecho del cuadro, se dirigen con toda prisa a la piara de cerdos para entrar en ellos, en
tanto que algunos, que ya han entrado, han comenzado a precipitarse en el lago.
Nótese la diferencia de tamaño, desproporcionada, entre Nuestro Señor, los
discípulos, los posesos ya liberados, y los demonios y los cerdos: mientras
demonios y cerdos aparecen de tamaño diminuto, Nuestro Señor, los discípulos y
los liberados, aparecen en tamaño normal, indicando así que por la acción de la
gracia santificante, la naturaleza humana recupera su, por Cristo, su antiguo
esplendor. También la luminosidad del cuadro ayuda en este sentido: la figura
más luminosa es Nuestro Señor, y desde Él la luz parece alcanzar tanto a sus
discípulos como a los endemoniados que están siendo liberados, y mientras
luminosidad parece abarcar casi todo el cuadro, hay una parte más oscura, el
cuadrante inferior derecho –visto desde la perspectiva del espectador- que se
encuentra más opaca, y que es la zona en la que se encuentran tanto el lago en
el que se precipitan la piara de cerdos, como los ángeles caídos que han
ingresado en ellos.
“Jesús
exorciza a los endemoniados gadarenos” (cfr. Mt 8,28-34). Cuando Jesús llega a la “región de los gadarenos”, le
salen a su encuentro dos endemoniados, que habitaban entre los sepulcros. Inmediatamente,
los demonios que poseen los cuerpos de los dos hombres, reconocen a Jesús en
cuanto Hombre-Dios y llenos de terror ante su Presencia y su poder divino, le
preguntan “qué quiere de ellos”, si ha venido para “atormentarlos antes de
tiempo” y le suplican que “si va a expulsarlos”, los envíe a una “piara de
cerdos”. Jesús les ordena que salgan de los cuerpos de los posesos y que entren
en los cuerpos de los cerdos y los cerdos, precipitándose al mar desde el
acantilado, se ahogan.
El
Evangelio nos demuestra tanto la terrible realidad de la existencia de los
demonios, como la pavorosa realidad de la posesión que los demonios ejercen
sobre los cuerpos de los hombres en el tiempo y en la tierra, como anticipo que
de la posesión del alma y del cuerpo esperan poseer para siempre, en el
infierno. Todo lo que hacen los demonios, en este Evangelio, justifica el
nombre de “espíritus inmundos” que les corresponde, y son espíritus inmundos
porque se han apartado de Ser divino, que es la Pureza en sí misma. Los endemoniados
viven en el cementerio, porque están poseídos por los demonios y por eso mismo
habitan en medio de los cuerpos descompuestos de los cadáveres, y habitan en la
podredumbre maloliente de los cadáveres; cuando son expulsados, van a ocupar
los cuerpos de unos cerdos, símbolos de animales impuros –principalmente en el
judaísmo y en el islamismo, pero también es un animal que en sí mismo es
anti-higiénico por sus hábitos naturales-; luego, los cerdos en los que son
expulsados los demonios, perecen ahogados, y esta muerte de los animales,
simboliza la muerte, por toda la eternidad, a la vida de la gracia, que sufren
los demonios, como consecuencia de su libre elección de verse privados de la
visión beatífica de Dios, por elegirse a ellos mismos y a su soberbia
demoníaca.
Jesús
libera a los endemoniados de la región de Gerasa, expulsando a los demonios que
poseían sus cuerpos, y esto porque Jesús “ha venido para destruir las obras del
demonio” (1 Jn 1, 3, 8) y al destruir
las obras del demonio libera al hombre y le concede la paz, porque el demonio
sólo busca el tormento del hombre, no solo corporal y en el tiempo, sino en el
alma y por la eternidad. Es por esto que si la expulsión de los demonios de los
cuerpos de los endemoniados es una obra que demuestra su omnipotencia, el don
de la gracia santificante, por medio de la cual el hombre no solo se ve libre
de la influencia y del poder demoníaco sino que, mucho más, se ve enaltecido a
ser la imagen viviente del Hijo de Dios, es demostrativa de la potencia
infinita de su Amor misericordioso. El exorcismo, o expulsión del demonio
dejando libre al cuerpo del hombre al cual poseía, es una obra grandiosa, es
mucho más grandiosa la donación de la gracia santificante, por la cual el cuerpo
se ve convertida en “templo del Espíritu Santo” (1 Cor 3, 16), el alma en morada de la Santísima Trinidad y el
corazón en altar de Jesús Eucaristía.
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