“Proclamen
que el Reino de los cielos está cerca” (Mt
10, 1-7). Jesús envía a sus Apóstoles con la misión de “proclamar que el Reino
de los cielos está cerca”; les da instrucciones para el camino, pero además,
los dota de poderes sobrenaturales, haciéndolos partícipes de su propio poder
de Dios, concediéndoles la facultad de sanar enfermos, resucitar muertos,
purificar leprosos y expulsar demonios. Aun siendo señales prodigiosas, todas estas
cosas –sanaciones milagrosas, resurrecciones de muertos, expulsiones de
demonios-, no son sino meras señales que indican la llegada de algo aún más
prodigioso, y es el Reino de los cielos: “Proclamen que el Reino de los cielos
está cerca”. Al modo de carteles indicadores al costado de una ruta, que no son
el destino final sino que indican el destino final, los milagros, las
curaciones milagrosas, las expulsiones de demonios, no constituyen el
cristianismo, sino que son meros anunciadores del destino final al que toda la
humanidad está llamada y a la que Jesús ha invitado a ingresar, con su muerte
en cruz y resurrección: el Reino de los cielos. Muchos piensan que el
cristianismo consiste en estas cosas y es así como creen que Jesús es una
especie de hacedor de milagros que ha venido para hacer esta vida placentera,
librando a la humanidad de aquello que la atormenta: la enfermedad, las
tribulaciones, el demonio. Es verdad que Jesús –y por añadidura, la Virgen y
los santos de la Iglesia Católica- tiene el poder de hacer esta vida más “fácil”,
“tranquila”, o como se quiera decir, porque Él, en cuanto Dios, tiene el poder
de sanar cualquier dolencia, tiene el poder de resucitar muertos, tiene el
poder de expulsar demonios. Pero no consiste en esto el Reino de los cielos, y
Jesús ha venido para llevarnos al Reino de los cielos, el Reino en donde el
alma vive con su cuerpo glorificado, en la contemplación feliz de las Tres
Divinas Personas, ofreciendo a Dios Uno y Trino todo el honor, el poder, la
gloria y el amor, por medio del Cordero, y recibiendo de Dios Trino y el
Cordero el Amor que brota del Ser trinitario como de una fuente inagotable, y
esto, por la eternidad. En esto consiste el Reino de los cielos; para esto son
los milagros; para esto es para lo que el cristiano tiene que prepararse, y
para esto es que el cristiano “carga su cruz todos los días” (cfr. Lc 9, 23-24), no para permanecer en esta
vida “tranquilo”, sin enfermedades, sin tribulaciones, sin cruces.
Adorado seas, Jesús, Cordero de Dios, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios oculto en el Santísimo Sacramento del altar. Adorado seas en la eternidad, en el seno de Dios Padre; adorado seas en el tiempo, en el seno de la Virgen Madre; adorado seas, en el tiempo de la Iglesia, en su seno, el altar Eucarístico. Adorado seas, Jesús, en el tiempo y en la eternidad.
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