(Domingo
XIV - TO - Ciclo B – 2015)
“No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su
falta de fe” (Mc 6, 1-6). Jesús es el
Hombre-Dios; en cuanto tal, es poseedor de la omnipotencia divina, que le
permite obrar milagros, es decir, hechos que superan las leyes de la naturaleza
y que solo pueden ser obrados por la divinidad, como por ejemplo, la curación
instantánea de una enfermedad, la resurrección de un muerto, la multiplicación
de panes y peces. Sin embargo, el Evangelio relata un episodio paradójico:
Jesús no puede hacer milagros en su propio pueblo, puesto que no creen en Él. Por
este motivo, el Evangelio de este Domingo plantea a la incredulidad como
fenómeno de la razón que se opone a la verdad de fe revelada y al hecho
prodigioso que confirma esa verdad de fe. Jesús hace milagros –curación,
multiplicación prodigiosa de panes y peces, resucitar muertos, etc.-, para
confirmar la Verdad de sus palabras: Él afirma de sí mismo el ser Dios; por lo
tanto, sus obras, que sólo pueden ser hechas por Dios, confirman que lo que
dice es verdad, que Él es Dios. Sólo quien es Dios, puede obrar las obras de
Dios. Jesús dice de sí mismo que es Dios Hijo, la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad; para confirmar esta Verdad absoluta divinamente revelada,
realiza una obra –el milagro- que confirma, con el hecho prodigioso, la
veracidad de lo que se dice. Por el contrario, si alguien dice de sí mismo: “Yo
soy Dios”, pero se muestra incapaz de hacer obras propias de Dios –obras hechas
con Omnipotencia, Sabiduría y Amor-, ese tal demuestra que no es Dios y que sus
pretensiones de ser Dios son falsas y que es sólo un impostor. No es, obviamente, el caso de Jesús, porque Jesús sí realiza milagros, de manera tal que quien no cree
en Él, tiene en sus milagros una prueba definitiva de su poder divino.
Así nos lo enseña la Iglesia, en las Sagradas Escrituras, en sus Doctores y en
su Magisterio: los milagros de Cristo confirman la Verdad por
Él revelada y prueban su divinidad.
En
las Sagradas Escrituras, es el mismo Jesús quien considera sus milagros como prueba
de su divinidad: “Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las
obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan
testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo
ha dado testimonio de mí” (Jn 5,
36-37)
“Si
no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me
creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está
en mí, y yo en el Padre” (Jn 10,
37-38).
La
fama de Jesús entre sus contemporáneos se hizo por los milagros, prodigios y
signos: “Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón
acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios
realizó por medio de él, como vosotros mismos sabéis, a este, entregado
conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis,
clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos” (Hch 2, 22-23).
Santo
Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, afirma que Cristo hizo milagros para
confirmar su doctrina y manifestar su divinidad[1].
En
el Catecismo de la Iglesia Católica se afirma que los milagros visibles de
Jesús conducen a creer en el misterio invisible de la Redención[2].
Finalmente,
el Magisterio de los Papas y los Concilios, también sostiene que los milagros
de Jesús confirma la Verdad revelada de que Él es Dios. Para el Papa León XIII,
los milagros comprueban que Jesús es Dios y por eso mueven la razón a creer en
sus palabras[3].
El
Concilio Vaticano I sostiene que los milagros son auxilios externos de la fe[4].
Juan
Pablo II afirma que la primera certeza transmitida por los Evangelios es que
toda la Iglesia primitiva veía en los milagros el supremo poder de Cristo sobre
la naturaleza y sus leyes[5].
Los
milagros de Cristo son hechos sobrenaturales, que sobrepasan las fuerzas de la
naturaleza, ocurridos en realidad –es decir, no son producto de la fantasía o
de la imaginación- y confirmados incluso por sus adversarios[6].
Dice
Juan Pablo II: “En el Evangelio de Juan encontramos la descripción detallada de
siete acontecimientos que el Evangelista llama “señales” (y no milagros). Con
esa expresión él quiere indicar lo que es más esencial en esos hechos: la demostración
de la acción de Dios en persona, presente en Cristo, mientras la palabra
“milagro” indica más bien el aspecto “extraordinario” que tienen esos
acontecimientos a los ojos de quienes los han visto u oyen hablar de ellos. Sin
embargo, también Juan, antes de concluir su Evangelio, nos dice que “muchas
otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas
en este libro” (Jn 20, 30). Y da la
razón de la elección que ha hecho: “Estas han sido escritas para que creáis que
Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su
nombre” (Jn 20, 31). A esto se
dirigen tanto los Sinópticos como el cuarto Evangelio: mostrar a través de los
milagros la verdad del Hijo de Dios y llevar a la fe que es principio de
salvación”[7].
Todo esto nos lleva a considerar que quien cree al milagro
realizado por Jesucristo –o por sus santos-, cree que Jesús es quien dice ser,
el Hijo de Dios Encarnado, y realiza el acto meritorio de fe, por el cual se
acrecienta su unión en el Amor con Dios Trino, quien se revela y manifiesta en
Cristo, precisamente, para ser conocido, amado y adorado.
Por el contrario, quien no quiere creer en los milagros,
como sucede en el caso de los habitantes del pueblo de Jesús -relatado en el
episodio del Evangelio de hoy-, no cree que Jesucristo sea Dios y comete el
pecado de incredulidad, por el cual se enfría su amor hacia Dios y se deteriora
su relación de amistad y filiación, en mayor grado, cuanto mayor sea la
incredulidad. Es lo que sucede en el Evangelio: Jesús realiza milagros, pero no
creen, porque pecan de incredulidad: a pesar de estar viendo con sus propios
ojos el milagro, no creen, o mejor dicho, no quieren creer, lo cual
hace más grave su pecado de incredulidad, porque se hace voluntario. Pero al no
creer en los milagros de Jesús, impiden la acción de la gracia y la
manifestación del mismo Hombre-Dios en sus vidas: “No pudo hacer allí ningún
milagro (…) se asombraba de su falta de fe”.
“No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su
falta de fe”. Al igual que sucede con los contemporáneos de Jesús, que
voluntariamente se veían privados de los milagros de Jesús por no querer creer
en sus palabras y en sus obras, así sucede hoy con muchos cristianos, a quienes
Jesús no puede hacer milagros en sus vidas, no porque Él no quiera, sino porque
estos cristianos no quieren creer en sus milagros, el principal y el más grande
de todos, el que Jesús realiza por intermedio de su Iglesia y del sacerdocio
ministerial, la transubstanciación, la conversión del pan y del vino en su
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Quien no cree en el milagro de la Eucaristía,
cierra su propia vida a la acción de Jesús en su alma y en su vida, porque
Jesús no puede obrar milagros en el incrédulo, en el que no quiere creer,
porque éste cierra su alma voluntariamente a toda acción de la gracia. Hay muchos
cristianos que son incrédulos con respecto a los milagros de Jesús, aunque se
muestran crédulos cuando los vendedores de ilusiones los engañan con sus
palabras. En otras palabras, no creen a Dios, que se manifiesta en Cristo y
creen en cambio a los hombres, cuya palabra, cuando no está sostenida por la Palabra
de Dios, es falsa y vana.
Por
eso es que dice San Cirilo de Jerusalén: “Limpia tu recipiente, para que sea
capaz de una gracia más abundante, porque el perdón de los pecados se da a
todos por igual, pero el don del Espíritu Santo se concede a proporción de la
fe de cada uno”[8].
“No
pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”. Si muchos
cristianos se decidieran a querer creer en las palabras y en los milagros de
Jesús, sus vidas serían muy distintas, porque Jesús entonces sí podría obrar
todos los milagros que Él tiene pensado para cada uno, y estos son milagros de
tal magnitud, que dejan a todos sin palabras.
[1] Santo
Tomás de Aquino, Suma Teológica,
III, q. 43, a. 1: “Dios concede al hombre el poder de hacer milagros por dos
motivos. Primero, y principalmente, para confirmar la verdad que uno enseña.
[…] Segundo, para mostrar la presencia de Dios en el hombre por la gracia del
Espíritu Santo, de modo que, al realizar el hombre las obras de Dios, se crea
que el propio Dios habita en él por la gracia. Por esto se dice en Ga 3, 5: El
que os otorga el Espíritu y obra milagros entre vosotros. Y ambas cosas debían
ser manifestadas a los hombres acerca de Cristo, a saber: Que Dios estaba en Él
por la gracia no de adopción sino de unión, y que su doctrina sobrenatural
provenía de Dios. Y por estos motivos fue convenientísimo que hiciera milagros”.
[2] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 515: “Los evangelios fueron escritos por
hombres que pertenecieron al grupo de los primeros que tuvieron fe (cf. Mc 1,
1; Jn 21, 24) y quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe
quién es Jesús, pudieron ver y hacer ver los rasgos de su misterio durante toda
su vida terrena. Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre
de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7),
todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus
milagros y sus palabras, se ha revelado que “en él reside toda la plenitud de
la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el
“sacramento”, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la
salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce
al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora”.
[3] León
XIII, Encíclica Satis Cognitum,
n. 13, 29 de junio de 1896: “Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros,
su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas
del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo
exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. […] Todo lo que
ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que
exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a
Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no sólo de aceptar en general toda
su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba.
Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla es
contrario a la razón”.
[4] Denzinger-Hünermann 3009.
Concilio Vaticano I, sesión III, Constitución Dogmática sobre la Fe, 24 de
abril de 1870: “[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el
obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf. Rm 12, 1), quiso Dios que
a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de
su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las
profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia
infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de
todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los
profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos
y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon
y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con
los signos que se seguían” (Mc 16, 20).
[5] Juan Pablo II. Audiencia
general, n. 1, 2 de diciembre de 1987: “Por muchas que sean las discusiones que
se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a
las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es
cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos
a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del
contexto auténtico del Evangelio.[…] Cualesquiera que hayan sido en los tiempos
sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de
Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la
Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo
sobre la naturaleza y sobre las leyes”.
[6] Juan Pablo II.
Audiencia general, n. 3, 11 de noviembre de 1987: “El análisis no sólo del texto,
sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua
que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo.
Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede
desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones
posteriores. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son
atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino
que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo,
es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por
Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
[7]
Cfr. Juan Pablo II. Audiencia general, n. 6, 11 de noviembre de 1987: “El
análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su
carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y
verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez
intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con
cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores. A este propósito está
bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los
Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en
muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo, es muy significativo que estos
últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien
pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
[8] De las Catequesis de san Cirilo de
Jerusalén, obispo; Catequesis
1, 2-3. 5-6: PG 33, 371. 375-378.
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