jueves, 10 de diciembre de 2020

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”


 

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él” (Mt 21, 28-32). Jesús les reprocha a los sacerdotes y a los ancianos del pueblo, hombres en apariencia religiosos y dedicados a las cosas de Dios, que “no han creído a Juan”, el cual, además de predicar la necesidad de la conversión para la remisión de los pecados, anunciaba la próxima llegada del Mesías. Todavía más, el Bautista predica la necesidad de la conversión moral, para recibir el bautismo “en el fuego y en el Espíritu” del Mesías, Jesús de Nazareth. Pero los sacerdotes y los ancianos del pueblo han escuchado a Juan y no se han convertido, porque han endurecido sus corazones en el pecado; pretendiendo ocuparse de las cosas de Dios, han olvidado la esencia de la religión, de la unión de Dios, que son la misericordia y la justicia y así se han encerrado en sí mismos, sin dar cabida a la gracia que viene a traer el Mesías.

Por el contrario, quienes públicamente obran el mal, sí han escuchado al Bautista, han hecho penitencia y han dispuesto sus corazones para recibir la gracia de Jesús y por eso ellos “entrarán antes” en el Reino de los cielos.

“Ustedes, ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”. Debemos prestar atención a las palabras de Jesús, porque también a nosotros la Iglesia nos pide la conversión del corazón, el desapego de las cosas de la tierra y del mundo, para dirigir el corazón al Mesías, Cristo Jesús en la Eucaristía. Si no nos convertimos de corazón, si no desapegamos el corazón de las cosas bajas del mundo, aun cuando estemos bautizados, o no entraremos en el Reino de los cielos, o habrán otros que entrarán antes que nosotros.

domingo, 6 de diciembre de 2020

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo”


 

(Domingo III - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

“Yo bautizo con agua, pero el Mesías que viene, los bautizará con el Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 6-8. 19-28). Juan el Bautista, que predica en el desierto, establece la diferencia entre él y el Mesías: él, el Bautista, bautiza con agua, mientras que el Mesías bautizará con el “Espíritu Santo”. Para entender qué significan las palabras del Bautista, veamos las diferencias entre los dos bautismos. Antes de hacerlo, debemos considerar cómo es el estado de cada alma que nace en este mundo, desde Adán y Eva: toda alma nace con el pecado original y si pudiéramos ver al pecado original con los ojos del alma, lo veríamos como una nube densa y muy oscura, que envuelve y asfixia el alma. En esto consiste la “mancha” del pecado original. Este pecado original es imposible de ser quitado o borrado del alma con las solas fuerzas creaturales, sean del hombre o del ángel; en otras palabras, sólo Dios puede quitar la mancha del pecado original y de cualquier pecado.

Ahora bien, el Bautista predica la conversión del alma, que del pecado tiene que volverse a Dios; como símbolo de esta vuelta a Dios, el Bautista bautiza con agua, ya que el agua es símbolo de purificación: así como el agua limpia y quita la suciedad de las superficies, así el alma debe estar dispuesta a quitarse de sí el pecado. Pero el bautismo del Bautista es sólo un bautismo de orden moral, es decir, que se queda sólo en el plano de la voluntad, sin ninguna incidencia ontológica, en el plano del ser. En otras palabras, su bautismo se acompaña de los buenos deseos del alma de cambiar para bien, aunque el agua sólo resbala en su cuerpo y no le quita la mancha del pecado, que es de orden espiritual.

El Mesías, por el contrario, bautizará con el Espíritu Santo, lo cual implica una diferencia substancial con el bautismo del Bautista: si éste bautizaba sólo con agua y el agua sólo puede limpiar el cuerpo pero no el alma, el bautismo del Mesías, con el Espíritu Santo, purifica al alma al borrar el pecado con su omnipotencia divina, de manera que el alma queda limpia y pura por la acción del Espíritu Santo; es decir, el bautismo del Mesías afecta al plano ontológico, al plano del ser, al plano de la substancia de la naturaleza humana, al quitarle, espiritualmente, una mancha espiritual. Pero no queda ahí el efecto del bautismo de Jesús: no sólo lo purifica, quitándole la mancha del pecado original, sino que lo santifica, puesto que le concede la gracia santificante y, con la gracia santificante, convierte al alma y al cuerpo del bautizando en templo del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad. Es decir, además de purificarlo, lo eleva a morada suya, a morada de Dios Uno y Trino, por acción de la gracia santificante.

Un ejemplo gráfico también es el del oro purificado por el fuego: si al oro, que está arrumbado, se lo trata de limpiar con agua, el oro continúa arrumbado, pero si se le aplica fuego, entonces el herrumbre se le quita y el oro brilla como nuevo: de la misma manera, el bautismo del Bautista no limpia el alma del pecado, porque el agua sólo resbala por el cuerpo, mientras que el Mesías, Cristo Dios, bautiza con el Espíritu Santo, que es Fuego de Amor Divino y que en cuanto tal, elimina las impurezas del alma, del espíritu del hombre, dejándolo purificado y brillante por su acción. Es éste bautismo el que ha venido a traer el Mesías -que viene a nosotros como Niño recién nacido, para Navidad-; es éste el bautismo que hemos recibido en la Iglesia Católica: el que nos quita la mancha del pecado original, nos concede la gracia, convierte nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo, nuestras almas en moradas de la Trinidad y nuestros corazones en altares de Jesús Eucaristía.

 

 

“Tus pecados son perdonados”

 


“Tus pecados son perdonados” (Lc 5, 17-26). En este Evangelio, además de revelarse la divinidad de Jesús, que por tener el poder de perdonar los pecados, demuestra que es Dios, se prefigura además el Sacramento de la Confesión.

Veamos brevemente qué es lo que sucede en el episodio narrado por el Evangelio. El paralítico acude a Jesús, llevado por sus familiares y amigos, para pedirle a Jesús no la curación de su afección corporal, de su parálisis, sino para que le perdone los pecados. Esto se ve claramente cuando Jesús, al tenerlo frente a Sí, no le cura su parálisis, sino que le absuelve los pecados –algo que sólo Él, en cuanto Dios y Sumo y Eterno Sacerdote, puede hacer- y sólo en un segundo momento, cuando lee los pensamientos de los que lo acusan de blasfemo por perdonar los pecados, sólo entonces, le devuelve al paralítico la salud corporal. Es decir, primero le perdona los pecados y luego, en segunda instancia, le cura su parálisis. Esto demuestra que Él es Dios, porque sólo Dios puede quitar el pecado del alma, ya que sólo Dios tiene la Omnipotencia y el Amor necesarios para hacerlo. Por otro lado, está prefigurado el Sacramento de la penitencia, ya que el paralítico es figura del alma que, a causa del pecado, está paralizada en su vida espiritual, sin poder erguirse y dirigirse por sus propios medios hacia el Camino de la Salvación, el Camino Real de la Cruz. Cuando el penitente se acerca al Confesionario, es como el paralítico en la camilla; cuando el penitente recibe la absolución por parte del sacerdote ministerial, es como el paralítico que recibe la curación de parte de Jesús: el alma, sin el pecado y colmada con la gracia, se levanta de su nada y se dirige hacia el Sol de justicia, Jesús Eucaristía, reconociéndolo como a su Salvador, es decir, luego de confesar sus pecados, puede comulgar en gracia, puede recibir a Cristo Salvador en la Eucaristía.

“Tus pecados son perdonados”. Otro elemento que se destaca en el episodio es la fe del paralítico, a la cual podemos compararla con la fe del penitente que se acerca al confesionario para recibir la absolución de sus pecados: así como el paralítico va en busca de Jesús para que cure su alma, absolviendo sus pecados, así el penitente acude al confesionario para recibir la curación del espíritu, el perdón de los pecados. Acudamos con frecuencia al Sacramento de la Confesión, para recibir el bien más preciado que pueda existir en esta vida, la salud del alma, puesto que anticipo y prenda de la salvación eterna.

 

sábado, 5 de diciembre de 2020

“¿Con qué podré comparar a esta gente?”

 


“¿Con qué podré comparar a esta gente?” (Mt 11, 16-19). Para dar una idea de lo que Dios piensa acerca de la humanidad, Jesús pone como ejemplo a un grupo de jóvenes en la plaza, que son indiferentes tanto a la alegría como a la tristeza. Es decir, les da lo mismo todo. Por ejemplo, si les tocan música alegre, no cantan ni bailan; si les tocan canciones tristes, no se afligen ni se ponen tristes. Para que entendamos la analogía, Jesús hace referencia al Bautista, quien sería el que “toca música triste”, porque ayunaba y vivía en el desierto, haciendo penitencia con el cuerpo y porque hace esto, lo critican diciendo que “tiene un demonio”; luego, hace referencia a Él mismo, hablando en tercera persona –“el Hijo del hombre”-, que sería quien “toca música alegre” –porque viene a traer la alegre noticia de la salvación-, pero a Jesús también lo critican, diciendo que es un “glotón” y “amigo de publicanos y gente de mal vivir”, es decir, de pecadores –cuando Jesús ha venido, precisamente, a buscar a los pecadores y no a los santos-. En otras palabras, Jesús compara a “esta gente”, la humanidad, con un grupo de jóvenes indiferentes, a los que les da lo mismo la tristeza que la alegría, el ayuno y la penitencia que el comer y beber moderadamente. En realidad, se trata, además de la humanidad, de ciertos católicos que buscan el pretexto que sea, para no acudir a la Iglesia, para no frecuentar los Sacramentos y para, en definitiva, no cambiar de vida, porque quieren seguir viviendo en el pecado y no quieren la vida de la gracia. Es decir, a estos católicos, si se les propone una vida austera y de penitencia, la rechazan, por considerarla demasiado dura; si se les propone un camino un poco más suave, tampoco lo aceptan, porque critican a los que están en ese camino. A estos católicos indiferentes, Dios no los puede convencer de ninguna manera para que entren en la vida de la gracia, porque todo lo que se les ofrece, lo critican. Lo que quieren, en realidad, es ser indiferentes a la realidad de esta vida y es que estamos en esta vida para salvar el alma de la eterna condenación y ganar el Reino de los cielos. Si somos indiferentes a Jesús Eucaristía, que es la Salvación de Dios, caeremos, con nuestra indiferencia, en el lago de fuego. No hay otra opción.

 

“El Reino de los cielos exige esfuerzo, y los esforzados lo conquistarán”


 

“El Reino de los cielos exige esfuerzo, y los esforzados lo conquistarán” (Mt 11, 11-15). Jesús nos revela dos cosas: una, que no estamos destinados a los reinos de la tierra, sino al “Reino de los cielos”, del cual los reinos de la tierra –los buenos reinos- son figura; la segunda revelación es que ingresar al Reino de los cielos no es para perezosos, sino para quienes se esfuerzan: “exige esfuerzo y los que se esfuercen lo conquistarán”. De esto se sigue algo elemental: no es lo mismo esforzarse para entrar en el Reino de Dios, que no hacerlo; no es lo mismo obrar para recibir un mérito –un premio, el Reino de Dios-, que no hacerlo. Ahora bien, ¿de qué esfuerzo se trata? No se trata de un esfuerzo económico, físico, o de cualquier fuerza de la naturaleza humana o angélica: se trata de un esfuerzo espiritual, llevado a cabo por la fuerza concedida por la gracia santificante y que permite que el bautizado pueda realizar verdaderamente el esfuerzo que implica conquistar el Reino de Dios. En efecto, no se puede conquistar el Reino de Dios con fuerzas humanas y menos todavía cuando estas fuerzas están contaminadas y debilitadas por el pecado original; no se puede conquistar el Reino de Dios si no se lucha contra el pecado, contra la tentación, contra las pasiones desordenadas y depravadas y la fuerza para salir triunfantes contra todas estos obstáculos que nos impiden entrar en el Reino de Dios, viene de la gracia santificante, brotada como de un manantial del Sagrado Corazón traspasado en la Cruz y derramada como Amor Misericordioso por medio de los Sacramentos de la Iglesia.

“El Reino de los cielos exige esfuerzo, y los esforzados lo conquistarán”. ¿Quiénes son los “esforzados” que conquistarán el Reino de Dios? Son los que acudan a beber de las fuentes del manantial de Misericordia, el Sagrado Corazón de Jesús, que derrama su Amor a raudales por medio de los Sacramentos de la Iglesia. Cuanto más acudamos a los Sacramentos –sobre todo, Confesión y Comunión Eucarística-, tanto más estaremos en grado de ingresar al Reino de Dios.

 


“Vengan a Mí, todos los que están fatigados y agobiados y Yo los aliviaré”


 

         “Vengan a Mí, todos los que están fatigados y agobiados y Yo los aliviaré” (Mt 11, 28-30). El agobio y la fatiga sobrevienen al alma cuando el alma se vuelca a los bienes y placeres terrenos y no puede ser de otra forma, puesto que el alma ha sido creada para deleitarse con bienes, pero no con los bienes perecederos de la tierra, sino con los bienes espirituales y eternos. Es por esto que el alma que busca consuelo en esta vida pasajera y efímera y en los placeres que el mundo ofrece, termina inevitablemente por cansarse, fatigarse y agobiarse. El único alivio que en esta situación recibe el alma, proviene de Dios, proviene de Dios Hijo encarnado, proviene del Amor de su Sagrado Corazón, que se derrama a raudales sobre el alma por medio del Sacramento de la Confesión. Es allí, en el Sacramento de la Penitencia, en donde le es quitado al alma el peso que ella misma se procuró, deseando los bienes de la tierra y es allí en donde, por la gracia, recibe la iluminación interior, que viene de lo alto y que le indica el camino por donde debe transitar si verdaderamente quiere ser feliz, en esta vida y en la otra y es el Camino Real de la Cruz. Es a esto a lo que Jesús se refiere cuando dice que Él “aliviará” a quien acuda a Él, ya que esto lo hará Él quitando el peso del pecado por la gracia, pero al mismo tiempo, luego de quitado el peso del pecado, le dará el peso del amor de Dios, que es su “yugo”, la Santa Cruz, un yugo o un peso “ligero”, porque quien lleva la Cruz sobre sus espaldas, quien lleva la Cruz en la que están todos los pecados de todos los hombres, es Él, Jesucristo, y por eso es que su yugo, la Cruz, es “ligero”.

         Acudamos al Sacramento de la Confesión para quitarnos el peso del pecado y abracemos el suave y ligero yugo de Dios, la Santa Cruz, para encaminarnos al Calvario y morir al hombre viejo y así nacer al hombre nuevo, al hombre nacido “del agua y del Espíritu”, el hombre regenerado por la gracia santificante, convertido en hijo adoptivo de Dios y en heredero del Cielo.

martes, 1 de diciembre de 2020

Adviento es tiempo de preparación para el encuentro con el Señor Jesucristo

 


(Domingo II - TA - Ciclo B - 2020 – 2021)

         Adviento es tiempo de preparación para el encuentro con el Señor Jesucristo, tanto en su Segunda Venida gloriosa en los cielos, como en su Primera Venida en la humildad en Belén. Para estas dos Venidas del Señor es que hemos de prepararnos en Adviento y para saber cómo hemos de prepararnos, debemos saber cómo son las Dos Venidas de Nuestro Señor, por eso, vamos a hacer una breve comparación entre ambas Venidas. 

       En la Primera Venida, en Belén, Jesús vino en la humildad de la carne, una carne que debía aparecer como glorificada, pero cuya gloria Él ocultó para poder padecer la Pasión y así apareció ante los ojos de los hombres, en su Primera Venida, como un Niño más entre tantos, y luego como un Hombre más entre tantos, siendo como era el Niño Dios y el Hombre-Dios; en la Segunda Venida, vendrá con su Humanidad resucitada y glorificada, porque el esplendor de la gloria del Padre, que poseía desde la eternidad, será manifiesto a los ojos de todos los hombres y así todos reconocerán, en Jesús resucitado y glorificado, al Rey de la humanidad y al Juez Supremo y Eterno.

En la Primera Venida, Jesús vino indefenso, como un Niño recién nacido, que buscó refugio en los brazos de su Madre Santísima, la Virgen María y padeció todas las necesidades por las que atraviesa un niño humano, en todas las etapas de su crecimiento, hasta la madurez; en la Segunda Venida, Jesús vendrá en la plenitud perfecta de la edad, glorificado, no ya indefenso, sino al mando de miríadas y miríadas de ángeles de luz, con San Miguel a la cabeza del Ejército celestial, para dar combate y vencer al Príncipe de las tinieblas, a los ángeles caídos y a los hombres malvados que al Ángel caído se asociaron.

En la Primera Venida, Jesús, que a la vista de todos parecía un hombre más como tantos, nació en la humildad de un Pesebre y sólo se enteraron de su Nacimiento milagroso su Madre, su Padre adoptivo, San José, los Pastores y los Ángeles, sin que el resto del mundo tuviera noticia de que había salvado el Redentor de los hombres; ya de adulto y luego de cumplir su Predicación Pública de la Buena Noticia, fue traicionado cobardemente, fue apresado vilmente, fue abandonado por sus amigos y Apóstoles, fue acusado falsamente, fue condenado a muerte injustamente, fue expulsado de la Ciudad Santa con la Cruz a cuestas y murió crucificado en el Calvario; en la Segunda Venida, no vendrá como un hombre más entre tantos, sino como el Hombre-Dios, resucitado y glorificado, al mando del Ejército celestial, que derrotará para siempre al Pecado, al Demonio y a la Muerte, arrojándolos al lago de azufre que arde por la eternidad, junto a los ángeles caídos y a los hombres impenitentes; será visto por todos los hombres de todos los tiempos, ya que toda la humanidad comparecerá ante Él, desde Adán y Eva hasta el último hombre que haya nacido en el Último Día; si antes fue juzgado y condenado injustamente, ahora será Él quien se presentará, no como el Dulce Jesús Misericordioso, sino como el Justo Juez, implacable, que dará a cada uno lo que cada uno se mereció libremente con sus obras: a los buenos el Reino de los cielos, a los malos el Infierno eterno.

Si en la Primera Venida el Rey Eterno ingresó en el tiempo humano para dar comienzo a la plenitud de los tiempos, los tiempos en que se habría de anunciar la Salvación y Redención a los hombres por su Sacrificio en Cruz, en la Segunda Venida ingresará en el tiempo y en la historia de los hombres, desde la eternidad, para dar fin al tiempo y a la historia humanas, dando por finalizado este tiempo, esta tierra y estos cielos materiales y terrenos, que están bajo el poder del Príncipe de las tinieblas, para inaugurar “los nuevos cielos y la nueva tierra” y la eternidad divina, dando por finalizado el tiempo de la Redención e iniciando el tiempo del Amor eterno para los bienaventurados que vivieron en gracia y cumplieron sus Mandamientos e iniciando también el tiempo sin fin del castigo eterno para los ángeles rebeldes y los hombres impenitentes.

Si en la Primera Venida los Ángeles de Dios cantaron, alegres, por el Nacimiento del Salvador: “Paz en la tierra a los hombres de Buena Voluntad”, porque el Nacimiento del Redentor inició una era de paz en las almas humanas, paz concedida por la gracia divina de su Sagrado Corazón, en la Segunda Venida los Ángeles temblarán ante la Ira de Dios, pues será llamado “Día de la Ira Divina”, ya que Dios vendrá para poner fin a las iniquidades y maldades de los hombres que no aceptaron su paz y su gracia y colmaron la tierra de maldades y perversidades.

Si en la Primera Venida aconsejó con dulces palabras que obráramos la Misericordia, corporal y espiritual, para con nuestros prójimos más necesitados, para que así obtengamos misericordia, sin juzgarnos si lo hacíamos o no, en la Segunda Venida pedirá cuenta de cada talento concedido, dando a los que obraron la Misericordia el Reino de su Padre y enviando al Infierno eterno a los que enterraron sus talentos, negándose a obrar el Bien, obrando el Mal y siendo inmisericordiosos para con sus prójimos, cumpliendo así sus palabras: “El que dio misericordia, recibirá misericordia; el que negó la misericordia, no recibirá misericordia”.

Preparémonos entonces para la Segunda Venida del Señor, para la Parusía, obrando la misericordia corporal y espiritual para con nuestros prójimos, para que seamos dignos de recibir misericordia el Día de la Ira de Dios y así seamos conducidos al Reino de los cielos, en donde comenzaremos a vivir una Nueva Vida, la vida de los hijos de Dios en la eternidad.