“Ustedes,
ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él” (Mt 21, 28-32). Jesús les reprocha a los
sacerdotes y a los ancianos del pueblo, hombres en apariencia religiosos y
dedicados a las cosas de Dios, que “no han creído a Juan”, el cual, además de
predicar la necesidad de la conversión para la remisión de los pecados,
anunciaba la próxima llegada del Mesías. Todavía más, el Bautista predica la
necesidad de la conversión moral, para recibir el bautismo “en el fuego y en el
Espíritu” del Mesías, Jesús de Nazareth. Pero los sacerdotes y los ancianos del
pueblo han escuchado a Juan y no se han convertido, porque han endurecido sus
corazones en el pecado; pretendiendo ocuparse de las cosas de Dios, han
olvidado la esencia de la religión, de la unión de Dios, que son la
misericordia y la justicia y así se han encerrado en sí mismos, sin dar cabida
a la gracia que viene a traer el Mesías.
Por
el contrario, quienes públicamente obran el mal, sí han escuchado al Bautista,
han hecho penitencia y han dispuesto sus corazones para recibir la gracia de
Jesús y por eso ellos “entrarán antes” en el Reino de los cielos.
“Ustedes,
ni siquiera después de haber visto, se han arrepentido ni han creído en él”.
Debemos prestar atención a las palabras de Jesús, porque también a nosotros la
Iglesia nos pide la conversión del corazón, el desapego de las cosas de la
tierra y del mundo, para dirigir el corazón al Mesías, Cristo Jesús en la
Eucaristía. Si no nos convertimos de corazón, si no desapegamos el corazón de
las cosas bajas del mundo, aun cuando estemos bautizados, o no entraremos en el
Reino de los cielos, o habrán otros que entrarán antes que nosotros.
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