viernes, 11 de enero de 2013

Fiesta del Bautismo del Señor



(Ciclo C – 2013)
         “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Lc 3, 15-16.21-22). La voz de Dios Padre, escuchada en el momento del Bautismo de Jesús, no deja lugar a dudas en cuanto a la identidad divina de Jesús: Jesús es Dios Hijo, engendrado por el Padre desde la eternidad.
El hecho constituye una revelación absolutamente nueva, por cuanto se revela la constitución trinitaria de Dios, que ya no es solamente Uno en naturaleza, como para los hebreos, sino que es además Trino en Personas. En el Bautismo del Señor, se manifiesta la Santísima Trinidad en pleno: Dios Padre habla desde el cielo; Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, es bautizado en el Jordán; sobre la cabeza de Dios Hijo encarnado aparece el Espíritu Santo, en forma de paloma.
Esta auto-revelación de Dios, llamada “Teofanía del Jordán”, lejos de ser un tema de alto nivel reservada sólo para teólogos y especialistas en el tema, es de suma importancia para nuestra vida cotidiana como cristianos, porque nos revela que Jesús es Dios y que por lo tanto el bautismo con el que Él bautiza -como dice Juan, con el “Espíritu Santo y fuego”, que por otra parte es el bautismo sacramental que hemos recibido-, ha transformado radicalmente nuestra vida, desde el momento en que nos ha convertido en hijos adoptivos de Dios y en templos del Espíritu Santo.
Este hecho es sumamente trascendental porque nos abre un panorama absolutamente nuevo, impensado para nuestra condición de seres humanos, puesto que eleva el horizonte de la vida humana a los cielos eternos, a la comunión de vida y amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.
Precisamente, el hecho de que las Tres Personas de la Santísima Trinidad se manifiesten en ocasión del bautismo de Jesús, muestra que la intención de Dios Trinidad no es simplemente el manifestar su constitución íntima, sino de asociarnos a su vida divina y comunicarnos su Amor: Dios Padre nos dona a Dios Hijo para que éste a su vez nos done a Dios Espíritu Santo desde la Cruz, en la efusión de Sangre de su Corazón traspasado.
La Teofanía del Jordán, es decir, la manifestación de Dios en su condición de Uno y Trino, nos revela no sólo que Dios es Trinidad de Personas, y que la Segunda de esas Personas trinitarias se ha encarnado en Cristo Jesús, sino que la intención de la Trinidad es asociar a los hombres, por medio de la gracia santificante de Jesucristo, a su vida y amor, constituyendo esto un hecho inédito para los hombres: Dios, que no sólo es Uno sino además Trino en Personas, viene a nuestro mundo para adoptarnos como hijos y para convertirnos en templos vivientes suyos, lo cual se cumple en el bautismo sacramental, gracias a los méritos de la muerte de Cristo en la Cruz.
La diferencia entre el bautismo de Juan el Bautista y el bautismo de Jesús es que el primero persigue sólo una conversión moral, mientras que el de Jesús convierte al alma en morada de la divinidad.
Esto quiere decir que el bautizado ya no dispone de su cuerpo porque no le pertenece; el propietario del cuerpo es la Trinidad, porque ha sido adquirido para Dios Padre por Jesucristo, al precio de su Sangre derramada en la Cruz, y ha sido convertido en "templo del Espíritu Santo", como lo dice San Pablo (cfr. 1 Cor 6, 19).
Este hecho es de capital importancia para la vida cotidiana, la vida de todos los días, porque si el cuerpo es el lugar donde inhabita el Espíritu de Dios, debe ser tratado como tal, porque de lo contrario, se corre el riesgo de entristecer y ofender gravemente al Dueño de ese templo, el Espíritu Santo, también como lo dice San Pablo: “No entristezcáis al Espíritu” (Ef 4, 30).
Para tener una idea de lo que implica el hecho de que el cuerpo humano haya sido convertido en templo del Espíritu Santo, hay que recordar lo sucedido en los regímenes totalitarios comunistas, porque las profanaciones materiales realizadas a los templos materiales, se continúan en las profanaciones cometidas contra los cuerpos en los regímenes occidentales.
En los regímenes comunistas, los templos católicos eran allanados, ocupados por las fuerzas de seguridad, y luego convertidos en cines, en almacenes, en establos; sus imágenes sagradas eran destruidas e incendiadas, y el Santísimo Sacramento del altar, profanado; en los regímenes occidentales capitalistas, en vez de profanarse los templos materiales, se profanan los templos católicos vivientes, los bautizados, por medio de la moda y de la cultura anti-cristiana, que generan, alientan y favorecen con todos los medios posibles, el libertinaje moral reinante. En estos regímenes los templos vivientes, los cuerpos de los católicos, son profanados por la música inmoral, por el cine ateo, por la televisión anti-cristiana, por las modas indecentes, por el deseo de placer sin medida, por la avaricia y la codicia, y esto sucede día a día, a lo largo y ancho del planeta.
“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. La conversión del cuerpo humano en templo del Espíritu Santo se produce en el momento del bautismo sacramental: así como Dios Padre deja escuchar su voz desde el cielo en el bautismo de Jesús, así esa voz se escucha nuevamente, en cada bautismo sacramental, porque en cada bautismo Dios Padre adopta como hijo suyo muy querido a quien se bautiza; en cada bautismo, se renueva la escena del Jordán: así como Jesús fue sumergido en el agua, apareciendo sobre Él el Espíritu Santo, en forma de paloma, escuchándose la voz de Dios Padre declarando su Amor por su Hijo, así en el bautismo sacramental, el alma es sumergida en el agua bautismal, mientras se escucha la voz de Cristo que habla a través del sacerdote pronunciando la fórmula sacramental: “Yo te bautizo en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, con lo cual el Espíritu Santo, más que sobrevolar sobre el que se bautiza en forma de paloma, infunde la gracia de la filiación divina, convierte al alma en hija adoptiva de Dios, con la misma filiación divina con la cual Cristo es Hijo de Dios desde la eternidad, y toma posesión de ella, convirtiéndola en templo del Espíritu, comprado al precio de la Sangre de Cristo.
Entonces, por medio del bautismo sacramental, el alma se convierte en templo del Espíritu Santo, templo cuyo altar y sagrario en donde se recibe y adora a Jesús Eucaristía es el corazón, corazón que por lo tanto debe arrojar fuera de sí a los ídolos del placer, del poder, del placer, que tienden a ocupar el lugar reservado sólo a Jesús; templo en el que deben escucharse cantos de alabanza y de glorificación a Dios Trino, y palabras de compasión, de perdón y de paz para con el prójimo, y jamás deben resonar en este templo la música profana y ensordecedora, o palabras de enojo, de venganza, de rencor y de hostilidad hacia el prójimo; en este templo que es el cuerpo, debe percibirse el suave perfume de la gracia santificante, y el aroma exquisito del perfume de Jesús, la pureza de cuerpo y alma, la castidad, los pensamientos de bondad y de paz, la buena voluntad y los buenos deseos, y no los repugnantes hedores de Asmodeo, el demonio de la lujuria; en este templo del Espíritu, que es el cuerpo del cristiano, deben venerarse con amor y respeto las sagradas imágenes de Jesús, de la Virgen María, de los ángeles de Dios y de los santos, y no deben estar, de ninguna manera, las imágenes impuras, lascivas, lujuriosas e indecentes de programas televisivos y videos de Internet, imágenes que encienden la ira de Dios y hacen al alma merecedora del lago de fuego, según las palabras de la Virgen en sus apariciones en Fátima, cuando al mostrarles el infierno a los pastorcitos, les dijo: “Los pecados de la carne son los que más almas llevan al infierno”.
“Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. En el día de nuestro bautismo, Dios Padre repitió esas mismas palabras, dirigiéndolas a cada uno de nosotros: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”. Somos hijos predilectos de Dios Padre, y por eso no debemos profanar los templos del Espíritu, sino más bien hacerlos brillar con el esplendor de la gracia santificante, para que se adore en ellos a Jesús Eucaristía, como anticipo de la adoración que por la eternidad tributaremos en la Jerusalén celestial, por la Misericordia Divina, al Cordero de Dios.
          

jueves, 10 de enero de 2013

Señor, si quieres puedes purificarme



“Señor, si quieres puedes purificarme” (Lc 3, 15-16. 21-22). Un leproso implora a Jesús el ser curado de su lepra y Jesús le concede lo que pide. La lepra, en la Antigüedad, era una enfermedad muy temida, por sus efectos devastadores sobre el cuerpo primero –provoca severas mutilaciones en su forma lepromatosa- y sobre la persona después –la afecta en todo orden, psicológico, espiritual, físico, social-. Al no existir ningún tipo de cura, el tratamiento se limitaba a aislar al enfermo (cfr. Lev 13-45), expulsándolo de los lugares poblados, y obligándolo a llevar un cencerro, para anunciar su presencia y así ayudar a los demás a evitar su contagio.
Siendo como es, una enfermedad infecciosa que se contagia fácilmente cuando el paciente no está tratado, la lepra fue desde la Antigüedad considerada como una figura del pecado, figuración que continúa en el cristianismo, para el cual el pecado es al alma lo que la lepra es al cuerpo. Para quienes sostienen que el pecado no tiene incidencias de ningún tipo, o para quienes viven en estado de pecado habitual, sin experimentar ningún tipo de dolores o lesiones corporales, con lo cual piensan que el pecado no produce daño de ningún tipo, les convendría detenerse a observar las lesiones que provoca la lepra, para darse una idea del daño que provoca el pecado al alma, aun cuando no se sienta nada física o sensiblemente (aun en esto se parece a la lepra, puesto que la lepra provoca lesiones indoloras, al destruir el bacilo –Mycobacterium leprae- las terminales sensitivas de los nervios periféricos). Pero sobre todo, le convendría leer las visiones de Santa Brígida de Suecia, en la que Nuestro Señor Jesucristo le permite ver varias almas condenadas, en cuyas descripciones se puede apreciar con claridad el daño que produce el pecado en el alma.
Todavía más, en las visiones de Santa Brígida, sorprende la severidad del castigo que reciben no las almas condenadas, sino las que se encuentran en las regiones más bajas del Purgatorio: “…fluyendo con fuego ardiente a través de los orificios de la nariz… Con la boca abierta y la lengua sacada, colgando de los labios... Ambas manos parecen sostener y apretar alguna sustancia putrefacta, pegajosa con brea ardiente... Y saliendo de las manos algo parecido al desecho de una úlcera con la sangre podrida y con hedor tan horrible que no se puede comparar al peor hedor en este mundo” (4.7).
Esta es una descripción de un alma en el Purgatorio; en el infierno, las penas son aún más terribles, con el agravante de que el dolor y el castigo no finalizan nunca. Si a alguien le parece que las descripciones de Santa Brígida son el producto de una imaginación hiperactiva o peor, “superstición medieval”, hay que tener en cuenta el alto grado de autenticidad y autoridad atribuida a las Revelaciones por muchos teólogos y eclesiásticos de alto rango, incluyendo varios papas y obispos de la Iglesia[1].
La lepra, entonces, es figura del pecado, y sus consecuencias sobre el cuerpo dan una idea del daño que el pecado obra sobre el alma, daño que es imposible de quitar sin el auxilio de Cristo.
Precisamente, en contrapartida a las lesiones provocadas por el pecado, la gracia santificante -principalmente la concedida en el sacramento de la confesión-, actúa como maravillosa medicina que hace desaparecer todo resquicio de enfermedad o daño espiritual.
“Señor, si quieres puedes purificarme”. Si el leproso del Evangelio recibe un gran milagro de parte de Jesús, al curarle una enfermedad grave, destructiva e incurable, infinitamente mayor es la curación espiritual que supone la acción de la gracia santificante comunicada en el sacramento de la Reconciliación, por medio del cual Cristo Sacerdote, obrando a través del sacerdote ministerial, quita del alma la lepra espiritual, el pecado, devolviendo no sólo la salud del alma, sino convirtiendo al alma en morada de la Santísima Trinidad.


[1]http://archive.org/stream/RevelationsOfSaintBridget/RevelacionesDeSantaBrgidaYLaIglesiaespanol_djvu.txt

miércoles, 9 de enero de 2013

El Espíritu del Señor me ha enviado a anunciar la Buena Noticia



“El Espíritu del Señor me ha enviado a anunciar la Buena Noticia” (Lc 4, 14-22). La misión de Jesús, anunciada por el profeta Isaías, es la misión de todo cristiano, porque todo cristiano ha sido convertido, por el Espíritu, en un templo del Espíritu de Dios, y por lo mismo, todo cristiano es –o, al menos, debería ser- una imagen viviente de Jesucristo.
Si todo cristiano debe continuar la misión de Cristo, que es anunciar la Buena Noticia, entonces debemos preguntarnos en qué consiste la Buena Noticia, porque muchos en la Iglesia, aun con buenas intenciones, la desvirtúan, presentando al Evangelio de Cristo como un mensaje de salvación intramundano y materialista, inmanente y con un horizonte meramente humano, como lo hace la Teología de la Liberación.
Ante todo, hay que decir que la Buena Noticia no consiste en una salvación intramundana y materialista, como lo pretende dicha corriente –y, junto a esta, muchísimas otras “teologías”, como la feminista, la ecologista, etc.-: el mensaje de Cristo no consiste en la lucha de clases, ni en el combatir la pobreza, ni en alimentar a la humanidad, ni en mejorar las condiciones económicas de la sociedad; la Buena Noticia de Cristo no consiste en convertir a este mundo en un Paraíso terrenal, interpretado este como una realización puramente material de las aspiraciones del hombre –casa, comida, trabajo, diversiones-, ni su horizonte se limita a la existencia humana, y mucho menos consiste en “humanizar la religión”, acomodando la religión a las pasiones del hombre (con lo cual se termina permitiendo toda clase de aberraciones contra-natura). Todo esto es una falsificación del mensaje evangélico de Cristo, falsificación propia de las “teologías” que se apartan del Magisterio de la Iglesia, como la Teología de la Liberación, la Teología feminista, la Teología progresista, y tantas otras.
La Buena Noticia de Jesucristo consiste en dar de comer y calmar el hambre y la sed de la humanidad, sí, pero no con alimentos terrenos, sino con el Pan de Vida eterna, con la Carne del Cordero de Dios, con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, y con el Agua del costado abierto de Cristo, la gracia santificante de los sacramentos. La Buena Noticia de Jesucristo consiste en mejorar las condiciones de vida de los hombres, y sobre todo de los pobres, pero proporcionándoles habitaciones en la Casa del Padre en los cielos, para lo cual deben obrar la misericordia; la Buena Noticia de Jesucristo consiste en convertir a este mundo en un Paraíso terrestre, pero sólo como anticipo del Paraíso celestial, y el mundo se convertirá en Paraíso terrestre cuando los hombres vivan en estado de gracia y dejen de enarbolar las banderas del vicio y del pecado como derechos humanos; el mensaje de Cristo consiste en dar esperanza a los hombres, pero no una esperanza basada en revoluciones industriales, tecnológicas, científicas, sino en la esperanza de la vida eterna, la vida del Reino de los cielos, la contemplación beatífica de las Tres Personas de la Santísima Trinidad; la Buena Noticia de Cristo consiste no en la salvación de la pobreza material ni de la miseria económica, sino de la miseria espiritual consecuencia del pecado y de la ausencia de la gracia; la Buena Noticia de Cristo no consiste en la salvación de enemigos mundanos y de sistemas económicos, sino en la salvación de las “potestades de los aires”, los ángeles caídos, al mando del Dragón rojo, Satanás, que buscan hundir las almas en el lago de fuego eterno.
“El Espíritu del Señor me ha enviado a anunciar la Buena Noticia”. Todo cristiano debe ser un heraldo de la Buena Noticia de Cristo, transmitiendo a los hombres el mensaje de salvación eterna, y para ello no debe empeñarse en discursos grandilocuentes y sabihondos, sino que debe empeñarse en ser, por medio de las obras de misericordia, un espejo de la bondad de Cristo, un reflejo del brillo de su Amor, una imagen viviente de Jesús Misericordioso.

martes, 8 de enero de 2013

Pensaron que era un fantasma



“Pensaron que era un fantasma” (Mc 6, 45-52). Los discípulos se encuentran en la barca, con viento en contra, “remando penosamente”, por lo que Jesús, que se encuentra en tierra firme, se acerca a ellos caminando sobre el mar. Al verlo, los discípulos “comienzan a gritar pensando que era un fantasma”. Los discípulos se calman cuando Jesús sube a la barca y les dice: “No teman, Soy yo”.
El episodio es revelador de la situación de muchos cristianos en la Iglesia: la barca representa a la Iglesia, que sin Cristo en ella, “rema penosamente” en el mar encrespado, símbolo del mundo y de las tenebrosas fuerzas del infierno, que buscan hundirla; los discípulos en la barca, remando con mucho esfuerzo pero sin avanzar, son los cristianos que creen que en la Iglesia son ellos y no Cristo quien gobierna; representan a aquellos cristianos que creen que con sus solas fuerzas humanas, y por sus trabajos, serán capaces de conquistar el mundo, olvidando las palabras de Jesús: “Sin Mí nada podéis hacer”. Pero lo más sorprendente del episodio es la reacción de los discípulos ante la vista de Jesús que viene hacia ellos caminando sobre las aguas: al verlo, “comienzan a gritar”, porque “pensaron que era un fantasma”. Sorprende esta reacción, porque demuestra, por parte de los discípulos, un desconocimiento acerca de Jesús, lo cual no se justifica, porque formaban del grupo selecto que lo acompañaba todo el día en su misión, y por lo tanto eran testigos de su poder divino, manifestado en sus milagros de todo tipo y en su capacidad de expulsar demonios con el solo mandato de su voz.
Este desconocimiento de Cristo –lo confunden con un fantasma, siendo Él el Hombre-Dios-, se deriva de la presunción, nacida a su vez del orgullo, de pensar que en la Iglesia todo depende del esfuerzo humano, prescindiendo de Cristo y de su gracia. La confianza necia en las propias fuerzas, lleva al activismo –representado en el “remar penosamente”, esto es, sin avanzar-, al tiempo que elabora una imagen distorsionada de Dios, y cuando este se manifiesta con su poder y con su obrar milagroso, se lo desconoce, tal como les sucede a los discípulos, que confunden al Cristo real con un fantasma.
“Pensaron que era un fantasma”. Muchos en la Iglesia, repiten la actitud de los discípulos en la barca, y viven como si Cristo fuera un fantasma, como si su Presencia eucarística fuera un mero recordatorio, y esto se debe a una crisis de fe, la mayoría de las veces, culpable; muchos en la Iglesia creen no en Cristo, Hombre-Dios, Presente en Persona, con su Cuerpo resucitado, en la Eucaristía, sino en un Cristo fantasmagórico, al cual, por ser precisamente un fantasma, no hay que rendirle homenaje, ni cumplir sus mandamientos, y mucho menos perder el tiempo asistiendo a la misa dominical. Para muchos, el Cristo eucarístico es un fantasma, un ser irreal, un personaje de fábula mitológica, cuyo mensaje ha perdido toda vigencia, si alguna vez la tuvo. Pero Cristo no es un fantasma: es Dios Hijo en Persona y está en la Barca de Pedro que es la Iglesia, y está en la Eucaristía, y desde allí nos dice: “Soy Yo, no teman. Crean en Mí. Me he quedado en Prisionero de Amor en el sagrario no solo para calmar las tempestades y tormentas de esta vida, que pasa y termina pronto, sino para llevarlos a la vida eterna, al Reino de los cielos, a la feliz bienaventuranza”.

lunes, 7 de enero de 2013

Tomó los panes y pronunció la bendición



          “Tomó los panes y pronunció la bendición” (cfr. Mc 5, 34-44). El milagro de la multiplicación de los panes y peces, por el cual Jesús alimenta a una multitud de más de cinco mil personas, es un signo que anticipa otro milagro, infinitamente más grandioso, y es el milagro de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre, con los cuales alimentará a toda la humanidad.
         Si en la multiplicación de panes y peces Jesús obra un prodigio maravilloso, como es el de multiplicar la materia inerte, en la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y su Sangre, Jesús no multiplica la materia de cosas inertes, sino que convierte a la materia sin vida de las ofrendas, el pan y el vino, en fuente de vida y de vida eterna, porque los convierte en su Cuerpo resucitado, en su Sangre preciosísima, en su Alma Inmaculada, y en su Divinidad, que es la Vida Increada y fuente de toda vida creada.
         “Tomó los panes y pronunció la bendición”. Si el milagro de la multiplicación de panes y peces asombra -al comprobar la omnipotencia del Hombre-Dios, quien como Creador de la materia es capaz, más que multiplicar los átomos y las moléculas existentes, crear nuevos átomos y moléculas, obrando un signo que recuerda al Génesis, al instante de la Creación del universo-, aun así, siendo como es un signo admirable, al ser comparado con el Milagro de los milagros, la Eucaristía, es igual a nada, porque si en el milagro de los panes y peces Cristo crea materia inerte para alimentar los cuerpos humanos, en el altar eucarístico Cristo convierte a la materia inerte del pan y del vino en la materia glorificada de su Cuerpo humano resucitado y de su Sangre humana glorificada, a los cuales está unida su Alma humana, unida hipostáticamente a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.
         “Tomó los panes y pronunció la bendición”. El gesto de Cristo es imitado formal y materialmente por el sacerdote ministerial en la consagración eucarística, al tomar el pan de la patena y pronunciar sobre él la fórmula consagratoria, fórmula por la cual las substancias sin vida del ofertorio se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Por esto, si los asistentes al milagro de la multiplicación de panes y peces podían considerarse afortunados, puesto que el Hombre-Dios obraba un milagro prodigioso para saciar el hambre de sus cuerpos, cuánto más debe considerarse afortunado quien asiste a la Santa Misa, en donde el Hombre-Dios no sacia el hambre corporal con trigo y carne de pescado, sino que sacia el hambre espiritual de Dios que todo hombre posee, con Pan de Vida eterna y Carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, alimentando de esta manera al alma con la substancia misma del Ser divino. 

domingo, 6 de enero de 2013

Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca


El Reino de los cielos
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca” (Mt 4, 12-17). No es casualidad que el llamado a la conversión, por parte de Jesús, se vea precedido por la cita del profeta Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de la muerte, se levantó una luz”.
El llamado de Jesús a la conversión, se comprende mejor cuando se interpretan, en la fe de la Iglesia, las palabras del profeta Isaías: cuando Isaías habla de un “pueblo que se halla en tinieblas”, que “vive en las oscuras regiones de la muerte”, y sobre el cual “se levanta una gran luz”, está refiriéndose no sólo al Pueblo Elegido, sino a toda la humanidad, porque toda la humanidad, desde Adán y Eva en adelante, ha caído a causa del pecado original, pecado que significa “oscuridad” y “muerte”. El mundo entero, y sobre todo nuestro mundo actual, se encuentra envuelto en una enorme oscuridad, en una densa tiniebla, aun cuando se ilumine con la luz del sol y con las luces artificiales creadas por el hombre. La oscuridad y la tiniebla reinantes, son tan densas, que el mundo se ha acostumbrado a ellas, tomando todo como “normal”, como “derecho humano”, e incluso como benéfico y necesario. Así, el mundo justifica todo tipo de crímenes y aberraciones contra-natura: justifica el aborto, la eutanasia, la fecundación in vitro, la aparición de modelos alternativos de familias, la propagación del ocultismo, de la magia y del satanismo, bajo el disfraz de películas “familiares” de “magos adolescentes buenos”, la moda indecente, que cuanto más desviste, más éxito tiene, el consumo de drogas, el consumo desenfrenado de bebidas alcohólicas, la profanación de los cuerpos, principalmente entre los jóvenes, por la aceptación masiva del erotismo, la lujuria y la pornografía, el pago de sumas exorbitantes a futbolistas, artistas, deportistas, mientras una multitud de seres humanos viven en la indigencia, etc., etc. La lista de “estructuras de pecado” es tan grande, que sería interminable enumerarlas a todas, y sorprendería ver que la inmensa mayoría son cosas consideradas “normales”, ante todo y principalmente, por los cristianos.
El mundo –y por lo tanto nosotros, que estamos en el mundo, aunque sin ser de él- vive en sombras de muerte, en las más oscuras y espesas tinieblas que jamás haya conocido la humanidad, y esto se ve agravado porque quienes debían convertir sus corazones, es decir, quienes debían dejar las regiones de muerte para ser iluminados por la Luz eterna, Cristo, le han dado la espalda, prefiriendo las tinieblas a la luz, tal como lo dice el Evangelista Juan: “La luz (Cristo) vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron” (cfr. Jn 1ss). Los hombres, o más bien, los cristianos, la gran mayoría de ellos, prefieren las tinieblas antes que la Luz eterna, que es Cristo, y por eso no convierten sus corazones, aumentando así cada vez más la potencia y densidad de las tinieblas. Es triste comprobar que muchos cristianos, en vez de preferir ser alumbrados por la luz que emana del Ser eterno de Cristo Eucaristía, elijan sumergirse en las más completas tinieblas y oscuridades del mundo, y encima sostengan que así se encuentran mejor y más a gusto.
“Conviértanse porque el Reino de los cielos está cerca”. El llamado de Cristo a la conversión es urgente, porque quien no quiera despegar su corazón de las tinieblas, se verá absorbido y engullido por estas para siempre, sin nunca jamás ser alumbrados por la luz que es el Cordero.

viernes, 4 de enero de 2013

Epifanía del Señor



(Ciclo C – 2013)
         “(Los Magos de Oriente) Se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas se postraron y lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (cfr. Mt 2, 1-12).
         Después de celebrar el Nacimiento y la Sagrada Familia, la Iglesia celebra la fiesta de la “Epifanía”, que en griego significa “manifestación”, y como se manifiesta lo que estaba oculto, la fiesta de la Epifanía significa la manifestación de la gloria de Dios, a través del Niño de Belén, a los paganos, representados en la persona de los magos de Oriente.
          Debido a que esta fiesta litúrgica se ha desvirtuado, principalmente por causa del secularismo y del mensaje que de la misma presentan los medios de comunicación, es necesario profundizar en algunos aspectos de la Epifanía del Señor, para recuperar su esencia y verdadero significado espiritual. De no hacerlo, predominará cada vez más la idea errónea transmitida por los medios de comunicación, y puesta en práctica por amplísimos sectores de cristianos secularizados, que viven esta fiesta litúrgica de un modo cada vez más anti-cristiano y pagano: se piensa que la fiesta de la Epifanía consiste en regalar a los niños toda clase de cosas materiales, y que la "misión" de los Reyes Magos se reduce a dejar esos regalos la noche anterior, hecho para lo cual los niños deben dejar pasto y agua para los camellos, además de dejar sus zapatos o zapatillas, a fin de que los Reyes Magos puedan identificar a los destinatarios de los regalos.
           Esta forma de festejar la Epifanía, sumada a un desconocimiento casi total acerca de qué en sí la Epifanía, lleva a que esta fiesta litúrgica adquiera alarmantes ribetes de neo-paganismo, puestos en evidencia por el carácter marcada -y exclusivamente- materialista con el que se la vive.
            Con el propósito, entonces, de recuperar su esencia espiritual, nos detendremos en algunos aspectos de la fiesta de la Epifanía, recordando que, como dijimos anteriormente, el término, de origen griego, significa "manifestación", y se trata de la manifestación de la gloria divina, que se hace visible a  través del Niño de Belén.
         Si esto es así, podemos preguntarnos de qué manera se manifestó esta gloria, porque según el Antiguo Testamento, nadie podía “ver la gloria de Dios” y “continuar viviendo” (cfr. Éx 33, 20). De la respuesta que demos a este interrogante, podremos determinar en qué consiste la fiesta litúrgica de la Epifanía.
         La respuesta la encontramos en el Misal Romano y en el Evangelio de Juan: en el Misal Romano, la Iglesia celebra el Nacimiento del Niño Dios, Nacimiento mediante el cual Dios, de naturaleza invisible y cuya gloria es inaccesible para el ser creatural, “manifiesta su gloria de un nuevo modo” (cfr. Prefacio de Navidad), haciendo “brillar el esplendor de su gloria ante nuestros ojos”; es decir, la Iglesia celebra el Nacimiento del Niño de Belén, Niño que manifiesta de un modo nuevo, visiblemente, la gloria divina, la misma que contemplan los ángeles y los santos en el cielo, a través de la Humanidad santísima del Niño recostado en el Pesebre. Es la misma gloria del Ser trinitario, que en los cielos atrapa con su inimaginable belleza a los ángeles y santos, que se manifiesta visiblemente, a través del Cuerpo y la Humanidad del Niño de Belén.
         El Evangelista Juan nos revela también que la gloria del Niño de Belén, es  decir, de Cristo, el Hombre-Dios, es la gloria de Dios: “Hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito”.
         Es importante detenerse en este aspecto, el de la manifestación visible de la gloria de Dios a través del Niño de Belén, porque es en esto en lo que consiste precisamente la fiesta de la Epifanía -Dios manifiesta visiblemente su gloria a través del Niño del Pesebre, la misma gloria divina que no podía ser vista en el Antiguo Testamento, y la misma gloria que deja extasiados de alegría y amor a los habitantes del cielo-, y es lo que explica la actitud de los Magos de Oriente al acercarse al Niño, traídos por la Estrella: “cayendo de rodillas, se postraron y lo adoraron, y abriendo sus cofres, le ofrecieron oro, incienso y mirra”.
         Si el Niño del Pesebre no hubiera sido Dios Hijo encarnado, que manifestaba su gloria eterna, la misma que recibió de su Padre desde la eternidad, de un “modo nuevo”, es decir, a través de su Humanidad, no se explica la actitud de los Magos, de postrarse en adoración y de ofrecerle toda la riqueza que llevaban. Si ese Niño hubiera sido solamente un niño más, nacido en circunstancias un poco particulares, como el de nacer en una cueva de animales porque no tenían lugar en las posadas, su Madre habría sido una madre más entre tantas, como así también su padre, quien hubiera sido su verdadero padre y no su padre adoptivo; si ese Niño no hubiera sido el Niño Dios, que provenía del seno eterno del Padre, donde fue generado en la eternidad “entre esplendores sagrados”, para manifestar visiblemente la gloria divina de su Ser trinitario, entonces la Estrella de Belén no hubiera guiado a los Magos, y habría sido sólo un cometa más entre tantos, que casualmente se encontraba a la misma altura del lugar donde nació el Niño; si ese Niño no hubiera sido Dios Hijo en Persona, que venía a este mundo no en el fulgor inconcebible de su majestad infinita, sino en la frágil humanidad de un hijo de hombre, entonces la adoración y postración de los Magos no se justificaba, y la fiesta de la Epifanía en la Iglesia no debería tener lugar.
         Sin embargo, para consuelo de los creyentes, el Niño de Belén es Dios de Dios, Dios Hijo que proviene de Dios Padre; es “Luz eterna de Luz eterna”, que es concebido en el seno virgen de María por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y que nace de modo milagroso, “como un rayo de sol atraviesa un cristal”, convirtiendo a su Madre en Madre de Dios, y manifestándose a los hombres de todos los tiempos como el Dios de gloria y majestad infinita, que viene a nuestro mundo revestido de Niño, para que esa gloria del Ser trinitario, invisible para las creaturas, fuera visible a partir de su Nacimiento.
         Es este conocimiento, dado por el Espíritu Santo, el que tienen los Magos de Oriente al acercarse al Niño, y es por eso que se postran en adoración, porque reconocen en el Niño de Belén a Dios Hijo en Persona, que les muestra su gloria divina, la misma gloria del Tabor, la misma gloria de la Cruz, la misma gloria de la Eucaristía, porque en la Eucaristía se prolonga y continúa la Encarnación y Nacimiento del Niño Dios.
         “Cayendo de rodillas se postraron y lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra”. Los Magos, en quienes están representados los paganos, nos enseñan cómo rendir homenaje a nuestro Dios en su Epifanía, en la manifestación visible de su gloria invisible: “cayendo de rodillas, se postraron y lo adoraron”, y en señal de reconocimiento a su divinidad, le ofrecieron como don sus ofrendas materiales: oro, incienso y mirra.
         Nosotros no vemos, con nuestros ojos, al Niño Dios; no vemos, sensiblemente hablando, al Niño de Belén, tal como lo vieron los Magos de Oriente, pero no por eso nos quedamos sin la posibilidad de adorarlo, porque en la Eucaristía prolonga su Nacimiento el mismo Niño Dios, que nos manifiesta su gloria invisible “de un nuevo modo”, a través de las especies eucarísticas, porque así como estuvo el Niño tendido en un pesebre con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, así está ese mismo Niño en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.
Por lo tanto, de la misma manera como los Magos le rindieron el homenaje de su adoración “cayendo de rodillas” ante el Niño de Belén, así nosotros también nos arrodillamos en signo de adoración a Jesús Eucaristía, y si ellos le dejaron ofrendas materiales, oro, incienso y mirra, nosotros le dejamos, al pie del altar eucarístico, el oro de la adoración, el incienso de la oración, y la mirra de la mortificación, junto a nuestro pobre corazón.