“Señor, si quieres
puedes purificarme” (Lc 3, 15-16. 21-22).
Un leproso implora a Jesús el ser curado de su lepra y Jesús le concede lo que
pide. La lepra, en la
Antigüedad , era una enfermedad muy temida, por sus efectos
devastadores sobre el cuerpo primero –provoca severas mutilaciones en su forma
lepromatosa- y sobre la persona después –la afecta en todo orden, psicológico,
espiritual, físico, social-. Al no existir ningún tipo de cura, el tratamiento
se limitaba a aislar al enfermo (cfr. Lev
13-45), expulsándolo de los lugares poblados, y obligándolo a llevar un
cencerro, para anunciar su presencia y así ayudar a los demás a evitar su
contagio.
Siendo como es, una
enfermedad infecciosa que se contagia fácilmente cuando el paciente no está
tratado, la lepra fue desde la
Antigüedad considerada como una figura del pecado, figuración
que continúa en el cristianismo, para el cual el pecado es al alma lo que la
lepra es al cuerpo. Para quienes sostienen que el pecado no tiene incidencias
de ningún tipo, o para quienes viven en estado de pecado habitual, sin
experimentar ningún tipo de dolores o lesiones corporales, con lo cual piensan
que el pecado no produce daño de ningún tipo, les convendría detenerse a
observar las lesiones que provoca la lepra, para darse una idea del daño que
provoca el pecado al alma, aun cuando no se sienta nada física o sensiblemente
(aun en esto se parece a la lepra, puesto que la lepra provoca lesiones
indoloras, al destruir el bacilo –Mycobacterium
leprae- las terminales sensitivas de los nervios periféricos). Pero sobre
todo, le convendría leer las visiones de Santa Brígida de Suecia, en la que
Nuestro Señor Jesucristo le permite ver varias almas condenadas, en cuyas
descripciones se puede apreciar con claridad el daño que produce el pecado en
el alma.
Todavía más, en las
visiones de Santa Brígida, sorprende la severidad del castigo que reciben no
las almas condenadas, sino las que se encuentran en las regiones más bajas del
Purgatorio: “…fluyendo con fuego ardiente a través de los orificios de la nariz…
Con la boca abierta y la lengua sacada, colgando de los labios... Ambas manos
parecen sostener y apretar alguna sustancia putrefacta, pegajosa con brea
ardiente... Y saliendo de las manos algo parecido al desecho de una úlcera con
la sangre podrida y con hedor tan horrible que no se puede comparar al peor
hedor en este mundo” (4.7).
Esta es una
descripción de un alma en el Purgatorio; en el infierno, las penas son aún más
terribles, con el agravante de que el dolor y el castigo no finalizan nunca. Si
a alguien le parece que las descripciones de Santa Brígida son el producto de
una imaginación hiperactiva o peor, “superstición medieval”, hay que tener en
cuenta el alto grado de autenticidad y autoridad atribuida a las Revelaciones
por muchos teólogos y eclesiásticos de alto rango, incluyendo varios papas y obispos
de la Iglesia[1].
La lepra, entonces,
es figura del pecado, y sus consecuencias sobre el cuerpo dan una idea del daño
que el pecado obra sobre el alma, daño que es imposible de quitar sin el
auxilio de Cristo.
Precisamente, en
contrapartida a las lesiones provocadas por el pecado, la gracia santificante -principalmente
la concedida en el sacramento de la confesión-, actúa como maravillosa medicina
que hace desaparecer todo resquicio de enfermedad o daño espiritual.
“Señor, si quieres
puedes purificarme”. Si el leproso del Evangelio recibe un gran milagro de
parte de Jesús, al curarle una enfermedad grave, destructiva e incurable,
infinitamente mayor es la curación espiritual que supone la acción de la gracia
santificante comunicada en el sacramento de la Reconciliación, por medio del
cual Cristo Sacerdote, obrando a través del sacerdote ministerial, quita del
alma la lepra espiritual, el pecado, devolviendo no sólo la salud del alma,
sino convirtiendo al alma en morada de la Santísima Trinidad.
[1]http://archive.org/stream/RevelationsOfSaintBridget/RevelacionesDeSantaBrgidaYLaIglesiaespanol_djvu.txt
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