viernes, 31 de mayo de 2013

Solemnidad de Corpus Christi


(Ciclo C - 2013)
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente” (Lc 9, 11-17b). Jesús multiplica milagrosamente panes y peces y da de comer a la multitud hambrienta. A pesar de que son más de cinco mil personas y de que comen hasta saciarse, sobran panes y peces en tal cantidad que los restos llenan hasta doce canastas.
         Con todo lo que significa el milagro de la multiplicación de panes y peces -una muestra de la omnipotencia divina y de la condición de Jesús de ser Hijo de Dios en Persona y no un simple hombre-, es sin embargo una ínfima muestra de su poder divino, y en cuanto a su objetivo final, no es el de simplemente dar de comer, satisfaciendo el apetito corporal, a una multitud de personas. La finalidad del milagro es servir de pre-figuración de otro milagro, infinitamente más grande, realizado por la Iglesia en la Santa Misa: la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre. Así como Jesús, por la bendición que pronunció sobre los panes y peces multiplicó sus materias inertes, de la misma manera, por la fórmula de la consagración en la Santa Misa la Iglesia convierte, a través del sacerdocio ministerial, la materia inerte del pan y el vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
         Podemos decir entonces que la escena evangélica del domingo de hoy, en la que Jesús primero alimenta el espíritu a los integrantes de la multitud, para luego alimentarles el cuerpo con los panes y peces, es una pre-figuración de la Santa Misa, en donde el alma se alimenta primero con la Palabra de Dios -por medio de la liturgia de la Palabra- y luego se alimenta con la Eucaristía, el Cuerpo de Cristo. 
          Por este motivo, para apreciar en su dimensión sobrenatural el alcance y significado del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, hay que considerar con un poco más de detenimiento qué es lo que está representado en la escena evangélica: la multitud que escucha a Jesús, compuesta por toda clase de gentes y por todas las edades, representa a la humanidad; el hambre corporal que experimentan, representa el hambre espiritual que de Dios tiene todo ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios para Dios. Ahora bien, Dios ha creado al hombre dotándolo de una sed inextinguible de amor y de belleza y por eso todo ser humano tiene necesidad de satisfacer su sed de felicidad -todo hombre desea ser feliz, dice Aristóteles-, pero como Dios lo ha creado al hombre para que sacie su sed de amor y belleza en Él y sólo en Él, mientras no se une a su Creador, el hombre experimenta esa sed de amor y de belleza que le quema las entrañas, pero que no puede ser satisfecha sino es en su contemplación y unión con Él. Si el hombre busca saciar esta sed de felicidad en cualquier otra cosa que no sea Dios, no lo logrará nunca, y esta es la razón por la cual el hombre experimenta dolor, tristeza, frustración y muerte, cuando se aleja de Dios. 
             La multitud hambrienta delante de Jesús es, en este sentido, una representación de la humanidad hambrienta de su Dios, que busca saciar su sed de amor y de satisfacer su hambre de paz, verdad y alegría, aunque de momento no sepa bien cómo hacerlo. Jesús, que está delante de la multitud enseñando las parábolas del Reino y anunciando la Buena Noticia, es ese Dios Creador que ha venido a este mundo para redimir a la humanidad por medio de su sacrificio en Cruz y santificarla con el envío del Espíritu Santo y concederle así la felicidad que tanto busca. Puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Cristo Jesús encuentra el hombre –todo hombre, la humanidad entera- la saciedad completa y absoluta de su sed de amor y de paz, de alegría y de felicidad; puesto que Cristo Jesús es Dios, solo en Él encuentra el hombre el sentido último de su vida; puesto que Cristo Jesús es Dios, sólo en Jesús, y en nadie más que Él, reposa en paz el corazón humano, encontrando en el Sagrado Corazón la satisfacción total de su sed de felicidad.
         Es esto entonces lo que está representado en la escena evangélica: la humanidad, sedienta de amor y hambrienta de felicidad, ante su Dios, Cristo Jesús, el Único -por ser el Hombre-Dios- capaz de extra-colmar, con la abundancia de Amor de su Sagrado Corazón, la felicidad que todo ser humano busca, búsqueda de felicidad que se inicia cuando nace y no se detiene hasta el momento de la muerte, continuando incluso hasta la vida eterna.
         Jesús, porque es Dios en Persona, es entonces el Único en grado de satisfacer el hambre de amor y la sed de felicidad que tiene el hombre, y el milagro de la multiplicación de panes y peces será solo un anticipo y una pre-figuración del modo en el que Él piensa satisfacer esa hambre: en el tiempo de la Iglesia, por el poder del Espíritu Santo, a través del sacerdocio ministerial, por la Santa Misa, Jesús obrará un milagro infinitamente mayor, por medio del cual no multiplicará la carne muerta de peces, ni tampoco la materia inerte del pan: por su Espíritu, convertirá el pan y el vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y se donará a sí mismo en la Eucaristía como alimento celestial que alimenta con la substancia misma de Dios; por el milagro de la transubstanciación, Jesús se donará a sí mismo para saciar el hambre de amor y la sed de felicidad de toda alma humana, donándose a sí mismo como Pan de Vida eterna y como Carne del Cordero de Dios. El modo por el cual Jesús satisface la sed de felicidad del hombre, es entregando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, en la Eucaristía, para que sirva de alimento celestial al alma que lo reciba con fe y con amor.
“Tomó entonces los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció sobre ellos la bendición y los partió, y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo a la gente”. Si en el Evangelio Jesús obra un maravilloso milagro, por el cual multiplica la carne muerta de un pez y la materia inerte del pan, con lo cual da de comer a una multitud satisfaciendo su hambre corporal, en la Santa Misa obra un milagro infinitamente mayor, convirtiendo el pan y el vino en su Carne, su Sangre, su Alma y su Divinidad, obrando el milagro de la Eucaristía, donando su Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, el Corpus Christi, como alimento celestial que sacia y extra-colma con abundancia la ardiente sed de amor y la incontenible hambre de felicidad que alberga toda alma. Éste es el sentido final del Corpus Christi: saciar el hambre de Amor divino que toda alma posee.



martes, 28 de mayo de 2013

“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos”



“El que quiera ser primero y grande sea servidor de todos” (Mc 10, 32-45). Jesús anuncia a sus discípulos su próxima Pasión y luego, advertido de las peleas y discusiones entre ellos acerca de “quién sería el más grande”, les advierte que como discípulos de Él deben distinguirse de aquellos que son primeros y grandes según el mundo. Los que reciben honor y poder mundano se caracterizan por ejercer sobre sus súbditos un dominio despótico y carente no ya de caridad cristiana, sino de bondad humana, “haciendo sentir su autoridad” y “dominando a las naciones como si fueran sus dueños”. Esto se debe a que los gobernantes mundanos –no los gobernantes del mundo, sino los gobernantes mundanos, que es distinto- se guían por la ambición de poder, por la sed de dinero y por la codicia, debido a que obedecen los preceptos del Príncipe de las tinieblas, que “gobierna el mundo” (cfr. 1 Jn 5, 19). Estos gobernantes mundanos poseen una grandeza y una primacía pero de origen mundano, en el sentido peyorativo de aquello que se entiende por “mundo”, es decir, de lo que está apartado de Dios y es contrario a sus Mandamientos. Los gobernantes mundanos imitan y participan de la soberbia, el orgullo, la vanidad, la codicia y la perversión del Ángel caído, y esa es la razón de su modo despótico, autoritario, anti-humano y anti-cristiano de gobernar. Esta es la razón por la cual en el gobierno de sus súbditos se comportan como dueños de las personas, de los bienes y hasta de las naciones enteras, utilizando sus recursos como si fueran propiedad personal, sumiendo en la miseria más absoluta a grandes capas de la población. En vez de servir a los demás desde el poder político, usan a los demás como esclavos y servidores suyos, y en vez de mirar por el Bien Común de la ciudad, miran egoísta y soberbiamente solo por su propio bienestar, sin interesarse por los demás.
Por el contrario, los discípulos de Jesús, que por el solo hecho de ser discípulos ya poseen una primacía y grandeza, la primacía y grandeza de la gracia, deben caracterizarse no por la sed de poder, la avaricia, el orgullo y la codicia, sino por su espíritu de servicio y de sacrificio, ocupando, si es necesario, el último puesto, haciéndose “servidor de todos”. La razón de este comportamiento no se debe a una mera disposición moral, como si fuera un precepto a cumplir dentro de un catálogo de normas de comportamiento ejemplar: la razón por la cual el cristiano, cualquiera sea su estado y condición en la Iglesia –sacerdote, laico, religioso- debe destacarse por el espíritu de servicio y sacrificio en la humildad, es decir, sin hacer alarde de su buen obrar, es que debe imitar a Jesús, el Hombre-Dios, que por amor a los hombres vino a este mundo y sin dejar de ser Dios, se encarnó en el seno virginal de María Santísima y con su misterio pascual de muerte y resurrección obró el servicio más grande que jamás nadie podría prestar a la humanidad entera, y es la salvación eterna. Desde el inicio de su Encarnación, encarnándose como cigoto humano –no fecundado por concurso de varón, porque San José solo fue su padre adoptivo-, pasando por su vida oculta en la que lo tomaban de modo casi despectivo como “el hijo del carpintero”, y en su vida pública pasando como esclavo de sus propios Apóstoles -¡Él, que era Dios en Persona, se arrodilló como un esclavo y les lavó los pies en la Última Cena!-, hasta su muerte en Cruz, muerte dolorosa y humillante, Jesús apareció ante los ojos de los hombres –pero no a los ojos de Dios- como el último de los hombres, siendo como era, Dios en Persona y obrando la obra del más grande servicio que los hombres podrían recibir, la salvación de sus almas. La razón por la cual el discípulo de Cristo debe, en el servicio a la Iglesia –servicio por otra parte que debe ser eficaz, en el sentido de ser hecho de la mejor manera posible, y no hecho de cualquier manera, porque Jesús nos pide que seamos “perfectos, como su Padre es perfecto”-, comportarse con humildad, como el “último de todos”, es que debe imitar a su Maestro, Jesús, que fue “el primero y el servidor de todos”.
El que quiera entender de qué manera hay que cumplir este mandato de ser “el primero y el servidor de todos”, debe elevar la vista del alma y contemplar, en el amor, a Cristo crucificado.

lunes, 27 de mayo de 2013

“El que deje todo por Mí recibirá el ciento por uno, persecuciones y la vida eterna”



“El que deje todo por Mí recibirá el ciento por uno, persecuciones y la vida eterna” (Mc 10, 28-31). Los discípulos habían dado ya muestras de pretensiones de gloria terrena y mundana en el seguimiento de Jesús, y ese es el motivo por el cual ahora Jesús les advierte claramente que quien lo siga, recibirá de parte suya recompensas terrenas –el ciento por uno- y en la otra vida, la vida eterna, pero también les advierte que en esta vida recibirán además “persecuciones”. Por lo tanto, los discípulos quedan advertidos, a fin de que no solo no se presenten más las discordias y peleas por motivos de vanagloria, sino para que eleven la mirada no a las cosas de la tierra, sino a la eternidad que los espera. La perspectiva de la persecución ayuda a mitigar los deseos de vanagloria, al tiempo que hace apreciar mucho mejor el premio final que implica el seguimiento de Cristo, la vida eterna.
Mientras en el mundo a los seguidores de los líderes terrenos se los premia con grandes recompensas y con puestos de honor, recibiendo la alabanza de los hombres, a los seguidores de Cristo les espera la persecución y la tribulación. La razón es que el discípulo no puede ser nunca más que el maestro, y si el Maestro fue perseguido, también lo serán los discípulos. Es decir, quien siga a Cristo “dejándolo todo”, recibirá en recompensa “el ciento por uno en esta vida” y “la vida eterna” en la otra vida, pero mientras viva en la tierra, sufrirá también la “persecución”, porque el Maestro, Cristo, fue perseguido. Y esta persecución será tanto más encarnizada, cuanto más fiel sea el discípulo a Jesucristo. Por el contrario, tal como le sucede a Judas Iscariote, aquel que reniegue de Cristo, recibirá dinero a cambio por parte del Príncipe de este mundo y sus satélites, pero perderá la vida eterna, lo cual confirma las palabras de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero”. O se sigue a Cristo, o se sirve al dios del dinero, el Príncipe de las tinieblas. No hay posición intermedia.
Seguir a Cristo no es fácil ni está exento de tribulaciones persecuciones porque su seguimiento implica ir contra uno mismo, contra el mundo y contra las “potestades malignas de los aires”. Seguir a Cristo quiere decir negarse a uno mismo, en las pasiones, vicios, pecados, tendencias contrarias al Bien, y obrar al modo como lo haría Cristo; seguir a Cristo quiere decir ir en contra de los poderes del mundo, porque el mundo está “gobernado por el maligno”, y así quiere decir ir en contra de todo lo malo que el mundo propone como bueno –la anti-natura en las relaciones humanas, el aborto, el ateísmo, el gnosticismo, etc.-; seguir a Cristo quiere decir ir en contra del Príncipe de las tinieblas, que “hace la guerra” a la estirpe de la Mujer del Apocalipsis, la Virgen María, porque el que sigue a Cristo lo hace porque es hijo de la Virgen. El ejemplo máximo de seguimiento a Cristo está en los santos y en los mártires, que dejaron literalmente todo, incluso hasta la vida terrena, para ir en pos de Cristo, camino del Calvario y ser crucificados con Él. Y como fueron crucificados con Él, ahora lo adoran en los cielos por la eternidad.
“El que deje todo por Mí recibirá el ciento por uno, persecuciones y la vida eterna”. La tribulación y la persecución por Cristo –exclusivamente por Cristo y no por otras causas- es la señal, para el seguidor de Cristo, de que se encuentra por el buen camino, el camino de la Cruz, camino que finaliza en el Monte Calvario, Puerta abierta al Reino de los cielos.

domingo, 26 de mayo de 2013

“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”


“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme” (Mc 10, 17-27). Un hombre rico le pregunta a Jesús qué es lo que hay que hacer para ganar la vida eterna. Jesús le dice que tiene que cumplir los mandamientos, y como este hombre rico era piadoso, devoto y de buen corazón, le contesta que eso ya lo hacía desde su juventud. Pero hay algo que le falta hacer, y que todavía no ha hecho, y es vender todo lo que tiene, dárselo a los pobres, y seguirlo a Él. Hasta ese momento, el hombre rico pensaba que con cumplir con las oraciones y con los mandamientos, bastaba para conseguir la vida eterna, pero ahora se da cuenta que le falta algo muy importante: vender todo lo que tiene, dárselo a los pobres, y seguir a Jesús.
El pasaje del Evangelio ha sido interpretado tradicionalmente en el sentido del llamado a la vocación religiosa, puesto que por esta vocación se empieza a realizar, en el tiempo, aquello que se vivirá en la eternidad, es decir, la consagración total de cuerpo y alma a Dios Trino. El religioso debe “vender todo lo que tiene” porque nada de lo material se llevará al Reino de los cielos, y si su estado religioso anticipa la vida del cielo, en donde los bienes materiales no cuentan para nada, entonces debe desposeerse de lo material. Las otras condiciones también son necesarias: “dar a los pobres”, porque la misericordia es la “materialización” del amor profesado a Dios, a través de la ayuda al prójimo más necesitado. El otro requisito es “seguir a Jesús”, puesto que no se puede acceder a la vida eterna de cualquier manera, sino solo a través de Cristo crucificado, y para esto es necesario cargar la cruz todos los días, negarse a sí mismo, y seguir a Jesús camino del Calvario.
Pero el pasaje puede interpretarse también en otro sentido, más cotidiano: el hombre rico que se entristece al enterarse de que debe vender todo lo que tiene, puede ser alguien que reciba el llamado a la conversión, conversión que implica que dejar atrás las pasiones desordenadas y la vida de pecado, sintiendo reticencia para hacerlo, es decir, manifestando todavía apego al pecado, lo cual se manifiesta en la tristeza que experimenta el hombre rico al no sentirse capaz de vender sus bienes.
En este sentido, “vender todo lo que se tiene”, puede significar el tener que dejar de lado al hombre viejo con sus pasiones desordenadas y el apego a este mundo y a los bienes terrenos. “Vender todo lo que se tiene” es dejar definitivamente todo aquello que obstaculiza la vida de la gracia: vicios, defectos, pecados, apegos desordenados a las criaturas, para poder emprender el camino de la Cruz, el único camino que lleva al cielo. No se puede llevar la Cruz, que es pesada, con las fuerzas del hombre viejo; se necesita la fuerza de la gracia, que es incompatible con la malicia del hombre viejo, y esta malicia es la que hay que dejar cuando Jesús dice que hay que “vender todo lo que se tiene”. A su vez, el “seguir” a Jesús, implica cargar la Cruz de todos los días precisamente para dar muerte de cruz al hombre viejo y así poder nacer a la vida de la gracia en el tiempo y a la vida eterna en el Reino de los cielos, en la otra vida.

“Vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”. Si queremos alcanzar la vida eterna, no basta con simplemente ser buenos: se debe ser santos y eso se consigue solamente dejando de lado al hombre y viejo, viviendo la vida de la gracia, cargando la propia cruz, todos los días siguiendo a Jesús camino del Calvario.

viernes, 24 de mayo de 2013

Solemnidad de la Santísima Trinidad



(Ciclo C – 2013)
         La solemnidad de la Santísima Trinidad no es una fiesta litúrgica más en la Iglesia. En esta fiesta la Iglesia resplandece, pero no porque hayan más o menos luces encendidas en el templo; en esta fiesta  brilla en la Iglesia una luz más resplandeciente que miles de millones de soles juntos, porque la Iglesia proclama al mundo la Verdad sobrenatural absoluta acerca de Dios; la Verdad que sólo Ella posee, en cuanto única y verdadera Iglesia de Dios. Sólo la Iglesia Católica sabe, porque Jesús lo ha revelado, cómo es Dios en sí mismo. Nadie, que no sea la Iglesia Católica, posee la Verdad completa y absoluta sobre Dios; sólo Ella custodia y revela a los pueblos, con la fidelidad que le concede el Espíritu Santo, la Verdad acerca de Dios, que es Uno y Trino.
         La Iglesia nos revela que Dios es Uno y es Trino: Uno en naturaleza y Trino en Personas, la Persona de Dios Padre, la Persona de Dios Hijo y la Persona de Dios Espíritu Santo. Cada Persona divina de la Santísima Trinidad posee aquello que es propia de su condición de ser Persona divina, esto es, inteligencia y voluntad. Cada Persona de la Santísima Trinidad conoce y ama al modo divino, es decir, en acto de ser perfectísimo y puro. Dios, en la doctrina de la Iglesia, no es nunca una energía difusa, cósmica, impersonal, que no conoce ni ama, tal como lo pretende la Nueva Era, la secta luciferina de la Conspiración de Acuario. Dios es Uno y es Trinidad de Personas, y como Personas divinas que son, conocen y aman y también obran libremente en el amor, y precisamente la dignidad más alta del hombre es el haber sido creado a imagen y semejanza de las Personas de la Trinidad, el haber sido creado persona, es decir, con capacidad de conocer, de amar y de obrar libremente en el amor, es decir, eligiendo lo que es bueno.
Esto quiere decir que el hombre nunca puede establecer una relación real y verdadera con Dios, si esta relación no es personal, de tú a tú, de vos a vos, de ser pensante y con capacidad de amar, a ser pensante y con capacidad de amar. Muchos cristianos -muchos católicos, en realidad- piensan, aman y hablan de Dios como si fueran de otra religión y no la católica, porque piensan, aman y hablan de un Dios Uno pero no de un Dios Uno y Trino, un Dios Uno en el que hay Tres Personas distintas. Establecen, desde el inicio, una relación falsificada con Dios, porque se retrotraen al Dios del Antiguo Testamento, y eso es un retroceso, porque Dios se reveló como Uno al Pueblo Elegido, como preparación para su revelación como Dios Uno y Trino en el Nuevo Testamento, Revelación llevada a cabo por Jesús. Debido a que establecen esta relación falsificada desde un inicio, porque nunca se dirigen a un Dios Trino, muchos católicos terminan abandonando la Iglesia, terminan apostatando de su fe, abandonando la fe, o si no, ingresan a otras religiones o, lo que es peor, ingresan en las sectas, las cuales destruyen el concepto de Dios como paso previo a la destrucción de la persona en sí misma.
Dios es Uno y Trino; es Trinidad de Personas, y cada Persona divina conoce, ama y obra libremente en el amor, y las Tres Personas están empeñadas en salvarnos: por pedido de Dios Padre, Dios Hijo se encarna sin dejar de ser Dios en el cuerpo y el alma humanos de Jesús de Nazareth, para morir en Cruz y donarnos a Dios Espíritu Santo por medio de la Sangre vertida a través de su Corazón traspasado. Y este Dios Uno y Trino, cuya Segunda Persona es Dios Hijo, Jesús de Nazareth, está en la Eucaristía, para que en el tiempo que dura nuestra vida en la tierra nos unamos a Él por la fe y por el amor, por la adoración y por la comunión, de manera tal que al fin de nuestras vidas ingresemos en la vida eterna, en donde adoraremos y amaremos por la eternidad a Dios Uno y Trino, y en esto consistirá nuestra salvación.
Ésta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia Católica, y éste es el misterio sobrenatural absoluto que la Iglesia celebra exultando de gozo en este día. Esto es lo que significa la “Solemnidad de la Santísima Trinidad”: Cristo Jesús es Dios Hijo en Persona, y ha venido a este mundo a morir en Cruz y donarse en la Eucaristía por pedido de Dios Padre, para que unidos a Él recibamos a Dios Espíritu Santo, el Amor del Padre y del Hijo.
Por este motivo no podemos hablar de Dios como si fuera solo uno, como si perteneciéramos a otras religiones monoteístas; mucho menos podemos hablar de un “dios-spray”, un “dios difuso”, como lo define el Santo Padre Francisco. El Papa nos anima a que reflexionemos acerca de nuestra fe en Dios; nos anima a que nos preguntemos en qué Dios creemos, si en el Dios Uno y Trino revelado por Jesucristo, o en el “dios-spray”, el dios impersonal, energético y difuso de la Nueva Era. Así nos dice: “¿Cuántas veces -se pregunta el Pontífice- tanta gente dice que cree en Dios? Pero ¿en qué Dios crees tú?”[1]. Esta pregunta es válida sobre todo en nuestros días, dominados por el relativismo, error filosófico según el cual cada uno se construye una “verdad” de acuerdo a su conveniencia, y es así como muchos se construyen un “dios” a su medida, incluso dentro de la Iglesia, eligiendo creer lo que les conviene y descartando aquello que no les conviene.
La pregunta del Papa es una buena ocasión para reflexionar acerca de nuestra fe como miembros de la Iglesia, como bautizados, como católicos, puesto que según sea la fe en Dios, así será la oración y la vida. Si creo en un “dios-spray”, como él dice, entonces mi fe será también “spray”, es decir, difusa, aguada, inconsistente, imprecisa. Con una fe así, las pasiones arrastran al hombre y las tentaciones del mundo y de la carne se vuelven irresistibles. Con una fe así, aguada, inconsistente, difusa, también la vida y el testimonio de vida será difuso, aguado, inconsistente, impreciso. Será una “vida-spray”, producto de una “creencia-spray”.
Por eso, repetimos la pregunta del Papa Francisco: ¿en qué Dios creo? Y la respuesta a esta pregunta nos la da el mismo Papa, en cuya fe se basa la fe de la Iglesia y, por lo tanto, la fe de todos los bautizados, la fe propia de cada uno. El Papa nos orienta en la respuesta recordándonos que como cristianos creemos en un Dios Uno y Trino: “Dios no es un ‘dios difuso’, un ‘dios-spray’, que está en todas partes pero que no se sabe qué es. Nosotros creemos en Dios que es Padre, que es Hijo, que es Espíritu Santo. Nosotros creemos en Personas, y cuando hablamos con Dios [lo hacemos]  con Personas: o hablo con el Padre, o hablo con el Hijo, o hablo con el Espíritu Santo. Esta es la fe”.
“Tener fe” es creer en una Persona real, no en un “Dios difuso”, impersonal, que se encuentra por allá arriba, en quién sabe qué lugar alejado.
“Tener fe” en la Iglesia Católica es creer en un Dios que es Trinidad de Personas. Todavía más, debido a que este Dios Trino está, como decíamos, empeñado en nuestra salvación, puesto que el Padre envió a la tierra a la Segunda de esas Personas, a Dios Hijo, a Jesús de Nazaret, para que se encarnase y nos salve por su muerte en Cruz y, una vez resucitado y ascendido a los Cielos, nos envíe a Dios Espíritu Santo, la Persona-Amor de la Trinidad; debido a esto, a la condición de Dios de ser Trinidad de Personas y debido a la implicación en pleno de la Trinidad en nuestra propia salvación, no puedo nunca dirigirme a Dios sino es a un Dios que conoce y ama en su Trinidad de Personas.
Ahora bien, la relación con este Dios Trino nos viene a través de Jesucristo, Dios Hijo encarnado y revelador del Padre y del Hijo, y esto nos lo recuerda también el Santo Padre, a fin de purificar nuestra fe. El Papa nos dice que nuestra fe en Dios Trino, que nos salva, comienza con el encuentro personal con la Persona real de Jesús de Nazaret –“Persona real y no difusa”-, puesto que es Él, y solo Él, quien nos conduce al Padre en el Espíritu Santo. A su vez, este encuentro con Jesús, encuentro que transforma radicalmente nuestras vidas porque nos concede la vida eterna y por su Cruz nos abre el horizonte de eternidad que estaba cerrado para nosotros, es un don de Dios. Él nos concede el don de la fe en Jesús, y por Jesús vamos al Padre: “Jesús afirma también que ninguno puede venir a El ‘si no lo atrae el Padre’”. Estas palabras demuestran que “ir hacia Jesús, encontrar a Jesús, conocer a Jesús es un don” que Dios concede. Ir hacia Jesús, encontrar a Jesús, conocer a Jesús: esta es nuestra fe, la fe en una Persona real, Jesús de Nazaret, Hombre-Dios. Y se trata de ir hacia Jesús, encontrar a Jesús, conocer a Jesús, para ser atraídos al Padre  -porque nadie va al Padre sino es por Jesús- para amarlo en el Espíritu Santo. Esta es nuestra fe, la fe en un Dios Uno y Trino, empeñado en salvarnos, que ha adquirido un rostro en Jesús de Nazaret, que viene a nuestro encuentro como niño, como crucificado, como resucitado y glorioso, surgiendo triunfante del sepulcro el Domingo de Resurrección, y también viene a nuestro encuentro, resucitado y glorioso, en la Eucaristía.
Finalmente, no es indiferente creer en un “dios-spray” o en un Dios Uno y Trino. Quien cree en un “dios-spray”, difuso, impersonal, que es mera energía cósmica que anda dispersa por el universo, no recibirá nunca ni el perdón, ni el amor ni la misericordia que solo están en Dios Trino. Por el contrario, quien cree en Dios Uno y Trino y en Jesús Hombre-Dios, y recibe con fe y amor a ese Dios que viene crucificado en la Cruz y glorioso en la Eucaristía, recibe el perdón, el Amor y la misericordia de Dios Trino, todo lo cual es el fundamento para la verdadera y plena alegría, la alegría del Ser divino trinitario. En definitiva, ¿en qué Dios creo? En un Dios que me da la vida eterna y con la vida eterna me da su alegría.
Esto es lo que nos quiere decir el Santo Padre Francisco cuando comenta el pasaje de la conversión del funcionario de la reina de Etiopía: “Quien tiene fe tiene la vida eterna, tiene la vida. Pero la fe es un don, es el Padre que nos la da. Nosotros debemos continuar este camino. Pero si caminamos en este camino, siempre con nuestras cosas –porque pecadores somos todos y siempre tenemos cosas que no van aunque el Señor nos perdona si le pedimos perdón […]- nos sucederá lo mismo que a aquel ministro de economía que, después de haber descubierto la fe en Cristo Jesús, lleno de alegría proseguía su camino”. Quien cree en Dios Uno y Trino, aun cuando sufra la prueba de grandes tribulaciones, caminará su vida terrena cargando la cruz con alegría, porque sabe que al final del camino lo esperan Tres Personas para darle su Amor para toda la eternidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.






[1] Cfr. Santa Misa en Domus Santa Marta, 18 de abril de 2013.

miércoles, 22 de mayo de 2013

“Vivan en paz unos con otros”



“Vivan en paz unos con otros” (Mc 9, 41-50). El mandato de Jesús no se reduce a un mero mandato moral; no se trata de una norma más dentro de un plan que regula el convivir entre los hombres. La paz en la que tienen que vivir los discípulos, sus discípulos, es la paz suya, la paz que Él da en cuanto Hombre-Dios –“La paz os dejo, mi paz os doy”-; es la paz que se derrama sobre los hombres desde el Corazón traspasado de Jesús en la Cruz; es la paz de Dios, que Dios concede al hombre al perdonarle sus pecados, todos sus pecados, incluido y en primer lugar el más horrible de todos, el deicidio de su Hijo en la Cruz. Si alguien se pregunta cuál es la reacción de Dios Padre ante la muerte de Dios Hijo en la Cruz, causada por los pecados de los hombres, solo tiene que contemplar a Cristo crucificado, para darse cuenta de que Dios Padre, lejos de condenarnos por haber dado muerte al Hijo de su Amor, nos perdona, y el signo de ese perdón es la Sangre de Jesús derramada en la Cruz.
Es esta paz, la que se derrama sobre el alma junto con la Sangre de Cristo, la paz que se origina y funda en el Amor trinitario y que llena de gozo y de alegría al alma, es la que el cristiano tiene que transmitir a su prójimo, a todo prójimo, independientemente de su estado espiritual o anímico y de si este prójimo es amigo o enemigo.
El que recibe de Cristo crucificado la paz, debe dar paz a los demás, y esta paz es la condición para la unidad, y la unidad es signo distintivo de Dios que es Amor: “Que todos sean uno como Tú y Yo, Padre, somos uno, y así el mundo creerá” (Jn 17, 21). La discordia, por el contrario, provoca desunión y a esta reflexión nos quiere conducir el Santo Padre Francisco cuando contrapone la unidad en el amor y en la paz de Dios producto de Pentecostés, del soplo del Espíritu sobre los discípulos, a la desunión, producto de la discordia y de la ausencia del Espíritu de Dios. El Santo Padre dice: “¿Creo unidad en torno a mí o divido, divido, divido? (…) ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor que es el Evangelio en el medio en el que vivo?”. El cristiano tiene que preguntarse también: “¿Soy causa de discordia, desunión y ausencia de paz en el medio en el que vivo? ¿Llevo la palabra de reconciliación y de amor o de discordia y odio?”. Si el cristiano se descubre como el causante de la falta de paz de los demás, es porque no ha rezado al pie de la Cruz, no se ha enterado del perdón de Dios en Cristo, no ha recibido su paz y, como no tiene paz, no puede dar paz.
“Vivan en paz unos con otros”. Para dar la paz de Cristo a los demás, es necesario hacer oración ante el crucifico y ante el sagrario, para que la paz de Cristo inunde nuestros corazones y, desde allí, se irradie a todo prójimo.

lunes, 20 de mayo de 2013

“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”



“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos” (Mc 9, 30-37). Llevados por la ambición y la codicia, los discípulos de Jesús comienzan a discutir entre ellos sobre “quién sería el más grande”. En todos late el deseo desordenado de fama, de poder, de recibir honores y glorias mundanas. A pesar de estar con Jesús y de recibir de Él sus enseñanzas; a pesar de ser testigos directos de sus más grandes milagros; a pesar de haber recibido la Buena Noticia del Reino de los cielos, de labios del mismo Jesús, Buena Noticia que les habla de un destino ultraterreno y eterno, Buena Noticia que les habla de la caducidad de la vida presente y de la cercanía y proximidad de la vida eterna, los discípulos siguen aferrados a esta vida material, terrena, temporal; vida que se termina indefectiblemente, aunque el hombre viva ochenta, cien, ciento veinte años, y se termina para dar paso, indefectiblemente también, a la eternidad. A pesar de esto, a pesar de ser conscientes de la próxima llegada del Reino de los cielos y de la eternidad, los discípulos actúan como si esta vida terrena fuera la única y como si las pasiones que los dominan tuvieran que ser satisfechas a toda costa, y ese es el motivo por el cual “discuten para ver quién es el más grande”.
Cuanto más se ama el mundo y menos el Reino de Dios, tanto más se aman las pompas del mundo, sus fastos vanos y pasajeros, fastos más efímeros que un soplo de suave brisa. La falta de amor a Dios y a su Reino, el desprecio y olvido de las palabras de Jesús, conducen a esta situación de discordia en el seno de la Iglesia, discordia producida por la malicia del hombre y la perversidad del demonio, que atiza de todas las maneras posibles el carbón del odio que late en el corazón del ambicioso.
Jesús escucha las disputas de sus discípulos y con voz pausada pero firme les advierte que a los ojos de Dios las cosas son diametralmente opuestas: “El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”, y será Él en Persona quien dará ejemplo de lo que predica. En la Encarnación, siendo Dios, es engendrado en el seno de María Virgen como un cigoto; en su vida oculta, es conocido como un vecino más entre el pueblo; en la Última Cena, siendo Dios Hijo encarnado, se arrodilla ante cada uno de sus discípulos para lavarles los pies, como si fuera un esclavo; en el Juicio inicuo al que es sometido antes de su Pasión, es pospuesto a favor de un gran malhechor, Barrabás; en la Cruz, muere como el más grande de los fracasados entre los hombres; una vez muerto, ni siquiera tiene un sepulcro propio, y debe ser sepultado en un sepulcro nuevo, propiedad de José de Arimatea.
Sin embargo, este hecho de ser Jesús “el último y como el servidor de todos”, le vale conseguir, para toda la humanidad, la gloria de Dios, a la que tienen acceso al concederles el perdón de los pecados por su sacrificio en Cruz.
“El que quiera ser el primero que sea el último y el servidor de todos”. Lo que Jesús quiere decir a sus discípulos, que se ven envueltos en la discordia a causa de su codicia y ambición, que aquel que sea ambicioso y tenga codicia de dinero, de poder, de fama, de honra y gloria mundana, eleve sus ojos a la Cruz, y así se dará cuenta que el más grande en el Reino de los cielos es el que en esta vida es más insignificante a los ojos de los hombres.