martes, 31 de enero de 2017

“Mi nombre es Legión, porque somos muchos”


“Mi nombre es Legión, porque somos muchos” (Mc 5, 1-20). El Evangelista describe en este pasaje y de un modo muy gráfico, la degradación a la cual el Demonio lo somete cuando toma posesión de su cuerpo. La descripción es muy cruda y da cuenta del odio sobrenatural que el Demonio tiene hacia el hombre, en cuanto imagen viviente de Dios. El Evangelio dice que el hombre poseído por el “espíritu impuro (…) habitaba en los sepulcros, y nadie podía sujetarlo, ni siquiera con cadenas (…) había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie podía dominarlo (…) día y noche, vagaba entre los sepulcros y por la montaña, dando alaridos e hiriéndose con piedras”. Una teología no católica diría que no se trataba de un endemoniado, sino de un enfermo psiquiátrico, pero eso es dudar de la Palabra de Dios y del Magisterio de la Iglesia, que nos enseñan que se trata, en este caso, de una verdadera posesión demoníaca, y no de un solo demonio, sino de muchos, tal como lo revelan los ángeles caídos ante la orden de Jesús de dar sus nombres: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”.
El Evangelio describe entonces una realidad, la posesión demoníaca del cuerpo de un hombre, realidad que constituye una de las principales causas por las que el Hijo de Dios, Jesucristo, se encarnó y murió en cruz para luego resucitar, y es el de “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8). Al realizar el exorcismo expulsando a los demonios con la sola orden de su voz, Jesús restituye la libertad plena al hombre endemoniado, quedando reflejado, de manera patente, el estado de degradación a la que conduce al hombre el Demonio, cuando posee su cuerpo, y el estado de salud plena –corporal, espiritual, moral- que concede Jesús por su bondad.
Otro elemento a considerar es que el hombre poseído por el espíritu inmundo vive lejos de Dios: habita “en el cementerio”, dice el Evangelio, queriendo significar el estado de muerte eterna a la que el Demonio quiere conducir al hombre. Sin embargo, no hace falta estar poseído corporalmente por el Demonio o por los demonios, para vivir alejados de Dios: basta con no cumplir sus Mandamientos, porque a los Mandamientos de Dios, el Demonio contrapone los suyos, que son los exactamente opuestos. Por ejemplo, si el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es: “Amarás a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”, basta con odiar al prójimo, por ejemplo, o con intoxicar el cuerpo propio con substancias prohibidas, o adorar a ídolos –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa, el dinero, el placer-, para estar bajo el mando directo del Demonio, sin que éste necesite tomarse el “trabajo” de poseer el cuerpo. La impureza espiritual que supone el odio y la idolatría, impide que Dios Trino inhabite en ese corazón, y donde no está Dios, está el Demonio.

“Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. Quien se inclina ante los ídolos neo-paganos y ante el dinero, aun cuando no esté poseído corporalmente por el Demonio, es su esclavo y servidor más fiel.

domingo, 29 de enero de 2017

“Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos”


(Domingo IV - TO - Ciclo A – 2017)

         “Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos” (cfr. Mt 5, 1-12). Jesús proclama el Sermón de la Montaña, en el que revela cuál es el camino para poseer y heredar el Reino de los cielos. Las Bienaventuranzas constituyen, por lo tanto, el programa de vida de quien desee, más allá de esta vida, alcanzar el anhelado Reino de Dios. Ahora bien, estas Bienaventuranzas proclamadas por Jesús, se encuentran en las antípodas de la sociedad hedonista, materialista, relativista y ocultista que caracteriza a nuestros días. Para la mentalidad del hombre pos-moderno, acostumbrado a vivir “como si Dios no existiera” y a cumplir su propia voluntad y no la de Dios, las Bienaventuranzas le suenan como un lenguaje extraño, incomprensible, pero no porque no sean para él, sino porque su oído espiritual, cerrado a la Voz de Dios, pero abierto al sibilino silbo de la Serpiente Antigua, no es capaz de reconocer la voz de su Creador, que habla a través de la humanidad santísima de Jesús de Nazareth.
         Jesús proclama una felicidad que, a los ojos del mundo, es suma desgracia, porque se opone radicalmente a lo que el mundo considera “felicidad”. Jesús dice: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”. El hombre de hoy idolatra y adora al dinero y es capaz de cometer los más horribles crímenes, con el fin de hacerse de ese dinero, sin importarle su origen ilícito, y considera que en eso consiste su felicidad, cuando la felicidad, a los ojos de Dios, está en la pobreza, primero espiritual, y luego material.
         Jesús dice: “Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia”; el hombre de hoy, incapaz de soportar la tribulación y habiendo rechazado la cruz, quiere soluciones mágicas, rápidas, y es por eso que, en vez de sufrir con paciencia las tribulaciones, uniéndolas a las tribulaciones de la Cruz de Jesús, único camino posible para superarlas, acude a los servidores del Demonio, los chamanes, los brujos, los magos, los hechiceros, y toda clase de charlatanes, ofendiendo a Dios por no confiar en su Amor providente, y poniéndose voluntariamente en manos del Enemigo de las almas, el Demonio.
Jesús dice: “Felices los afligidos, porque serán consolados”, pero se trata de la aflicción de la Cruz, de la Pasión, del Huerto de Getsemaní, una aflicción que surge de contemplar cómo el Nombre Tres veces Santo de Dios es ultrajado permanentemente, pero el hombre, encerrado en su egoísmo, sólo considera su propia aflicción, la aflicción propia de las tribulaciones e incertidumbres propias de esta vida, pero aun así, ni recurre a Dios en su aflicción, ni lo acompaña en la aflicción del Hombre-Dios en la Pasión y el Calvario.
Jesús dice: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. La felicidad de Jesús es la que sobreviene cuando el alma tiene “hambre y sed de justicia”, pero el mundo no considera que esto sea causa de felicidad; más bien, considera que la única felicidad es el saciar el hambre y la sed del cuerpo, y por eso no pretende ni quiere ni se afana por otra cosa que no sean los manjares y banquetes terrenos, despreciando sacrílegamente el Banquete y el Manjar celestial, la Carne del Cordero, el Pan de Vida eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Eucaristía.
Jesús dice: “Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia”, pero el hombre de hoy, lejos de ser misericordioso con su prójimo, lo utiliza a éste para su propio placer hedonista, convirtiendo a su prójimo en un objeto que debe ser utilizado y desechado cuando ya no sirva más.
Jesús dice: “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios”, pero el hombre de hoy inunda el mundo con una doble impureza: la del alma, postrándose en adoración ante los ídolos mundanos –el fútbol, la música anti-cristiana, el dinero, el poder, el placer hedonista-, y la impureza corporal, decretando injustamente y en contra del designio divino, que la sexualidad es para el placer y no reservada única y exclusivamente para el matrimonio y la procreación.
Jesús dice: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios”, pero el hombre de hoy, convertido en hijo de las tinieblas, considera a la guerra, la discordia, la revancha, la venganza y el odio, como los motores que deben regir las relaciones entre los hombres y las naciones, despreciando y rechazando la Paz de Dios ofrecida en la Cruz por Jesús.
Jesús dice: “Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos”, pero el hombre de hoy, al haberse alejado de Dios, Fuente de justicia y la Justicia Divina en sí misma, ni practica la justicia ni le interesa la justicia, volviéndose injusto ante Dios y ante los hombres.
Jesús dice: “Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí”, pero el hombre de hoy, al no seguir a Jesús, es alabado y glorificado por el mundo y su única meta es recibir los halagos y la gloria mundana, convirtiéndose así en perseguidores de Cristo y su Iglesia.
Jesús dice: “Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo”, pero el hombre de hoy se alegra y regocija por los placeres de la tierra, porque no piensa más ni en la eternidad ni en el Reino de los cielos.

“Felices los que vivan las Bienaventuranzas, porque de ellos es el Reino de los cielos”. ¿Cómo vivir las Bienaventuranzas, para así ser felices, en esta vida y en la otra? Arrodillados ante la Santa Cruz de Jesús, besando con amor y piedad sus pies ensangrentados y suplicando a Nuestra Señora de los Dolores, que está de pie al lado de la Cruz, que interceda por nosotros y nos refugie en su Inmaculado Corazón.

lunes, 23 de enero de 2017

“El pecado contra el Espíritu Santo jamás será perdonado”


“El pecado contra el Espíritu Santo jamás será perdonado” (cfr. Mc 3, 22-30). ¿Por qué razón el pecado contra el Espíritu Santo jamás será perdonado? ¿Acaso Dios no perdona todos los pecados? La razón es que quien profiere este pecado, desconoce a Dios en aquello que es la esencia de Dios, y es su santidad, puesto que le atribuye a Dios, que es bondad infinita en sí misma, lo que es propio del Adversario, el Demonio, esto es, la maldad. En otras palabras, el pecado contra el Espíritu Santo es atribuir malicia a Dios, y es esto lo que hacen los fariseos con respecto a Jesús, luego de ver sus prodigios. El pecado no tiene perdón porque el pecador, en su necedad y contumacia, persiste obcecadamente en calificar a Dios como “diabólico”, lo cual es, además de un contrasentido, un pecado gravísimo, del cual sus autores no quieren salir ni reconocer. En efecto, en el pasaje evangélico, los escribas dicen de Jesús: “Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios” y también “Está poseído por un espíritu impuro”. Pero también podríamos decir que es un pecado contra el Espíritu Santo lo opuesto: atribuir bondad y santidad a aquello que es intrínsecamente diabólico y perverso, como las supersticiones –Gauchito Gil, San La Muerte, Difunta Correa-; es decir, es también una grave ofensa a la santidad divina, atribuir al Demonio y sus representantes, milagros, curaciones, sanaciones, que sólo pueden ser hechas por Dios, tal y como lo hacen numerosos malos católicos que, cayendo en la superstición, en la brujería, el satanismo y el ocultismo, si reciben algún verdadero milagro, causado por la Misericordia Divina, en vez de atribuirlo a Dios, lo atribuyen al Demonio y sus representantes. Semejante necedad, junto al pecado de atribuir maldad a Dios Trino, “jamás será perdonada”.

sábado, 21 de enero de 2017

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”



(Domingo III - TO - Ciclo A – 2017)

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4, 12-23). Con motivo del traslado de Jesús a…, el Evangelista Mateo cita una profecía de Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz” (9 1), afirmando que era de esta manera como esta profecía habría de cumplirse. Es decir, para el Evangelista, la profecía de Isaías, que afirmaba que “un pueblo que habitaba en tinieblas” habría de “ver una gran luz”, se cumple con el traslado físico de Jesús de una región a otra de Palestina: “Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y, dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”. Muchos pueden pensar que el Evangelista habla en un sentido metafórico, pero no es así: iluminado por el Espíritu Santo, San Mateo ve lo que sucede en la realidad: Jesús, que es Dios y en cuanto Dios es “luz del mundo”, Luz de Luz y la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, ilumina el lugar adonde va, y lo hace con una luz que no le viene desde afuera, impuesta por alguien, sino que surge de su propio Acto de Ser divino, trinitario: Jesús es luz divina, celestial, sobrenatural, porque la naturaleza divina es luminosa en sí misma. Es decir, la “gran luz” que ve “el pueblo que habitaba en tinieblas” – y “en sombras de muerte”-, no es otra cosa que Dios mismo que, en la Persona del Hijo de Dios, viene a esta tierra, para iluminar y dar de su vida eterna a quien ilumina. Y si “la gran luz” es Dios Hijo encarnado, Jesús de Nazareth, “el pueblo que habita en tinieblas y en sombras de muerte” no es otra cosa que la humanidad entera, caída en el pecado original cometido por los Primeros Padres, Adán y Eva. Por último, las “tinieblas y sombras de muerte” que envuelven a la humanidad, y que son derrotadas por la Luz Increada y Encarnada, Jesús de Nazareth, son los demonios, los ángeles caídos, verdaderas sombras vivientes que, surgidas desde lo más profundo del Infierno, envuelven a la humanidad entera desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Esa misma Luz Increada, Dios Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, que hace veinte siglos se trasladó, por medio de la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, a “Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”, es la misma Luz Increada que, oculta bajo las especies sacramentales, habita en la Eucaristía, en el sagrario, para iluminarnos a nosotros, hombres del siglo XXI, que vivimos “en tinieblas y en sombras de muerte”, y para darnos, junto con la luz divina que brota de la Eucaristía, su vida y su Amor divinos.

viernes, 20 de enero de 2017

“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él”


“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él” (Mc 3, 13-19). Jesús elige a sus Apóstoles, y en esta llamada hay muchas características: llama “a los que Él quiso”, es decir, a los que Él amó con amor de predilección para que fueran sus Apóstoles, para que cumplieran la misión que les tenía asignada desde la eternidad; los llama, en primer lugar, “para que estén con Él”, es decir, para que sus Apóstoles entablen con Él, que es su Dios, una relación de amor de amistad, porque Él es Amor, en cuanto Dios, y no puede haber otra relación con Dios que no sea la del amor; los llama para una misión, que es la de “predicar el Evangelio y expulsar demonios”, porque el Hombre-Dios ha venido para “darnos la vida eterna” (cfr. Jn 10, 10) y para “destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8). Ahora bien, la elección de los Apóstoles es libre por parte de Dios, como también es libre la respuesta de los Apóstoles; de hecho, muchos murieron mártires como testimonio de fidelidad a la elección de Jesús. Pero también, como parte de la libertad, uno de ellos rechazó su amor de amistad y lo traicionó, entregándolo: “Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”. Esta libertad en decir “no” al llamado de Jesús, decisión que Él lamenta pero respeta, es lo que fundamenta la existencia del Infierno, Infierno que es una muestra del inmenso respeto que Dios tiene por las decisiones libres de cada creatura suya, aun cuando esta decida rechazarlo para siempre.

“Llamó a los que quiso, para que estuvieran con Él”. El llamado de Jesús a sus Apóstoles se repite para con cada bautizado, con todas sus características, y si bien los Apóstoles son sólo Doce, la substancia del llamado, el “estar con Él” y “predicar el Evangelio”, es idéntica para todo bautizado. Y al igual que sucedió con los Apóstoles, que unos lo siguieron y dieron sus vidas por Él, libremente, mientras otro –Judas Iscariote- también libremente lo traicionó y lo entregó, también con cada bautizado se da la misma posibilidad: fidelidad al llamado, o rechazo; escuchar los latidos del Corazón de Jesús, o el tintineo metálico del dinero; ganar el cielo dando la vida por Jesús, o ser precipitado en el Infierno, si no se ama a Jesús. El llamado de Jesús no garantiza el Reino de los cielos: nos lo debemos ganar, amando libremente a Dios y a su Mesías, Jesucristo, y poniendo por obras ese amor.

domingo, 15 de enero de 2017

“Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”


"Juan Bautista predicando"
(Pier Mola)

(Domingo II - TO - Ciclo A – 2017)

“Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Al ver “acercarse a Jesús”, Juan nombra a Jesús con un nombre nuevo, no dado por nadie anteriormente, llamándolo: “Cordero de Dios”: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Es decir, mientras otros ven en Jesús “al hijo del carpintero”, al hijo de María y José”, Juan ve en Jesús no a un hombre más entre tantos, sino al Cordero de Dios, y el Cordero que viene a “quitar los pecados del mundo”. El nombre nuevo que el Bautista da a Jesús –Cordero de Dios- y la función mesiánica que le atribuye –quitar los pecados del mundo-, no son producto de elucubraciones mentales del Bautista: según la misma Escritura, el Bautista es iluminado por Dios Padre, y es la única explicación plausible para que él vea lo que nadie más ve: ve al Espíritu Santo en forma de paloma descender sobre Jesús, y ve en Jesús al “Hijo de Dios”, es decir, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por lo mismo, se puede decir que, para el Bautista, la revelación de Jesús en cuanto Mesías y Cordero de Dios es el fruto de una teofanía trinitaria acaecida en su alma, por don y disposición divina.
Esta es la razón sobrenatural por la cual Juan no tiene ninguna duda acerca de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y acerca de su función mesiánica, pues es Dios Padre –“Aquél que lo ha enviado”- quien le dice quién es Jesús: “(…) el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’”. Dios Padre envía a Juan; además, Juan ve, en persona, al Espíritu Santo, en forma de paloma, descender sobre Jesús: “Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él””; y “el que bautiza en el Espíritu”, no puede ser otro que el Hijo de Dios, Segunda Persona de la Trinidad. De aquí el testimonio sin duda alguna del Bautista, acerca de la divinidad de Jesucristo: “Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios” y acerca de su función mesiánica: ha venido a “quitar los pecados del mundo”.

         “Juan vio acercarse a Jesús y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Análogamente a Juan, que ve en Cristo no a un hombre más, sino a la Persona del Hijo de Dios, el cristiano, iluminado por la luz de la gracia y de la fe de la Iglesia Católica, ve en la Eucaristía no un pan bendecido, sino al Hijo de Dios, Jesús, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Por eso la misión del cristiano en la tierra, es la misma misión del Bautista: anunciar, en el desierto del mundo, iluminado por la luz de la gracia y de la fe, no sólo que Jesús es Dios Hijo encarnado, sino que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Al igual que el Bautista, que al ver a Jesús no vio en Él a un simple hombre, sino al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también, el católico, al ver la Eucaristía, no ve un pedacito de pan bendecido, sino al Hijo de Dios, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, oculto en apariencia de pan. Cada vez que el católico contempla la Eucaristía, debe repetir, junto a Juan el Bautista: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y adorar a Jesús en la Eucaristía, y amarlo con todas las fuerzas de su corazón.

sábado, 14 de enero de 2017

“Señor, si quieres, puedes purificarme”


“Señor, si quieres, puedes purificarme” (Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, implorándole que cure su lepra: “Se acercó a Jesús un leproso para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: “Si quieres, puedes purificarme”. Jesús, “conmovido”, dice el Evangelio, lo toca y lo cura: “Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado””. Al instante, el leproso queda completamente curado: “En seguida la lepra desapareció y quedó purificado”.
Para poder aprehender el sentido sobrenatural de este episodio evangélico, es necesario recordar que, como dice Santo Tomás, a partir de las realidades sensibles, podemos elevarnos a las realidades sobrenaturales. En este caso, la lepra, una enfermedad causada por un bacilo y que, en el lenguaje bíblico, del pecado. Es decir, así como la lepra se caracteriza por cubrir el cuerpo de manchas indoloras y de provocar la deformación del rostro y la mutilación del cuerpo, al provocar la inflamación de la piel y de los cartílagos, llegando incluso hasta provocar la muerte, así también el pecado, en el orden espiritual, provoca una mancha en el alma, propiamente el pecado, que es indolora, y al mismo tiempo, deforma, hasta volverla irreconocible, a la imagen de Dios que toda alma posee en sí misma, por haber creada a imagen y semejanza de Dios.
A su vez, la curación milagrosa de Jesús, extendiendo su mano, tocando al leproso y diciendo: “Lo quiero, queda curado”, es un anticipo y una figura del Sacramento de la Penitencia, sacramento por el cual Jesús en Persona, a través del sacerdote ministerial, cura el alma del pecador con su gracia, quitándole la mancha del pecado y restaurando, por la gracia, la belleza natural del alma, concediéndole además una belleza sobrenatural, al convertirla, también por la gracia, en una imagen suya, en una imagen del Hombre-Dios.

Es de destacar también la fe del leproso, porque le dice “Señor”, reconociendo con esto la divinidad de Jesús, porque “Señor”, en este contexto, se reserva sólo a Dios; la fe del leproso no se queda en palabras, sino que acude a Jesús con la convicción de que, si es voluntad de Él, lo curará: “Si quieres”, le dice el leproso, puedes curarme”. La fe del leproso en la condición divina de Jesús y por lo tanto en su capacidad de poder curar su grave enfermedad, es un ejemplo para todos nosotros, al momento de acudir al Confesionario; es decir, al confesarnos, debemos confiar en el poder divino de Jesús, que perdona, a través del sacerdote ministerial, cualquier pecado, por grave que sea. Por lo tanto, al confesarnos, antes de recibir el sacramento, debemos repetir, interiormente, con la misma fe, confianza y amor en Jesús, que el leproso del Evangelio: “Señor, si quieres, puedes purificarme de mis pecados”.