(Domingo
III - TO - Ciclo A – 2017)
“El
pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4, 12-23). Con motivo del traslado de Jesús a…, el Evangelista
Mateo cita una profecía de Isaías: “El pueblo que se hallaba en tinieblas vio
una gran luz” (9 1), afirmando que era de esta manera como esta profecía habría
de cumplirse. Es decir, para el Evangelista, la profecía de Isaías, que
afirmaba que “un pueblo que habitaba en tinieblas” habría de “ver una gran luz”,
se cumple con el traslado físico de Jesús de una región a otra de Palestina: “Cuando
Jesús se enteró de que Juan había sido arrestado, se retiró a Galilea. Y,
dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, a orillas del lago, en los
confines de Zabulón y Neftalí”. Muchos pueden pensar que el Evangelista habla
en un sentido metafórico, pero no es así: iluminado por el Espíritu Santo, San
Mateo ve lo que sucede en la realidad: Jesús, que es Dios y en cuanto Dios es “luz
del mundo”, Luz de Luz y la “Lámpara de la Jerusalén celestial”, ilumina el
lugar adonde va, y lo hace con una luz que no le viene desde afuera, impuesta
por alguien, sino que surge de su propio Acto de Ser divino, trinitario: Jesús
es luz divina, celestial, sobrenatural, porque la naturaleza divina es luminosa
en sí misma. Es decir, la “gran luz” que ve “el pueblo que habitaba en
tinieblas” – y “en sombras de muerte”-, no es otra cosa que Dios mismo que, en
la Persona del Hijo de Dios, viene a esta tierra, para iluminar y dar de su
vida eterna a quien ilumina. Y si “la gran luz” es Dios Hijo encarnado, Jesús de
Nazareth, “el pueblo que habita en tinieblas y en sombras de muerte” no es otra
cosa que la humanidad entera, caída en el pecado original cometido por los
Primeros Padres, Adán y Eva. Por último, las “tinieblas y sombras de muerte”
que envuelven a la humanidad, y que son derrotadas por la Luz Increada y
Encarnada, Jesús de Nazareth, son los demonios, los ángeles caídos, verdaderas
sombras vivientes que, surgidas desde lo más profundo del Infierno, envuelven a
la humanidad entera desde la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.
“El
pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Esa misma Luz Increada, Dios
Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, que hace veinte siglos se trasladó,
por medio de la humanidad santísima de Jesús de Nazareth, a “Cafarnaúm, a
orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”, es la misma Luz Increada
que, oculta bajo las especies sacramentales, habita en la Eucaristía, en el
sagrario, para iluminarnos a nosotros, hombres del siglo XXI, que vivimos “en
tinieblas y en sombras de muerte”, y para darnos, junto con la luz divina que
brota de la Eucaristía, su vida y su Amor divinos.
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