domingo, 15 de septiembre de 2013

"Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión"


(Domingo XXIV - TO - Ciclo C - 2013)
          "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión" (Lc 15, 1-10). El Evangelio nos dice que "se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para escucharlo", lo cual motiva la envidia y la maledicencia de los falsos religiosos que se creían justos, los fariseos y escribas. Estos, al ver que quienes son pecadores acuden a Jesús, se escandalizan falsamente y murmuran: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". En la mentalidad hipócrita y farisaica de los falsos religiosos, esto significaba que el pretendido "Maestro" -Jesús-, no lo era tal, pues demostraba ignorancia al dejarse contaminar por la presencia de los pecadores (esta creencia errónea de la contaminación de los hombres "justos" o "puros" por causa del contacto con los "pecadores" o "impuros", se ve de modo patente el Viernes Santo, cuando llevan a Jesús ante Pilato pero permanecen fuera del recinto, "para no contaminarse"). Jesús, conociendo la falsedad e hipocresía de estos falsos religiosos narra dos parábolas con las cuales hace ver que, precisamente, la Misericordia Divina que es Él en Persona, ha venido por los pecadores y no por los justos. Las dos parábolas finalizan de modo similar, con una misma idea: en el cielo hay más alegría por los pecadores que se convierten, que por aquellos justos que no necesitan conversión, y esta alegría del cielo se explica porque los habitantes celestiales ven, en el pecador arrepentido, un futuro habitante del Reino de Dios, lo cual no sucede con el pecador impenitente, que va camino a su eterna condenación. El sentido de las parábolas es entonces no solo desenmascarar la falsa concepción que de Dios tienen quienes se llaman a sí mismos "religiosos practicantes", esto es, los escribas y los fariseos, los cuales sostenían que Dios permanecía alejado de los pecadores, sino ante todo revelar los designios de misericordia que tiene Dios para con los hombres: precisamente, porque son pecadores y no santos, Él ha venido para perdonar el pecado y concederles la santificación, lo cual se opone diametralmente a lo que pensaban los escribas y fariseos, esto es, que un hombre de Dios, un hombre pretendidamente santo, no puede acercarse a los pecadores, como si estos fueran a contaminar la santidad divina con el pecado. Lo que sucede en la realidad, es exactamente al revés: la santidad divina no solo destruye al pecado, sino que concede al hombre participar en la misma santidad de Dios por medio de la gracia santificante, y es en esto en lo que finaliza el proceso de la conversión del corazón.
          Para graficar el proceso de la conversión del pecador, Jesús utiliza dos figuras: en la primera, se trata de una oveja que se ha separado del redil y se ha extraviado, corriendo peligro de muerte debido a la posibilidad cierta de desbarrancarse o de ser devorada a dentelladas por el lobo que acecha en los alrededores. Esta oveja así extraviada y en extremo peligro, representa el alma que se aleja de Dios y su gracia, con lo cual se interna en las siniestras y densas tinieblas malignas, es decir, se pone voluntariamente bajo el dominio de los ángeles caídos, los cuales le tenderán numerosas trampas por medio de las tentaciones, la harán caer y le quitarán la salud y la vida del alma, induciéndola a cometer pecados veniales y mortales y, si muere en ese estado, la conducirán al Infierno, en donde será destrozada para siempre por las dentelladas del Lobo Infernal. El pastor que deja el rebaño a resguardo para rescatar a la oveja perdida a costa de su vida, puesto que debe descender por peligrosos riscos y enfrentar al lobo, es Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Pastor, que desciende no por un barranco, sino del cielo, desde el seno eterno del Padre, al seno de la Virgen Madre, para rescatar a la oveja perdida, la humanidad caída en el pecado, ahuyentando al Lobo Infernal con el cayado de la Cruz y curando a la oveja extraviada y herida con el aceite curativo de su gracia santificante. Con la parábola de la oveja perdida a la cual sale a buscar el pastor a costa de su vida, y cuyo encuentro le provoca tanta alegría al pastor que la comunica a sus amigos, Jesús revela el insondable Amor de Dios Uno y Trino, que para rescatar al hombre no duda en obrar la Redención por medio del sacrificio en Cruz del Sumo y Eterno Pastor, Jesucristo.
          En la segunda figura, la de una mujer que pierde su dracma y, luego de "encender la luz, barrer la casa y buscarla", la encuentra, alegrándose por haberla encontrado, también está representado el Amor misericordioso de Dios, que no duda en buscar al alma perdida. En esta parábola, la dracma perdida representa al hombre; la mujer representa a la Santísima Trinidad, que "enciende la luz" de la fe en el alma que vive en las tinieblas, "barre la casa", es decir, limpia su alma con la gracia santificante de Jesucristo, y "la busca con cuidado", es decir, acude la Santísima Trinidad en su Trinidad de Personas, allí donde se ha extraviado el alma, descendiendo hasta las "tinieblas y sombras de muerte" en donde habita el pecador, para encontrarlo y alegrarse por esto, del mismo modo a como la mujer de la parábola "enciende la luz, barre la casa, busca con cuidado" la moneda perdida y, una vez encontrada, se alegra por haberla encontrado. La moneda perdida, que representa al alma, al ser encontrada, aumenta el valor del tesoro poseído, las dracmas restantes: es el alma que aumenta el tesoro de la Redención de Jesucristo, quien dio su vida tanto por un alma sola como por toda la humanidad.

          "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión". A diferencia de los escribas y fariseos, que siendo religiosos tenían temor en acercarse a los pecadores, pues pensaban que quedarían "contaminados" con sus pecados, Jesús, siendo Él en Persona el Dios Tres veces Santo, baja desde el cielo para buscar a los pecadores y rescatarlos al precio de su Sangre, destruyendo el pecado con el poder de su Sangre y concediendo al pecador la gracia de la conversión y del arrepentimiento, como paso previo al don de la santidad. Jesús baja del cielo para buscar al pecador y llevarlo consigo, uniéndolo a su Cuerpo eucarístico, infundiéndole el Espíritu Santo y conduciéndolo al seno del Padre. Esto que Jesús hace con nosotros, pecadores, debemos hacerlo nosotros con nuestros hermanos, para que haya cada vez más alegría en el cielo.

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