(Domingo
XXV - TO - Ciclo C - 2013)
"No podéis servir a Dios y al
dinero" (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte que, frente a la
disyuntiva de servir a Dios y al dinero, se debe elegir entre uno y otro,
porque el servicio de ambos es incompatible: o se sirve a uno, o se sirve a
otro, pero no a los dos: "No podéis servir a Dios y al dinero". El motivo
es que las exigencias que presentan el uno y el otro requieren que se pongan en
juego todas las potencialidades y capacidades, además de todo el amor, y como
son incompatibles entre sí Dios y el dinero, sólo se puede amar y servir a uno
de los dos.
La incompatibilidad entre Dios y el
dinero es tan fuerte, que la presencia de uno en el corazón del otro, lo
excluye de modo absoluto, al punto de no dejarle ni el más pequeño lugar. Quien
ama y sirve al dinero, no ama ni sirve a Dios, y viceversa: quien ama y sirve a
Dios, no ama ni sirve al dinero. La incompatibilidad entre ambos se debe a que
conducen al hombre a objetivos radicalmente distintos, que producen estados
radicalmente distintos en el hombre: mientras Dios conduce al hombre a sí mismo
para donarse a sí mismo, por Amor, en la plenitud de su Ser trinitario,
causando en el hombre un estado de paz y felicidad inimaginables, tanto más
cuanto que esta paz y esta felicidad, si bien las da Dios en germen en el
tiempo, se prolongan por toda la eternidad, por los siglos sin fin, una vez
finalizado el tiempo, es decir, una vez que el hombre termina su paso por esta
tierra, con la muerte.
El dinero, por el contrario, conduce al
hombre a la nada y a la desolación espiritual, porque lo que ofrece son el
alcance de bienes materiales y el goce de los sentidos en el tiempo, todo lo
cual provoca gran insatisfacción e infelicidad en el hombre, desde el momento
en que no ha sido creado para ser feliz ni con los bienes materiales ni con el
goce de los sentidos, además de que el dinero no permanece una vez finalizada
la vida terrena.
Por otra parte, Jesús advierte también
que el corazón del hombre, que tiene capacidad sólo para uno de dos señores -o
Dios o el dinero-, cuando elige a uno de ambos como su tesoro, se apega a él y
queda adherido a él: "Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón".
Si el hombre elige que su corazón sea ocupado por el dinero, quedará apegado a
este; si el hombre elige que su corazón sea ocupado por Dios y su gracia,
quedará adherido a Dios. En cualquiera de los casos, el hombre siempre
permanece libre ante la elección, y es él y sólo él quien elige a cuál de los
dos señores servir, y por lo tanto, las consecuencias de su elección también
dependen de su propio libre albedrío. Por esto, quien elige servir a Dios, sabe
que su elección comporta en esta vida lo opuesto al dinero, que es la pobreza,
pero sabe también que a esta pobreza, que es la pobreza de la Cruz de Cristo,
le sigue la riqueza inagotable e inabarcable del Reino de los cielos, puesto
que en quien vive la pobreza evangélica, se cumplen las Bienaventuranzas de
Jesús: "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los
cielos".
Por el contrario, quien elige servir al
dinero, sabe que su elección comporta el disfrute pasajero, puramente material,
de los bienes que ofrece el dinero, todos caducos y llenos de corrupción; el
que elige servir al dinero, sabe que su elección comporta lo opuesto a la
pobreza, y es la riqueza material, pero sabe también que a esta riqueza, que es
la riqueza que ofrece el mundo, una riqueza puramente material sin Dios, le
sigue la pobreza y la miseria del Reino de las tinieblas, en donde la risa, la
carcajada, el placer, que ofrecía en esta vida el mundo, se convierten, en un
santiamén, en llanto, angustia, dolor sin fin, en la otra vida, de acuerdo a
las palabras de Jesús: "¡Ay de vosotros, que ahora reís, porque
lloraréis!".
"No se puede servir a Dios y al
dinero". Dios no nos obliga a amarlo y servirlo, por el camino de la
pobreza de la Cruz de Cristo, pero como dice San Ignacio, hemos sido creados
para "conocer, amar y servir a Dios nuestro Señor, y con esto salvar el
alma", por lo que, si nos decidimos en contra de Dios y en favor del
dinero, ponemos en peligro la salvación eterna del alma. Debemos entonces
decidirnos a amar a Dios Trino sin reservas, haciendo que nuestro corazón sea
su morada en el tiempo y en la eternidad, y debemos desplazar, sin dudar, el
amor al dinero -llamado "el excremento del diablo", por los santos,
tal como lo ha recordado recientemente el Santo Padre Francisco-, para que al
fin de nuestra vida terrena recibamos la riqueza inagotable del Reino de los
cielos, la contemplación, el amor y la adoración de Dios Trinidad, por los
siglos sin fin.
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