sábado, 28 de septiembre de 2013

“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento”


(Domingo XXVI - TO - Ciclo C – 2013)
         “Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento” (Lc 16, 19-31). El Evangelio de hoy derriba el mito de la “teología de la prosperidad” utilizado por las sectas protestantes: por un lado, los bienes materiales en esta vida no son un indicativo de la bendición divina, tal como lo sostiene falsamente esta “teología”; por otro lado, la pobreza no es indicativo de maldición divina, como también lo sostiene falsamente esta teología.
         En la parábola, Abraham le contesta a Epulón -cuando este le pide que Lázaro moje aunque sea un dedo en agua para refrescar su lengua- que él “ya ha recibido sus bienes en vida”, por lo que ahora la Justicia Divina no le debe nada, ni siquiera una gota de agua. Ahora bien, Epulón sufre hambre y sed, además de todos los otros tormentos del infierno, pero no porque haya recibido estos bienes, sino porque no los supo administrar de manera tal que esos mismos bienes le granjearan la entrada en el cielo. En otras palabras, la condena de Epulón en el infierno no se debe a que haya sido rico, sino a su egoísmo, porque como dice el Evangelio, “vestía de púrpura” y “hacía banquetes todos los días”, pero no se preocupaba por compartir ese banquete con Lázaro, que no estaba lejos suyo, sino “en la puerta de su casa”. Para salvarse, no era necesario que Epulón renunciara a todos sus bienes y comenzara a vivir como mendigo: lo único que debía hacer era compartir esos bienes con Lázaro y atenderlo en sus necesidades. Sin embargo, Epulón se olvida de Lázaro, o si se acuerda de él lo desprecia, y utiliza su riqueza en provecho propio, egoístamente, y es esto lo que lo lleva a la muerte eterna. Si hubiera compartido de su comida y de su ropa con Lázaro, muy distinta habría sido su suerte, pero como no lo hizo, el día de su muerte escuchó las palabras del Terrible Juez: “Apártate, de Mí, maldito, al fuego eterno, porque estuve enfermo, con hambre, con sed, y no me socorriste. Toda vez que no lo hiciste con Lázaro, Conmigo no lo hiciste”.
Lázaro, por su parte, recibe “males” en esta vida terrena, como lo dice Abraham, y esos males consisten en un estado de miseria material –no tiene para comer-, acompañado de la tribulación de la enfermedad –su cuerpo llagado es lamido por los perros- y también de la soledad, porque evidentemente, no tiene familiares que lo socorran. Contrariamente a lo que sostendría la falsa “teología de la prosperidad”, estos “males” terrenos no son muestra de maldición divina; por el contrario, puesto que en la otra vida Lázaro recibe sólo bienes, estos “males” terrenos pueden considerarse, con toda razón, una bendición del cielo. Sin embargo, al igual que los bienes materiales no son malos por sí mismos, sino que se convierten en males cuando son utilizados egoístamente, así también los “males” terrenos, como la miseria y la enfermedad, no son buenos en sí mismos, sino que se convierten en buenos cuando son aceptados con amor, paciencia y humildad, tal como lo hizo Lázaro.
En otras palabras, Lázaro se salva, pero no por la miseria, la pobreza y la tribulación en sí mismas, sino por haber comprendido que eran una prueba divina, que quería despojarlo para concederle luego bienes en el cielo, y por no solo no haber renegado de Dios, sino por haberlo amado a pesar de no haber tenido, en toda su vida terrena, al menos un pequeño consuelo. Esto es lo que el cristiano debe hacer cuando recibe la tribulación como prueba: no solo no quejarse contra Dios, sino agradecerle y amarlo todavía más, porque significa que Jesús lo está haciendo participar de su Cruz, que es suma tribulación, pero para concederle las más altas cumbres del cielo en la otra vida, en la vida eterna.

“Has recibido tus bienes en vida y Lázaro recibió males; ahora él encuentra consuelo y tú, el tormento”. Ni Epulón se condena por ser rico, ni Lázaro se salva por ser pobre: el destino eterno de uno y otro se definen por su relación con el prójimo y con Dios, puesto que Epulón se condenó por no ser misericordioso con su prójimo, habiendo recibido abundantes bienes materiales en esta vida, y Lázaro se salvó por no solo no haber renegado de la Voluntad divina en toda su vida de miseria, tribulación y enfermedad, sino por haberse mantenido fiel en el Amor a Dios aún en medio de la prueba. También para nosotros, los cristianos, nuestro destino eterno se juega en la relación con nuestro prójimo –según cómo sea nuestro trato, misericordioso o no, así será nuestra eternidad- y en el Amor a Cristo Dios en medio de la tribulación –si renegamos de la Cruz, no nos salvaremos; si no renegamos de la Cruz, gozaremos en el cielo de la felicidad eterna-.

sábado, 21 de septiembre de 2013

"No podéis servir a Dios y al dinero"


(Domingo XXV - TO - Ciclo C - 2013)
         "No podéis servir a Dios y al dinero" (Lc 16, 1-13). Jesús nos advierte que, frente a la disyuntiva de servir a Dios y al dinero, se debe elegir entre uno y otro, porque el servicio de ambos es incompatible: o se sirve a uno, o se sirve a otro, pero no a los dos: "No podéis servir a Dios y al dinero". El motivo es que las exigencias que presentan el uno y el otro requieren que se pongan en juego todas las potencialidades y capacidades, además de todo el amor, y como son incompatibles entre sí Dios y el dinero, sólo se puede amar y servir a uno de los dos.
         La incompatibilidad entre Dios y el dinero es tan fuerte, que la presencia de uno en el corazón del otro, lo excluye de modo absoluto, al punto de no dejarle ni el más pequeño lugar. Quien ama y sirve al dinero, no ama ni sirve a Dios, y viceversa: quien ama y sirve a Dios, no ama ni sirve al dinero. La incompatibilidad entre ambos se debe a que conducen al hombre a objetivos radicalmente distintos, que producen estados radicalmente distintos en el hombre: mientras Dios conduce al hombre a sí mismo para donarse a sí mismo, por Amor, en la plenitud de su Ser trinitario, causando en el hombre un estado de paz y felicidad inimaginables, tanto más cuanto que esta paz y esta felicidad, si bien las da Dios en germen en el tiempo, se prolongan por toda la eternidad, por los siglos sin fin, una vez finalizado el tiempo, es decir, una vez que el hombre termina su paso por esta tierra, con la muerte.
         El dinero, por el contrario, conduce al hombre a la nada y a la desolación espiritual, porque lo que ofrece son el alcance de bienes materiales y el goce de los sentidos en el tiempo, todo lo cual provoca gran insatisfacción e infelicidad en el hombre, desde el momento en que no ha sido creado para ser feliz ni con los bienes materiales ni con el goce de los sentidos, además de que el dinero no permanece una vez finalizada la vida terrena.
         Por otra parte, Jesús advierte también que el corazón del hombre, que tiene capacidad sólo para uno de dos señores -o Dios o el dinero-, cuando elige a uno de ambos como su tesoro, se apega a él y queda adherido a él: "Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón". Si el hombre elige que su corazón sea ocupado por el dinero, quedará apegado a este; si el hombre elige que su corazón sea ocupado por Dios y su gracia, quedará adherido a Dios. En cualquiera de los casos, el hombre siempre permanece libre ante la elección, y es él y sólo él quien elige a cuál de los dos señores servir, y por lo tanto, las consecuencias de su elección también dependen de su propio libre albedrío. Por esto, quien elige servir a Dios, sabe que su elección comporta en esta vida lo opuesto al dinero, que es la pobreza, pero sabe también que a esta pobreza, que es la pobreza de la Cruz de Cristo, le sigue la riqueza inagotable e inabarcable del Reino de los cielos, puesto que en quien vive la pobreza evangélica, se cumplen las Bienaventuranzas de Jesús: "Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos".
         Por el contrario, quien elige servir al dinero, sabe que su elección comporta el disfrute pasajero, puramente material, de los bienes que ofrece el dinero, todos caducos y llenos de corrupción; el que elige servir al dinero, sabe que su elección comporta lo opuesto a la pobreza, y es la riqueza material, pero sabe también que a esta riqueza, que es la riqueza que ofrece el mundo, una riqueza puramente material sin Dios, le sigue la pobreza y la miseria del Reino de las tinieblas, en donde la risa, la carcajada, el placer, que ofrecía en esta vida el mundo, se convierten, en un santiamén, en llanto, angustia, dolor sin fin, en la otra vida, de acuerdo a las palabras de Jesús: "¡Ay de vosotros, que ahora reís, porque lloraréis!".
         "No se puede servir a Dios y al dinero". Dios no nos obliga a amarlo y servirlo, por el camino de la pobreza de la Cruz de Cristo, pero como dice San Ignacio, hemos sido creados para "conocer, amar y servir a Dios nuestro Señor, y con esto salvar el alma", por lo que, si nos decidimos en contra de Dios y en favor del dinero, ponemos en peligro la salvación eterna del alma. Debemos entonces decidirnos a amar a Dios Trino sin reservas, haciendo que nuestro corazón sea su morada en el tiempo y en la eternidad, y debemos desplazar, sin dudar, el amor al dinero -llamado "el excremento del diablo", por los santos, tal como lo ha recordado recientemente el Santo Padre Francisco-, para que al fin de nuestra vida terrena recibamos la riqueza inagotable del Reino de los cielos, la contemplación, el amor y la adoración de Dios Trinidad, por los siglos sin fin.

                                                                                   

jueves, 19 de septiembre de 2013

"Sus muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho"

          

       "Sus muchos pecados le son perdonados, porque ha amado mucho" (Lc 7, 36-50). Una mujer, conocida por ser pecadora pública, se arroja a los pies de Jesús y comienza a llorar tanto sobre sus pies, que debe secarlos con sus cabellos; luego besa los pies de Jesús, y por último los perfuma, derramando un costoso perfume. El gesto de la mujer pecadora es ocasión para el falso escándalo de un fariseo, que piensa que Jesús no debería permitir esto que hace la mujer, puesto que se trata de una "pecadora". En la mente del fariseo, Jesús no debería permitir a la mujer el acercarse siquiera, debido a su condición de pecadora, puesto que los fariseos, que se consideraban a sí mismos puros y justos, porque eran religiosos, temían quedar contaminados con la impureza espiritual del pecado (esto es lo que justifica su actitud el Viernes Santo cuando se niegan a entrar en casa de Pilato, para poder celebrar la Pascua).
          Sin embargo, Jesús no solo permite que la mujer pecadora realice esta obra, sino que la pone como ejemplo del amor que brota de un corazón contrito y humillado, e incluso le dice a Pedro -que es el primer Papa-, que la mujer pecadora, que se ha arrepentido, posee en su corazón más amor que el mismo Pedro, comparando la actitud de uno y otro en relación a Él: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me los ha bañado con sus lágrimas y me los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me diste el beso de saludo; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. Tú no ungiste con aceite mi cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume". Jesús compara lo que la mujer pecadora hizo y lo que Pedro no hizo -Pedro no lavó los pies de Jesús, mientras que la mujer los ha bañado con sus lágrimas; Pedro no le dio el beso de saludo, mientras que la mujer pecadora no ha dejado de besar los pies de Jesús; Pedro no ha ungido con aceite la cabeza de Jesús, mientras que la mujer pecadora ha ungido sus pies con perfume-, y concluye que la diferencia entre una y otra actitud, es la diferencia en el amor que hay entre el corazón de Pedro y el de la mujer pecadora: en el corazón de la mujer, que muchos dicen que es María Magdalena, hay mucho amor, hay mucha contrición por los pecados, hay mucha adoración, que surge del corazón contrito y humillado y agradecido por haber recibido la Misericordia Divina; en el caso de Pedro, por el contrario, no hay tanto amor, porque no ha habido muchos pecados, y esto es lo que justifica la conclusión de Jesús: "Por lo cual, Yo te digo: sus pecados, que son muchos, le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. En cambio, al que poco se le perdona, poco ama".
          Este episodio nos muestra cuán distinta es la visión de los hombres -y de los hombres religiosos, representada en el fariseo-, y la visión de Dios: mientras el hombre mira el exterior y las apariencias -la condición de ser "pecadora pública"-, Dios en cambio mira en lo más profundo del corazón, buscando el contenido del corazón, el amor puro, la contrición y la humildad, y cuando esto encuentra, se alegra y se dona a sí mismo a este corazón, sin reservas.
          Puesto que María Magdalena representa a toda la humanidad, caída en el pecado, tanto su corazón contrito y humillado -contrición y humillación expresadas en las lágrimas que bañan los pies de Jesús-, como el amor de adoración a Cristo Jesús en cuanto Hombre-Dios -expresado en el perfume que derrama a sus pies-, constituyen el ideal del corazón que está a punto de recibir la Eucaristía. El que comulga, debe pedir la gracia de tener un corazón como el de María Magdalena: un corazón contrito y humillado, que derrama lágrimas de arrepentimiento, y un corazón lleno de amor y de adoración, que derrama lágrimas de alegría por el Amor de Dios que viene a su encuentro oculto en algo que parece pan pero que ya no lo es. El que comulga debe recibir a Jesús con el mismo corazón y con el mismo amor con el que lo recibió María Magdalena.

domingo, 15 de septiembre de 2013

Exaltación de la Santa Cruz



          "Es necesario que el Hijo del hombre sea elevado a lo alto, para que todo aquel que crea en Él se salve". La crucifixión de Jesús, evento salvífico para toda la humanidad, está representado simbólicamente en el episodio del Antiguo Testamento, en el cual Moisés eleva en alto una serpiente de bronce, la cual, milagrosamente, cura a todos aquellos que la miran. Por este motivo, para poder apreciar mejor el misterio de la Exaltación de la Santa Cruz, es necesario reflexionar acerca del episodio del Pueblo Elegido. Durante la travesía por el desierto, los hebreos sufren, en un momento determinado, el ataque de unas serpientes venenosas, cuya mordedura les inyecta un veneno mortal. Frente a este grave peligro, que amenaza con la supervivencia del Pueblo Elegido, Moisés recibe una orden divina: debe construir una serpiente de bronce y elevarla a lo alto, de modo que todo aquel que haya sido mordido por las serpientes y experimente el dolor del veneno y el ardor de la fiebre, sea curado, lo cual sucede efectivamente. En este episodio del Pueblo Elegido, está representada, simbólicamente, la historia de la salvación de la humanidad por el sacrificio de Cristo en la Cruz, puesto que cada elemento simboliza una realidad sobrenatural: el Pueblo Elegido, que peregrina por el desierto hacia la Tierra Prometida, representa al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, que peregrinan, por el desierto del mundo y de la historia humana, hacia la Jerusalén celestial. Las serpientes venenosas, cuyas mordeduras inyectan un veneno mortal, representan a los demonios, quienes al morder el corazón del hombre les inyectan el veneno mortal del pecado, que aniquila la vida de la gracia y elimina todo rastro de vida espiritual. La serpiente de bronce, a su vez, que cura milagrosamente a todo aquel que la mira, representa a Jesucristo, quien, elevado en lo alto en la Cruz infunde, por su omnipotencia, la vida de la gracia, que mucho más que restituir la salud o la vida corporal y natural, hace partícipe al alma de la misma vida divina de la Santísima Trinidad. Entonces, así como Moisés levanta en alto la serpiente para que todo aquel que la mire quede curado de la mordedura de las serpientes, así Jesucristo, al ser levantado en alto, concede la gracia de la conversión del corazón a todo aquel que lo contemple en la Cruz. Y como la Santa Misa es la renovación incruenta del mismo y único sacrificio de la Cruz, también recibe esta gracia quien contempla, adorando, la Santísima Eucaristía.

"Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión"


(Domingo XXIV - TO - Ciclo C - 2013)
          "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión" (Lc 15, 1-10). El Evangelio nos dice que "se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para escucharlo", lo cual motiva la envidia y la maledicencia de los falsos religiosos que se creían justos, los fariseos y escribas. Estos, al ver que quienes son pecadores acuden a Jesús, se escandalizan falsamente y murmuran: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". En la mentalidad hipócrita y farisaica de los falsos religiosos, esto significaba que el pretendido "Maestro" -Jesús-, no lo era tal, pues demostraba ignorancia al dejarse contaminar por la presencia de los pecadores (esta creencia errónea de la contaminación de los hombres "justos" o "puros" por causa del contacto con los "pecadores" o "impuros", se ve de modo patente el Viernes Santo, cuando llevan a Jesús ante Pilato pero permanecen fuera del recinto, "para no contaminarse"). Jesús, conociendo la falsedad e hipocresía de estos falsos religiosos narra dos parábolas con las cuales hace ver que, precisamente, la Misericordia Divina que es Él en Persona, ha venido por los pecadores y no por los justos. Las dos parábolas finalizan de modo similar, con una misma idea: en el cielo hay más alegría por los pecadores que se convierten, que por aquellos justos que no necesitan conversión, y esta alegría del cielo se explica porque los habitantes celestiales ven, en el pecador arrepentido, un futuro habitante del Reino de Dios, lo cual no sucede con el pecador impenitente, que va camino a su eterna condenación. El sentido de las parábolas es entonces no solo desenmascarar la falsa concepción que de Dios tienen quienes se llaman a sí mismos "religiosos practicantes", esto es, los escribas y los fariseos, los cuales sostenían que Dios permanecía alejado de los pecadores, sino ante todo revelar los designios de misericordia que tiene Dios para con los hombres: precisamente, porque son pecadores y no santos, Él ha venido para perdonar el pecado y concederles la santificación, lo cual se opone diametralmente a lo que pensaban los escribas y fariseos, esto es, que un hombre de Dios, un hombre pretendidamente santo, no puede acercarse a los pecadores, como si estos fueran a contaminar la santidad divina con el pecado. Lo que sucede en la realidad, es exactamente al revés: la santidad divina no solo destruye al pecado, sino que concede al hombre participar en la misma santidad de Dios por medio de la gracia santificante, y es en esto en lo que finaliza el proceso de la conversión del corazón.
          Para graficar el proceso de la conversión del pecador, Jesús utiliza dos figuras: en la primera, se trata de una oveja que se ha separado del redil y se ha extraviado, corriendo peligro de muerte debido a la posibilidad cierta de desbarrancarse o de ser devorada a dentelladas por el lobo que acecha en los alrededores. Esta oveja así extraviada y en extremo peligro, representa el alma que se aleja de Dios y su gracia, con lo cual se interna en las siniestras y densas tinieblas malignas, es decir, se pone voluntariamente bajo el dominio de los ángeles caídos, los cuales le tenderán numerosas trampas por medio de las tentaciones, la harán caer y le quitarán la salud y la vida del alma, induciéndola a cometer pecados veniales y mortales y, si muere en ese estado, la conducirán al Infierno, en donde será destrozada para siempre por las dentelladas del Lobo Infernal. El pastor que deja el rebaño a resguardo para rescatar a la oveja perdida a costa de su vida, puesto que debe descender por peligrosos riscos y enfrentar al lobo, es Jesús, Buen Pastor, Sumo y Eterno Pastor, que desciende no por un barranco, sino del cielo, desde el seno eterno del Padre, al seno de la Virgen Madre, para rescatar a la oveja perdida, la humanidad caída en el pecado, ahuyentando al Lobo Infernal con el cayado de la Cruz y curando a la oveja extraviada y herida con el aceite curativo de su gracia santificante. Con la parábola de la oveja perdida a la cual sale a buscar el pastor a costa de su vida, y cuyo encuentro le provoca tanta alegría al pastor que la comunica a sus amigos, Jesús revela el insondable Amor de Dios Uno y Trino, que para rescatar al hombre no duda en obrar la Redención por medio del sacrificio en Cruz del Sumo y Eterno Pastor, Jesucristo.
          En la segunda figura, la de una mujer que pierde su dracma y, luego de "encender la luz, barrer la casa y buscarla", la encuentra, alegrándose por haberla encontrado, también está representado el Amor misericordioso de Dios, que no duda en buscar al alma perdida. En esta parábola, la dracma perdida representa al hombre; la mujer representa a la Santísima Trinidad, que "enciende la luz" de la fe en el alma que vive en las tinieblas, "barre la casa", es decir, limpia su alma con la gracia santificante de Jesucristo, y "la busca con cuidado", es decir, acude la Santísima Trinidad en su Trinidad de Personas, allí donde se ha extraviado el alma, descendiendo hasta las "tinieblas y sombras de muerte" en donde habita el pecador, para encontrarlo y alegrarse por esto, del mismo modo a como la mujer de la parábola "enciende la luz, barre la casa, busca con cuidado" la moneda perdida y, una vez encontrada, se alegra por haberla encontrado. La moneda perdida, que representa al alma, al ser encontrada, aumenta el valor del tesoro poseído, las dracmas restantes: es el alma que aumenta el tesoro de la Redención de Jesucristo, quien dio su vida tanto por un alma sola como por toda la humanidad.

          "Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve que no necesitan conversión". A diferencia de los escribas y fariseos, que siendo religiosos tenían temor en acercarse a los pecadores, pues pensaban que quedarían "contaminados" con sus pecados, Jesús, siendo Él en Persona el Dios Tres veces Santo, baja desde el cielo para buscar a los pecadores y rescatarlos al precio de su Sangre, destruyendo el pecado con el poder de su Sangre y concediendo al pecador la gracia de la conversión y del arrepentimiento, como paso previo al don de la santidad. Jesús baja del cielo para buscar al pecador y llevarlo consigo, uniéndolo a su Cuerpo eucarístico, infundiéndole el Espíritu Santo y conduciéndolo al seno del Padre. Esto que Jesús hace con nosotros, pecadores, debemos hacerlo nosotros con nuestros hermanos, para que haya cada vez más alegría en el cielo.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

"Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman".

           
 
          "Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman". Jesús pareciera estar dando a sus seguidores una clase de pacifismo, o normas de comportamiento moral, mediante los cuales adoctrina a sus seguidores para que actúen de un modo bien diferenciado en relación al comportamiento de las otras religiones.
          Sin embargo, Jesús no es pacifista, ni sus consejos son meras normas morales, sino un llamado a imitarlo a Él, que obra de esa misma manera en la Cruz, porque en la Cruz ama a sus enemigos, hace el máximo  bien a los que lo odian, bendice a los que lo maldicen, y ruega no solo por los que lo han difamado, sino por los que le dan muerte. Y cuando Jesús obra de esta manera en la Cruz, no lo hace porque es un "hombre bueno", o porque es un "hombre santo": Jesús obra de esta manera -perdonando, bendiciendo, redimiendo a quienes lo crucifican- porque es la expresión humana del infinito y eterno Amor divino, del cual Él es su manifestación a los hombres, por medio de una naturaleza humana y actos humanos, divinizados. Jesús es el Hombre-Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que obra a través de una naturaleza humana y como tal, sus acciones humanas, verdaderamente humanas, como el perdón, están divinizadas por proceder y pertenecer a la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo. Cuando Jesús perdona, no es un simple hombre el que perdona, sino que es Dios Hijo encarnado quien lo hace, a través de una naturaleza humana, la naturaleza humana de Jesús. Cuando Jesús bendice a los que lo odian y reza por ellos en la Cruz, es Dios Hijo en Persona quien lo hace y esta es la razón por la cual el perdón y el sacrificio expiatorio de Jesús en la Cruz no se reduce a un grupo de hombres -aquellos que en el tiempo y en el espacio lo condenaron y lo crucificaron-, sino que se extiende a toda la humanidad de todos los tiempos.

          Esta es la razón por la cual, cuando el discípulo de Jesús, que está unido a Jesús por la gracia, lo imita perdonando él a sus enemigos, no está simplemente haciendo "una buena obra", sino que está actuando como canal difusor de la Bondad divina del Ser trinitario. El perdón que un cristiano da, en nombre de Cristo, a su enemigo, es el mismo perdón que Cristo Dios da a la humanidad desde la Cruz, y es aquí en donde radica la importancia del consejo de Jesús, porque no se limita a un buen comportamiento cívico, sino que se trata de la extensión del perdón y la redención de los hombres realizada por el sacrificio de Jesús en la Cruz. El cristiano que perdona, ama a su enemigo, hace el bien a quien lo difama y calumnia, se convierte en una imagen viviente del Sagrado Corazón de Jesús y en un difusor del contenido de este Corazón Santo, el Amor y la Misericordia Divina, que redime al mundo y salva a los hombres. Pero es cierto también que los cristianos que odian, maldicen, difaman y calumnian, actúan como otros tantos canales difusores del contenido del corazón perverso del ángel caído.

martes, 10 de septiembre de 2013

La paradoja de las Bienaventuranzas


          Las Bienaventuranzas de Jesús (Lc 6, 20-26) encierran una paradoja: cuanta mayor infelicidad experimente un alma en este mundo, mayor felicidad experimentará en la otra vida, y puesto que las Bienaventuranzas tienen su contrapartida en los "ayes", se sigue también que, a mayor felicidad mundana, mayor desdicha sufrirá en la otra vida. Para poder entender esta paradoja, hay que interpretar las Bienaventuranzas -y también los "ayes"- no con ojos humanos, sino con los ojos de Dios, y como Dios nos mira a nosotros y al mundo solamente a través de la Cruz de Jesús, entonces es a la luz de la Cruz en donde debemos leer el camino que nos señala Dios para nuestra eterna felicidad.
          Es a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende la felicidad de la pobreza, pobreza que hace adquirir la riqueza del Reino de los cielos, porque Jesús en la Cruz es el Sumo Indigente, que despojado de todo bien material -nada le pertenece: ni el paño con el que se cubre pudorosamente, ni la corona de espinas, ni los clavos, ni el madero de la cruz-, muere para dar muerte a la muerte y para concedernos la más grande fortuna que ni siquiera puede ser imaginada: la Vida eterna, la vida de los hijos de Dios.
          Es a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende que sean felices los hambrientos, los que tienen hambre y sed de justicia, porque Jesús en la Cruz padece hambre y sed: hambre de almas y sed del amor humano, y con su hambre y sed repara y expía por los amores mundanos y pecaminosos, al tiempo que santifica los amores puros de los hombres justos que, unidos a Él en la Cruz, se hacen merecedores del Amor divino.
          Es a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende que sean felices los que lloran, porque Jesús en la Cruz llora lágrimas de sangre, acongojado y entristecido por la dureza del corazón humano, y así con sus lágrimas lava las impurezas de los corazones endurecidos y les concede lágrimas de conversión y de arrepentimiento, haciéndolos merecedores de las eternas alegrías de la Casa del Padre.
          Es en la Cruz de Jesús que se entiende que quien sea odiado, excluido, insultado y proscripto, y considerado infame a causa de Él, sea exaltado en lo más alto del cielo, porque Él muere en la Cruz odiado, excluido, insultado, proscripto, para destruir con su Cuerpo el "muro de odio" que separa a los hombres (cfr. Ef 2, 14-15), y así abrir las puertas del cielo a quienes se asocien a Él en la soledad del Calvario.
          Y es también a la luz de la Cruz de Jesús que se entiende que los ricos sean objeto de los "ayes", aunque no se refiera tanto a los ricos materialmente hablando, sino ante todo a aquellos que, a causa de su soberbia, se enriquecen vanamente con su ego, dejando de lado a Dios y considerando que no tienen necesidad de Él, convirtiéndose así en los ricos del Apocalipsis, ricos que a los ojos de Dios son "miserables, pobres, ciegos y desnudos", y que serán vomitados de la boca de Jesús al final de los tiempos (cfr. Ap 3, 14-22), a menos que compren a tiempo "oro refinado en fuego" -es decir, que obren obras de misericordia-, vestiduras blancas -la gracia santificante- y colirio para los ojos -la fe en Cristo Jesús-.
          Jesús proclama las Bienaventuranzas desde la Cruz, y es en la Cruz entonces en donde debemos aprender a ser felices, pero es en la Eucaristía en donde Él se nos dona en Persona para concedernos de su propia alegría y hacernos felices con su propia felicidad; en la Eucaristía, Jesús está a las puertas de nuestro corazón, y toca la puerta porque quiere entrar; si le abrimos con el Espíritu de las Bienaventuranzas, nos hará sentar con Él en su trono, es decir, nos dará la más grande de las Bienaventuranzas, la contemplación en el Amor de Dios Uno y Trino.

lunes, 9 de septiembre de 2013

"Jesús se retiró a una montaña y pasó toda la noche en oración con Dios"

          

      "Jesús se retiró a una montaña y pasó toda la noche en oración con Dios" (Lc 6, 12-19). No es por casualidad que Jesús se retira a orar a la montaña, pues esta posee una simbología que se relaciona estrechamente con la vida espiritual: subir a la montaña significa esfuerzo, fatiga y sacrificio, y así debe ser la oración del alma que se eleva a Dios, quien se encuentra más alto, mucho más alto, que una cima de montaña; en la montaña hay silencio, algo que es indispensable para poder orar, puesto que quien se pone en oración, debe hacer silencio exterior pero sobre todo interior ya que Dios, como dice el profeta Elías, no está "en el terremoto, en el huracán, en el fuego", sino en "el susurro de una brisa suave" (1 Re 19, 9.11-13), y es por esto que quien vive en el aturdimiento del mundo exterior y de su propia mente y pensamientos, no puede escuchar la voz de Dios. Por último, la montaña significa soledad y ausencia del mundo y de toda compañía humana, lo cual es necesario para que el alma concentre sus esfuerzos no en la atención a las creaturas, sino en elevar su corazón en la plegaria solo a Dios.
          "Jesús se retiró a una montaña y pasó toda la noche en oración con Dios". Jesús pasa toda la noche en oración, pero esto no significa que le quite el descanso, porque el alma, en la oración, descansa en Dios, en su seno. Con su oración, Jesús nos da ejemplo de cómo debemos los cristianos dedicarnos a la oración y aunque no es necesario subir literalmente a una montaña para hacerlo, sí se deben recrear las condiciones espirituales significadas en la montaña: soledad y silencio, además de esfuerzo, fatiga y sacrificio, porque se debe vencer la propia acedia espiritual, que lleva a dejar de lado la oración. Jesús ora, y con su oración nos da ejemplo de cómo debemos nosotros orar, ya que la oración es para el espíritu algo mucho más importante que lo que es el alimento al cuerpo, porque a través de la oración el alma recibe de Dios todo lo que es y tiene Dios: amor, luz, paz, fortaleza, sabiduría, alegría, de manera que el alma puede nutrirse de Dios y su vida tanto más, cuanto más hace oración, mientras que también es cierto lo inverso: cuanto menos oración se hace, menos amor, luz, paz, fortaleza y alegría se recibe de Dios, quedando el alma débil, sin fuerzas, y envuelta en tinieblas.
            Pero si de oración se trata, no hay oración más profunda, ni más excelsa, ni más sublime, que la Santa Misa, en donde es Cristo, el Hombre-Dios, quien ora al Padre en nuestro nombre. El cristiano, por lo tanto, si quiere imitar a Cristo en la oración, debe acudir a la Santa Misa, en donde se cumplen todas las condiciones de la oración: es una montaña, porque se trata del Nuevo Monte Calvario, en donde se renueva de modo incruento el sacrificio en Cruz de Jesús; en el altar hay silencio, porque como es un trozo del cielo, callan las voces humanas y las del mundo, porque solo se escucha la voz de Dios Trino; en el altar hay soledad, porque está solo Cristo con su Cruz, y el alma postrada a sus pies; en el altar hay sacrificio, porque es el sacrificio del Cordero de Dios; en el altar el alma recibe no solo el amor, la paz, la alegría, la fortaleza, la sabiduría de Dios, sino a Dios mismo en Persona, que se dona a sí mismo con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía. 
        Por todo esto, el que quiera rezar, que vaya a la montaña sagrada, la Santa Misa.

domingo, 8 de septiembre de 2013

"Los escribas y los fariseos querían encontrar algo de qué acusarlo"

         

       "Los escribas y los fariseos querían encontrar algo de qué acusarlo" (Lc 6, 6-11). Mientras Jesús se compadece de un hombre que tiene la mano paralizada, los escribas y fariseos, hombres religiosos, desprecian el gesto de misericordia de Jesús y se concentran en las supuestas faltas legales que pueda hacer, para tener "de qué acusarlo". Detrás de este gesto doblemente maligno -impiadoso para el hombre enfermo, porque no les interesa su curación, y agresivo hacia Jesús, porque quieren acusarlo-, se encuentra el Príncipe de las tinieblas que, sabiendo quién es Jesús, lanza en su contra a hombres que aparentan ser religiosos por fuera, pero que destrozan a su prójimo con sus actos malintencionados. En el fondo, el ataque del demonio es contra Dios, representado en el hombre con la mano paralizada, puesto que el prójimo es imagen de Dios -en este caso, el hombre con la mano paralizada-, pero es también un ataque contra Dios en Persona que se ha encarnado, en la Persona del Hijo, en Jesús de Nazareth.
          Muchos cristianos, en la Iglesia, repiten el gesto malintencionado de los escribas y fariseos: mientras aparentan piedad y devoción por fuera -pues asisten a Misa, se confiesan y comulgan-, no dejan sin embargo de tramar contra el prójimo, murmurando contra él y buscando su daño de múltiples maneras, contradiciendo así a la condición de cristianos, que debe caracterizarse por la compasión y la misericordia, y haciéndose merecedores del calificativo de "hipócritas" dado por Jesús en persona a quien, aparentando ser religioso, se comporta con falsedad.
          Muchos en la Iglesia imitan a los escribas y fariseos y se convierten en aliados conscientes e inconscientes del Príncipe de las tinieblas, toda vez que murmuran contra el prójimo, atribuyéndole malicia y negando la misericordia.

          "Los escribas y los fariseos querían encontrar algo de qué acusarlo". Como cristianos, debemos cuidarnos mucho de enjuiciar a nuestro prójimo y de faltar a la caridad y a la compasión, porque la hipocresía religiosa es una de las cosas que más aleja al alma de Dios, y la aleja tanto más, cuanto más aparenta el alma ser devota y practicante de la religión.

viernes, 6 de septiembre de 2013

“El que no carga su cruz todos los días y me sigue, no puede ser mi discípulo”

(Domingo XXIII - TO - Ciclo C – 2013)
         “El que no carga su cruz todos los días y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 15-23). Jesús da una condición sin la cual no se puede ser su discípulo: cargar la Cruz todos los días y seguirlo. ¿Qué significa “cargar la cruz? ¿Por qué hay que cargarla, para poder seguir a Jesús y así ser su discípulo?
         El motivo por el cual todo aquel que quiera ser discípulo de Jesús debe cargar la cruz, es porque Jesús, que es el Camino, la Verdad y la Vida, accede a la Casa del Padre a través de la cruz. Por lo tanto, para quien quiera ser discípulo de Jesús, es decir, para quien quiera aprender, del Divino Maestro, la vía de la salvación, es la cruz la única lección a aprender, la única puerta que atravesar para llegar al cielo, el único camino que conduce al Reino de Dios, la única verdad que se debe conocer, la única vida que se debe recibir.
Quien quiera salvar su alma, debe seguir a Jesús y ser su discípulo, para aprender de Él el camino de la salvación, pero no hay seguimiento posible ni salvación posible, si no es siguiendo a Jesús, y puesto que Jesús camina en dirección al Calvario con la cruz a cuestas, no hay posibilidad alguna de salvar el alma si no es cargando la cruz. Y la cruz se debe cargar todos los días –no una sola vez, ni un día sí y otro no, sino todos los días-, porque todos los días se debe emprender el camino que conduce al cielo, el Via Crucis. Toda la vida terrena es un continuo e ininterrumpido transitar hacia la eternidad, pero solo el Camino Real de la Cruz conduce al Reino de los cielos, a la eterna felicidad, y esa es la razón por la cual, quien quiera salvar su alma, debe cargar la cruz todos los días.
¿En qué consiste en “cargar la cruz”? Cargar la Cruz consiste en colocar en ella todo lo que nos aleja de Dios: nuestras imperfecciones, nuestros defectos, nuestros pecados, desde los veniales hasta los mortales, y con la cruz así cargada, emprender el seguimiento de Cristo, imitándolo a Él, que es el primero en cargar la Cruz. Pero hay algo que sucede cuando cargamos la cruz para ir detrás de Cristo: es Él, Cristo en Persona, quien lleva nuestra cruz por nosotros, quitándonos el peso de la cruz, porque Jesús dice: "Tomad sobre vosotros mi yugo" (Mt 11, 29), "porque mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 30). Cuando tomamos el yugo de Jesús, es decir, la cruz, es Él quien la lleva por nosotros la cruz, y así nos aliviana la carga. Pero además, al tomarla Él por nosotros, nuestra cruz queda impregnada con su Sangre, y es su Sangre la que destruye los pecados nuestros, aquellos con los que habíamos cargado la Cruz. De esta manera, al llegar al Calvario y ser crucificados junto a Jesús, la Sangre que brota de las heridas abiertas del Salvador empapa nuestra cruz, cae sobre nosotros y hace desaparecer todo lo que no pertenece a Dios y nos aparta de Él. Solo de esa manera el hombre viejo –el hombre manchado con el pecado original e inclinado a las cosas bajas de la tierra- podrá morir, para dar lugar al nacimiento del hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia, el hombre convertido, por la gracia santificante, en hijo adoptivo de Dios y en hermano de Jesús. Solo quien lleva la cruz de todos los días, para subir al Calvario y ser crucificado junto a Jesús, para ser bañado por su Sangre, puede hacer morir al hombre viejo y puede renacer a la vida nueva, la vida de los hijos de Dios, la vida de la gracia.
“El que no carga su cruz todos los días y me sigue, no puede ser mi discípulo”. Quien no carga su cruz y sigue a Jesús por el camino del Calvario, por el camino de la negación de sí mismo, no puede ser discípulo de Jesús, es decir, no puede aprender aquello que el Divino Maestro, el Espíritu Santo, enseña a los discípulos de Jesús, porque quien no es discípulo de Jesús, no puede escuchar su voz y tampoco puede aprender lo que es necesario saber para salvar el alma. Y el que no aprende de Jesús y su Espíritu, aprende del mundo y del ángel caído, y aprende aquello que no tiene que aprender, aquello que enseña el mundo y el Príncipe de las tinieblas, el camino ancho y espacioso de la perdición.

“El que no carga su cruz todos los días y me sigue, no puede ser mi discípulo”. Quien no carga la cruz todos los días, quien no sigue a Jesús por el Camino del Calvario, es decir, por el camino de la negación de sí mismo para imitar a Cristo, no puede ser discípulo de Jesús, no puede aprender de Él lo necesario para llegar al cielo y pone en riesgo su salvación. El que carga su cruz de todos los días, por el contrario, sigue a Jesús y se convierte en el discípulo predilecto, recibiendo de esta manera en el corazón las sublimes lecciones del Divino Amor, lecciones con las cuales aprende a amar a Dios y al prójimo y así salvar su alma.

martes, 3 de septiembre de 2013

Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios

          

         "Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios" (cfr. Lc 4, 38-44). El evangelista relata dos acciones clamorosas de Jesús: cura enfermos, imponiéndoles las manos -a la suegra de Pedro la cura "increpando a la fiebre"- y expulsa demonios, muchos de los cuales "salen de los enfermos" a los cuales infectaban.
          Estas dos acciones de Jesús -curar enfermos y expulsar demonios- son las que llevan a la gente a "querer retenerlo" para que "no se alejara de ellos". Visto humanamente, es comprensible la pretensión de la multitud de querer que Jesús "se quede con ellos", puesto que tanto la enfermedad -a la cual la acompañan el dolor, la tristeza y, en muchos casos, la muerte-, como la actividad demoníaca -que va desde la infestación diabólica, pasando por la opresión, hasta la posesión-, son los dos grandes males que aquejan y acosan  a la humanidad desde la caída de Adán y Eva del Paraíso como consecuencia del pecado original y la pérdida de la gracia santificante. Desde entonces, la humanidad ha sufrido el tormento de estos dos flagelos -enfermedad y muerte, sumado a la posesión diabólica-, sin que haya podido verse libre de ellos en ningún momento; a lo sumo, ha experimentado -y experimenta, sobre todo en nuestros días- una falsa sensación de triunfo: por medio de la ciencia, el hombre pretende haber derrotado a la enfermedad, lo cual no es cierto; por medio de la errónea creencia de que el diablo no existe, el hombre pretende fingir que el ángel caído es solo una proyección imaginaria de los miedos del ser humano.
          La multitud quiere retener a Jesús porque ve en Él a un taumaturgo, a un hombre poderoso que derrota sin mayores inconvenientes a estos dos grandes enemigos que aqueja al hombre, la enfermedad y el demonio, y piensan que Jesús ha venido para esto. Es verdad que Jesús, en su condición de Hombre-Dios y por su poder divino no solo hace desaparecer a la enfermedad, sino también aquello que la ocasionó, el pecado original, al insuflar en el alma la gracia santificante, y es verdad también que viene a "destruir las obras del demonio", pues ante su solo Nombre el infierno entero tiembla de terror, pero estas dos acciones no constituyen en sí mismas la "Buena Noticia"; son solo el preludio de la Buena Noticia, que es el don de la filiación divina y el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, primero en la Cruz y luego en la Eucaristía.
          "Jesús anuncia la Buena Noticia curando enfermos y expulsando demonios". Al igual que la multitud del Evangelio, muchos, dentro de la Iglesia, parecen haber invertido los términos, pretendiendo que la Buena Noticia sea la mera sanación de la enfermedad y la expulsión de los demonios. Sin embargo, la Buena Noticia de Jesucristo es algo infinitamente más grandioso, y es el convertirnos en hijos adoptivos de Dios y el alimentar nuestras almas con el Amor que brota de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo en la tierra de la eterna alegría que viviremos en el Cielo: es esto, y no otra cosa, lo que debemos anunciar al mundo. 

domingo, 1 de septiembre de 2013

"El Espíritu del Señor me envió a anunciar la Buena Noticia"

       

      "El Espíritu del Señor me envió a anunciar la Buena Noticia" (cfr. Lc 4, 16-30). Jesús lee en la sinagoga un pasaje del libro del profeta Isaías, en donde el profeta revela que el Espíritu de Dios lo ha enviado a "anunciar la Buena Noticia", y se aplica a sí mismo el pasaje. Esto es verdaderamente así, porque todo en la vida de Jesús es una manifestación del Espíritu Santo, es decir, del Amor de Dios: es por Amor que Dios Hijo ha sido llevado -por así decirlo- del seno del Padre al seno de la Virgen Madre, para que se encarnase en su seno virgen; es por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, que Jesús nace milagrosamente como Niño para luego, ya en la edad adulta, donarse a sí mismo como Pan de Vida eterna, don que habrá de concretarse en el sacrificio de la Cruz y que se renovará de modo incruento cada vez en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, para que al ser recibido en la comunión eucarística, comunique al alma que lo recibe el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Jesús es el Enviado por el Espíritu Santo para proclamar la Buena Noticia, que consiste precisamente en esto, en el don de sí mismo, para la salvación de los hombres, y en el don del Espíritu Santo, para que los hombres, santificados por la gracia divina, sean inmersos en el Amor de Dios y conducidos, por el Espíritu Santo, a la íntima comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.
           "El Espíritu del Señor me envió a anunciar la Buena Noticia". Cada cristiano, en cuanto lleva en sí la imagen de Jesucristo por la gracia santificante, debe aplicarse para sí mismo estas palabras, y es por este motivo que cada cristiano debe ser -o al menos debería serlo- el instrumento del Amor divino que refleja a los demás el Amor, la paciencia, la bondad, la caridad, la entrega, la generosidad, la humildad, de Jesucristo; cada cristiano está llamado a ser que es una imagen viviente de Jesucristo, imitándolo en el don de sí mismo y en el don del Amor de Dios, siendo para los demás una fuente de paz, de bondad, de caridad y de amor divino y humano. Si el cristiano no lo hace, es decir, si no se convierte en una imagen viviente de Jesucristo y no refleja el Amor de Cristo a los demás, con sus obras, entonces su paso por la vida es "vanidad de vanidades" (Ecl 1, 3).