viernes, 29 de agosto de 2014

“El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga"


(Domingo XXII - TO - Ciclo A - 2014)
“¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres (…) el que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 22-27). Sorprende la reacción de Jesús hacia Pedro diciéndole: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”, y sorprende tanto más, cuanto que, pocos segundos antes, Jesús había felicitado al mismo Pedro, porque había sido inspirado por el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre, al confesar que Él era el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Inmediatamente después de la reprensión a Pedro, Jesús dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí mismo” y “cargar con su cruz”. Este Evangelio, por lo tanto, nos proporciona muchas enseñanzas: por un lado, enseña el discernimiento de espíritus[1]; por otro lado, enseña que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre –Jesús no obliga a nadie-; por otro lado, enseña que ese camino es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz.
“¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Jesús, dirigiéndose a Pedro, no habla a Pedro, sino a Satanás en persona; en otras palabras, al hablar a Pedro, Jesús está viendo a Satanás, el Ángel caído, junto a Pedro, que es quien le acaba de sugerir lo que Pedro le acaba de decir. ¿Qué es lo que Pedro le ha dicho a Jesús, y que ha provocado esta fuerte reacción por parte de Jesús? Al comienzo del pasaje evangélico, Jesús profetiza a sus discípulos acerca de su misterio pascual de Muerte y Resurrección: les dice que “el Hijo del hombre deberá sufrir mucho, ser condenado a muerte y resucitar al tercer día”; es decir, Jesús les está anunciando y preparando para el misterio de la Pasión y Muerte en cruz, misterio por el cual habrá de derramar su Sangre para salvar a la humanidad, cumpliendo el plan de redención dispuesto por el Padre desde la eternidad. Pedro, a pesar de ser su Vicario y a pesar de haber sido inspirado, en los instantes previos por el mismo Espíritu Santo en Persona, que lo había iluminado acerca de la divinidad de Jesucristo, ahora, sin embargo, es movido por otro espíritu, que no es el Espíritu de Dios, sino el espíritu de las tinieblas, el Ángel caído, porque luego de conocido el misterio pascual de Jesús, misterio que pasa por la cruz y por la resurrección, lleva aparte a Jesús y “comienza a reprenderlo” –dice el Evangelio-, diciéndole que “eso no será así”. Pedro, prestando oídos a las insinuaciones del espíritu del mal, rechaza el plan de salvación dispuesto por Dios; rechaza la cruz y por lo tanto, se opone a la salvación que Dios ha dispuesto para los hombres. Este rechazo de la cruz se origina, no solo en la debilidad humana de Pedro, sino ante todo en el Ángel caído, en Satanás, y por eso es que Jesús conmina a Satanás a que se retire: “¡Retírate, ve detrás de Mí, Satanás!, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”.
Esto nos enseña el discernimiento de espíritus, según San Ignacio de Loyola, porque en un primer momento, Pedro es iluminado por el Espíritu Santo, cuando reconoce a Jesús como el Mesías; pero luego, cuando rechaza la cruz de Jesús, sigue las insinuaciones de su propia razón –“son pensamientos de hombres”, le dirá Jesús- y también las insinuaciones del Demonio, y es por eso que Jesús le dice: “¡Apártate de Mí, Satanás!”. Esta primera parte del Evangelio nos enseña, entonces, a hacer lo que San Ignacio llama: “discernimiento de espíritus”: lo que me lleva a reconocer a Jesús y a aceptar y amar la cruz, viene del buen espíritu, es decir, viene de Dios; lo que me lleva a negar a Jesús y a su cruz, como hace Pedro luego de que Jesús le anunciara su misterio pascual de muerte y resurrección, profetizándole que habría de sufrir y morir en Jerusalén, para luego resucitar, eso, que lleva a negar la cruz, viene del mal espíritu y también de nuestra naturaleza caída y herida, que tiende al mal, como consecuencia del pecado original. En esta primera parte de este Evangelio, entonces, la Palabra de Dios nos enseña a discernir qué es lo que viene del Espíritu Santo y qué es lo que viene, ya sea de nuestra concupiscencia, o del Ángel caído, el demonio: lo que me hace abrazar la cruz, viene de Dios; lo que me lleva a rechazar la cruz, viene del Demonio.
Luego de reprender a Pedro y de alejar a Satanás, que ha inducido a su Vicario a rechazar el plan divino de la salvación, que pasa por el Camino Real de la Cruz, Jesús revela de qué manera podemos hacer realidad, en nuestras vidas, la salvación que Él ha venido a traer. Según el Evangelio Jesús, dirigiéndose a los discípulos, les dice que “quien quiera seguirlo”, debe “renunciar a sí mismo” y “cargar con su cruz”. La expresión de Jesús nos hace ver dos cosas: por un lado, que el camino hacia el Reino de los cielos, es libre, porque Jesús no obliga a nadie, ya que dice de forma muy clara y expresiva: “Si alguien quiere seguirme” -si alguien me ama me seguirá-, y ese “querer”, excluye cualquier tipo de forzamiento contra la libertad; en otras palabras, nadie entrará en el Reino de los cielos si así no lo desea; Dios no nos obliga a seguirlo; Dios no enviará un ángel del cielo con una espada de fuego para que no obremos el mal; Dios no forzará nuestra libertad, porque la libertad, el libre albedrío, forma parte de la “imagen y semejanza” (cfr. Gn 1, 26) con la cual hemos sido creados, y esa libertad es sagrada y es tan sagrada, que Dios la respeta; de hecho, la condenación eterna en el infierno, por parte de los que allí se condenan, es una muestra del sumo respeto que tiene Dios por quienes no desean estar con Él. Muchos, equivocadamente, piensan que Dios “castiga”, con el Infierno a quienes no quieren hacer su Voluntad, y eso es un grave error; en cierta medida, la condenación eterna es un auto-castigo, infligido por sí mismo por el condenado, por haber hecho un uso equivocado de su libertad, pero por haber usado su libertad y Dios es tan respetuoso de la libertad del hombre, que si alguien quiere estar separado de Él por toda la eternidad, Dios, “lamentándolo en el alma”, por así decirlo, deja que cumpla su voluntad y permite que haga lo que quiere, y es esto lo que enseña la Iglesia Católica en el Catecismo: “El infierno consiste en la condenación eterna de quienes, por libre elección, mueren en pecado mortal”[2]. La Iglesia Católica lo dice claramente: quien se condena, lo hace “por libre elección”, porque Dios respeta como algo sagrado la libertad del hombre, y es por eso que Jesús dice: “quien quiera seguirme, que tome su cruz y me siga” -es decir, quien me ama, que tome su cruz y me siga-, porque también el seguimiento de Jesús es libre: Jesús no va a enviar a un ángel para obligarnos a seguirlo; Jesús no va a enviar un ángel para que tomemos nuestra cruz; Jesús no va a enviar un ángel para que cumplamos los Mandamientos de Dios; lo haremos si lo queremos, es decir, si amamos a Jesús, y si no lo amamos, no lo haremos, pero si no lo hacemos, debemos atenernos a las consecuencias, porque si no seguimos a Jesús, nos privamos de todo bien y de toda bendición, y quedamos sujetos a nuestro propio libre albedrío, y no hay nada más peligroso para la propia salvación, que quedar sujetos a la propia razón y voluntad, lejos de Jesús y de su cruz.
La otra cosa que nos hace ver la frase de Jesús a los discípulos –“el que quiera seguirme, que cargue su cruz y me siga”-, es que el camino al Reino de los cielos es, indefectiblemente, el Camino Real de la Cruz. Quien pretenda salvarse por otro camino que no sea el camino de la cruz, se equivoca y arriesga su salvación. El motivo es que en la cruz, Jesús da muerte a los tres enemigos de la humanidad –el demonio, la muerte y el pecado- y puesto que luego de morir, resucita, todo aquel que participa de su Pasión y Muerte en cruz, participa luego de su Gloria y Resurrección.
En esta frase de Jesús está condensado el camino al cielo, para todo aquel que desee salvar su alma. Pero, ¿qué quiere decir, más en concreto, “cargar la cruz, renunciar a sí mismo y seguir a Jesús”? Cargar la cruz de todos los días y renunciar a sí mismo significa morir al hombre viejo: morir a las pasiones, al egoísmo –cargar la cruz quiere decir que debe importarme mi hermano que sufre, y por hermano, tengo que considerar no solo a mi familia biológica, sino a cualquier prójimo, sin importar su raza, su color de piel, su religión, su edad, su condición social-; cargar la cruz quiere decir que debo combatir la ira –pero no solo la ira, sino el más mínimo enojo, y perdonar pedir perdón, porque es síntoma de soberbia espiritual la falta de perdón y el no ser capaz de pedir perdón-; cargar la cruz quiere decir ser capaz de poner un freno a la codicia –y no hay que ser millonario para ser avaros, porque se puede tener un corazón de avaro y de tacaño teniendo solo cien pesos en el bolsillo, si deseo de modo desordenado los bienes materiales; cargar la cruz quiere decir moderar la gula –es decir, ser capaz de comer y beber con templanza, sabiendo que lo que como y bebo de más, o lo que tiro y desperdicio, es lo que le falta a algún hermano mío, en algún lugar del planeta, y que Dios me pedirá cuentas de esa comida desperdiciada-; cargar la cruz quiere decir combatir la sensualidad –y esto significa luchar contra las tentaciones, principalmente las de la carne y luchar contra la concupiscencia-; cargar la cruz significa luchar contra la pereza –tanto la pereza corporal, que me lleva a no cumplir con mi deber de estado a la perfección, solo por Amor a Dios, como la acedia, que es la pereza espiritual, que me lleva a no rezar, a no leer libros de formación espiritual, como es mi obligación, para formarme en mi religión, y a preferir, en cambio, ver televisión, o perder el tiempo en Internet, con el celular, la computadora, la Tablet, el Smartphone, o el invento tecnológico del momento, cualquiera que sea, o el preferir un partido de fútbol, o las compras en el Súper o el paseo el Domingo, antes que la Misa dominical, todo sirve, con tal de anteponer lo que el mundo ofrece, antes que Dios.
Todo esto significa “cargar la cruz y seguir a Jesús”, porque significa dar muerte al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que vive la vida de la gracia, la vida nueva de los hijos de Dios. El que quiera cargar la cruz y seguir a Jesús, para nacer a esta vida nueva, la vida de la gracia, necesita alimentarse con un alimento que le proporcione una nueva fuerza, superior a la humana, porque la cruz es pesada, y ese alimento, que proporciona la fuerza celestial, no se encuentra en esta tierra; ese alimento lo proporciona el Padre celestial en la Santa Misa: en cada Santa Misa, nuestro Padre Dios abre los cielos y deja caer el Verdadero Maná, el Maná celestial, el Pan de los hijos de Dios, para que el Nuevo Pueblo Elegido, los  bautizados, que peregrinan por el desierto del mundo, se alimenten en medio del desierto de la vida y adquieran la misma fuerza del Hombre-Dios Jesucristo, para que con la fuerza de Jesucristo, puedan cargar la cruz de todos los días y continuar caminando, por el tiempo que solo Él conoce, hasta llegar a la Jerusalén celestial. El que quiera llegar a la Jerusalén celestial, que se alimente del Maná Verdadero, el Pan de los ángeles, la Eucaristía, y allí encontrará las fuerzas más que suficientes para cargar la cruz de todos los días y seguir a Jesús por el Camino Real de la Cruz.






[1] Seguiremos la escuela de San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales; cfr. Primera y Segunda Semana de los E.E., Reglas para conocer las varias mociones que en el espíritu se causan, nn. 313-336.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 212.

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