“El
Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 8, 18-22). Atraído sin duda por lo sublime de su doctrina, un
escriba se acerca a Jesús y le dice: “Maestro, te seguiré adonde vayas”. La respuesta
de Jesús indica que Él no rechaza a quien se le acerca y aun más, quiere
seguirlo, pero sí advierte que su seguimiento no es para nada fácil: “Los
zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Quien lo siga a Él, deberá estar
dispuesto a padecer todo aquello que se derive de la extrema pobreza en la que
se desenvolverá la misión: incluso los animales silvestres, como los zorros y
los pájaros, tienen un lugar donde guarecerse y reposar, pero el Hijo del
hombre “no tiene dónde reclinar la cabeza”. Esta extrema pobreza y carencia de
medios materiales es un signo distintivo del cristianismo –al menos del
primitivo, de aquel cristianismo que refleja el mensaje de Cristo-, puesto que el
desprendimiento de los bienes materiales –no solo de las cosas superfluas, sino
incluso de las necesarias- es un signo de la fe en la vida futura en los cielos,
en donde estos bienes materiales no tendrán absolutamente ninguna utilidad. El cristiano,
viviendo la santa pobreza, la pobreza de la cruz, anuncia, ya desde esta vida,
la existencia del Reino de los cielos, reino en el cual la única materia que
existirá será la materia corpórea, la materia que forma el cuerpo del hombre,
pero glorificada, es decir, transfigurada por la gloria divina. Ninguna otra
materia –bienes materiales, dinero, oro, plata, etc.- tendrá cabida en el Reino
de los cielos, por lo que el hecho de apartarse voluntariamente de estas cosas,
por parte del cristiano, es un anuncio de la vida futura en el Reino de Dios
Padre. Apegarse a los bienes materiales, en esta perspectiva, indica un
contra-signo, o un signo negativo, que niega en sí mismo la esperanza en la
vida eterna.
A
esto se refiere Jesús cuando dice: “El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar
su cabeza”, pero también y ante todo lo dice en otro sentido, y es el momento
en el que Él estará crucificado, porque allí, su divina Cabeza, coronada de
espinas, no podrá descansar ni siquiera un instante, debido al tamaño de la
corona de espinas, que le impedirá cualquier tipo de reposo. Será en la cruz,
entonces, en donde “el Hijo del hombre no tendrá dónde reposar la cabeza”, porque
serán las gruesas y filosas espinas, que penetrarán por todo su cuero
cabelludo, llegando incluso a lastimar las orejas, la frente y hasta la nuca,
lo que impedirá su descanso.
Ahora
bien, puesto que la corona está formada materialmente por las espinas que crecen
en el arbusto, pero espiritualmente la forman los malos pensamientos de los
hombres, si el cristiano quiere seguir a Cristo, como el escriba del Evangelio,
debe estar dispuesto a padecer con Cristo los dolores de su Pasión,
ofreciéndose él mismo como víctima de expiación y reparación junto a Cristo,
haciendo realidad lo que dice San Pablo: “Completo en mi carne lo que falta a
la Pasión de Cristo”. De esta manera, ofreciéndose en Cristo para aliviar su
dolor, y ofreciendo su pecho para que repose el Divino Redentor, así Jesús
tendrá un lugar en dónde reposar su Cabeza.
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