(Domingo
XVIII – TO – Ciclo C – 2013)
“Cuídense
de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por
sus riquezas” (Lc 12, 13-21). Por medio de la parábola del
rico egoísta y despreocupado, Jesús nos advierte acerca de la
inutilidad de acumular bienes materiales en esta vida, y sobre la
cercanía de la vida eterna, además de lo efímero de la vida
terrena.
En la
parábola, un hombre rico, que ya posee graneros y bienes materiales,
ocupa sus pensamientos y sus esfuerzos en acrecentarlos, con la
convicción de que de esa manera puede “comer, beber y darse buena
vida” por el espacio de “muchos años”. La posesión de bienes
materiales y su multiplicación le otorgan al rico avaro una falsa
seguridad: la de que vivirá muchos años. En efecto, su objetivo es
multiplicar sus ya abundantes posesiones, de manera de poder “comer,
beber y darse una buena vida” durante “muchos años”. Da por
seguro dos cosas: que podrá disfrutar “muchos años” de sus
bienes, y que estos son los que le proporcionan una larga vida.
Jesús nos
advierte acerca de este peligro: “Cuídense de toda avaricia,
porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas”. La
avaricia ofusca el entendimiento y pervierte la voluntad: ofusca el
entendimiento, porque hace creer que la posesión de bienes
materiales es el objetivo de la vida; pervierte la voluntad, porque
apega el corazón a dichos bienes, con lo cual, el hombre se comporta
como el perro del hortelano: ni come ni deja comer, es decir, ni los
utiliza él -porque hay bienes para cuyo usufructuo se necesitarían
varias vidas humanas, pensemos en las fortunas millonarias-, ni deja
utilizarlos a los demás, porque se comporta con ellos de manera
egoísta, ya que el hecho de ser acaparados por una sola persona,
impide que los demás los usen.
Avaricia,
codicia, egoísmo sin límites, que en el fondo son causados por el
desesperado intento de negar la realidad: esta vida terrena se
termina, tarde o temprano, y al final de la misma espera el juicio
particular, el cual determinará el destino final por toda la
eternidad: o cielo, o infierno. Esto es lo que explica que Dios
contraríe el pensamiento del avaro: mientras el avaro piensa vivir
“muchos años” para disfrutar de sus posesiones, Dios por el
contrario, lo llamará esa misma noche para pedirle cuenta de sus
actos: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién
será lo que has amontonado?”. Mientras que, a los ojos de los
hombres, la riqueza material es signo de aguda inteligencia para los
negocios, a los ojos de Dios es signo de falta de razón, de falta de
sentido: “Insensato”.
Jesús no
solo nos advierte acerca de este peligro que se cierne sobre
nosotros, debido a que nadie puede decir: “Yo no soy insensato ni
egoísta porque no soy rico”, porque se puede ser egoísta y avaro
aún con un kilo de pan. Y la mejor forma de combatir el incipiente
egoísmo es haciendo lo opuesto, es decir, compartiendo nuestros
bienes -escasos o abundantes- con quienes los necesiten. De esta
manera, se ayuda a que el corazón se despegue de la afición
desordenada a las cosas materiales y se combate la tendencia a
acumular sin razón de ser.
Pero hay
otro peligro que acecha al hombre avaro y egoísta, y es el no pensar
en Dios, y esto es lo que Jesús nos quiere decir cuando dice: “Esto
es lo que sucede al que acumula riquezas para sí y no es rico a los
ojos de Dios”. Como vemos, Jesús no nos impide acumular riquezas;
es más, nos alienta directamente a hacerlo cuando nos dice:
“Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 19-21), pero se
trata de una riqueza muy distinta a la riqueza material: “ser ricos
a los ojos de Dios” significa ser ricos en amor, tanto a Dios como
al prójimo, puesto que amor será lo que Dios busque en los
corazones en el momento del juicio particular de cada uno. Podemos
decir que Dios nos exige que paguemos la entrada al cielo, pero esa
entrada no se paga con dinero, ni con oro, ni con plata, ni con
ningún bien material: la entrada al cielo se paga con amor. De las
palabras de Jesús - “Atesorad tesoros en el cielo”, “ser ricos
a los ojos de Dios”- podemos deducir que la entrada al cielo es
cara, muy costosa, por lo que es necesario acumular muchos tesoros,
es necesario ser ricos, pero los tesoros y la riqueza de los que
habla Jesús, son el amor, a Dios y al prójimo, y no otra cosa. Es
rico a los ojos de Dios, quien tiene amor en su corazón, y quien
“atesora tesoros en el cielo”; por el contrario, es pobre a los
ojos de Dios, quien no tiene amor en su corazón, y no se preocupa
por ser rico según el deseo de Dios.
Si esto es
así, entonces nos urge ser “ricos espirituales”; nos urge
“acumular tesoros en el cielo”; nos urge una “sana avaricia”
de poseer el bien que nos granjeará, a nosotros y a nuestros seres
queridos, la entrada en el cielo, y esto es el amor. Surgen entonces
las preguntas: ¿cómo atesorar tesoros en el cielo? ¿Dónde
encontrar aquello que es más valioso que el oro y la plata?¿Dónde
encontrar ese bien tan preciado, que nos abrirá las puertas del
cielo? ¿Dónde encontrar Amor, en cantidad tal, que nos haga ricos,
como si de un golpe de fortuna se tratara? ¿Dónde está el tesoro
de la Iglesia, más valioso que montañas de oro y plata? La
respuesta es una sola: el Amor que nos hace ricos ante los ojos de
Dios está en la Eucaristía, porque allí late el Sagrado Corazón
Eucarístico de Jesús, Fuente inagotable del Amor divino. Si alguien
quiere ser rico, entonces tiene que acumular, para sí y para los
demás, la inmensidad de Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús, guardando las Hostias comulgadas, las Eucaristías, en el
corazón, con más celo y fervor que el del avaro que guarda sus
monedas de oro en su cofre, y este Amor que brota de la Eucaristía,
así depositado en el corazón, será el Bien de valor infinito con
el que pagaremos nuestra entrada en el cielo. Pero falta todavía
algo: para que este Amor eucarístico, depositado en el corazón en
cada comunión, nos convierta en ricos a los ojos de Dios, debe ser
compartido con nuestros prójimos, porque así como el generoso se
distingue del avaro en que comparte su fortuna con el que lo
necesita, así el que verdaderamente posee el tesoro del Amor divino
en su corazón, lo comparte con sus hermanos, a diferencia de aquél
que no lo posee y, por lo tanto, no puede compartirlo. ¿Cómo
distinguir al que es “rico ante los ojos de Dios” de aquel que no
lo es? Por el amor que muestra, no de palabra, sino con obras de
misericordia.
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