“Quedaron
apenados cuando les anunció que lo matarían y resucitaría” (Mt 17, 22-27). El estado anímico de los
discípulos –“quedaron apenados”, dice el Evangelio-, ante el anuncio de Jesús
de su misterio pascual –lo matarían pero luego habría de resucitar-, demuestra
una ausencia de comprensión del misterio pascual del Hombre-Dios; demuestra que
los discípulos están aferrados a este mundo efímero y a sus seguridades;
demuestra que están apegados a esta vida terrena, que es perecedera y se acaba
pronto, tal como lo dice el Salmo: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo”
(cfr. Salmo 143); la tristeza de los discípulos ante las palabras de Jesús
demuestra que no solo están apegados a esta vida y a sus espejismos, sino que
no conocen las hermosuras inconcebibles de la vida eterna; los discípulos se
entristecen porque no entienden el alcance de las palabras de Jesús, no
entienden qué significa “resucitar”; no entienden que con su muerte en Cruz y
con su Resurrección, Jesús no solo derrotará definitivamente a los tres
enemigos mortales de todo hombre, el demonio, el mundo y el pecado, sino que
les abrirá las puertas de los cielos, les abrirá un horizonte impensado,
inimaginable, la vida de la gracia en esta vida y la vida de la gloria divina en
la vida futura; no entienden que por la Resurrección, será cancelado el destino
de muerte de la humanidad, destino al que se dirigía irremediablemente desde el
pecado original de Adán y Eva, pero que ahora ha sido cancelado para siempre
por Jesús, concediendo al mismo tiempo un nuevo destino, un destino de vida y
de vida eterna, la vida misma de la Trinidad. Los discípulos se entristecen
porque no entienden que Jesús morirá, sí, y morirá de muerte cruenta, la muerte
de Cruz, pero resucitará lleno de vida, de luz y de gloria divina, y en su
Resurrección triunfal conducirá a toda la humanidad al cielo, al Reino de su
Padre, dejando atrás definitivamente este mundo, que vive “en sombras de muerte”,
y esta vida terrena, que por terrena es efímera y pasajera. Pero sobre todo, los
discípulos no entienden que su muerte en Cruz y Resurrección, misterio pascual
por el cual ingresa en el tiempo humano la eternidad divina y se concede a los
hombres la vida misma de Dios Uno y Trino, se hará presente “todos los días,
hasta el fin del mundo”, por medio de la Santa Misa, renovación incruenta del Santo
Sacrificio de la Cruz, su Presencia divina y gloriosa, consuelo celestial para
quienes atraviesan este “valle de lágrimas” en su peregrinar hacia la vida
eterna.
“Quedaron
apenados cuando les anunció que lo matarían y resucitaría”. Las tribulaciones
de la vida, participaciones a la Pasión y Cruz de Nuestro Salvador Jesucristo,
no deben apenarnos ni entristecernos, porque la fuente de nuestra alegría es
Cristo, muerto y resucitado, que desde la Eucaristía nos dice: “No te apenes,
Yo he vencido al mundo; esta vida y sus pruebas pasan pronto, y luego llega la
alegría de la vida eterna. No te apenes en la prueba, Mi Presencia en el sagrario es un anticipo del gozo que experimentarás en el cielo: ¡Alégrate!”.
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